Es innegable que el sentimiento anti (norte) americano crece y se consolida en Europa. Bueno, de crecer crece en todo el mundo, pero el deterioro de las relaciones con la Unión Europea resulta particularmente notorio. Como respuesta al unilateralismo practicado por la administración Bush, en el viejo continente arrecian los llamamientos a conseguir «una Europa más fuerte y más unida», una Europa que ofrezca al mundo «una alternativa de modelo occidental» (palabras de Jacques Chirac, presidente francés).
Paralelamente, y eso también es innegable, crece el antieuropeísmo en Estados Unidos, donde los sectores más conservadores de la opinión pública toman como una intolerable ingerencia en sus asuntos las discrepancias expresadas por los europeos. Por todo lo antedicho, y por primera vez desde hace mucho, los europeos se cuestionan el futuro de las relaciones entre ambas orillas del Atlántico. De hecho, éste es ahora mismo un tema muy caliente en la prensa y en el mundo de la política europea.
Europa, con la obvia excepción de Gran Bretaña (cuando Washington dice algo, Londres siempre responde aye, aye, sir!), manifiesta una hostilidad contra las políticas internacionales norteamericanas nunca vista hasta ahora: máxime cuando la actitud europea habitual era, hasta ahora, la del gallego: ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario. El malestar europeo con su supuesto aliado trasatlántico es hasta tal punto evidente que el diario español EL PAÍS llegó a afirmar, en su análisis de los resultados electorales norteamericanos publicado el 7 de noviembre, que «sólo el universo musulmán, por razones evidentes, ha mostrado un rechazo mayor (a las políticas de Bush)». Tal afirmación quizá peque de exagerada, pero no carece por completo de fundamento.
Los gobiernos de los países de la UE han disimulado poco, o nada en absoluto, su preferencia porque el siguiente inquilino de la Casa Blanca fuera John Kerry. O por lo menos, que no fuera Bush. Y no sólo socialdemócratas como Rodríguez Zapatero en España o Schröeder en Alemania, sino también conservadores como Chirac. Incluso a Tony Blair, tan fiel aliado de Bush, se le notaba claramente más inclinado hacia Kerry. En la calle, esta tendencia resulta aún más manifiesta: según las encuestas, más del 70% de los europeos habrían preferido que el elegido hubiese sido Kerry. Y esto no es una situación anómala: el antiamericanismo europeo suele incrementarse cuando gobierna un republicano y debilitarse cuando gobierna un demócrata. Lo anómalo es que ahora se están batiendo récords.
Para entender la preferencia europea por el partido del asno hay tener en cuenta que el espectro político europeo está más fragmentado y tiene el centro de gravedad más desplazado a la izquierda que el norteamericano. Desde una perspectiva europea, Estados Unidos tiene un sistema bipartidista puro y sin opción a la izquierda, con un partido de centro/centro derecha (el demócrata) y un partido de derecha/extrema derecha (el republicano). En general, en los países de la UE, y en el parlamento de Bruselas, se vive una situación de bipartidismo imperfecto, con una fuerza dominante a la izquierda, de tendencia socialista-socialdemócrata, y otra dominante a la derecha, de tendencia demócrata cristiana. Entre medias, a veces, una fuerza liberal, y algunas otras fuerzas menores (pero con peso político y representación en los órganos de poder) a ambos extremos del espectro; opciones más a la derecha o más a la izquierda, u opciones nacionalistas, regionalistas y cantonalistas de uno u otro signo.
El Partido Demócrata norteamericano, al igual que el Republicano, siendo virtualmente las dos únicas opciones en un país tan grande y tan diverso, cubren más extensión del espectro político que cualquier partido europeo, los cuales, por desenvolverse en un sistema más multipartidista, ocupan cada uno un espacio ideológico más estrecho. Por eso los demócratas se encuentran en situación de mayor afinidad con el centro izquierda, el centro y el centro derecha europeos (socialdemócratas, liberales y el ala izquierda democristiana), mientras que los republicanos sólo despiertan simpatías entre la derecha-derecha (el ala derecha de la democracia cristiana).
Al otro lado del Atlántico, la disidencia de la Unión Europea resulta particularmente preocupante para los norteamericanos más liberales y particularmente irritante para los más conservadores, a los que se les nota una deriva a posiciones cada vez más unilateralistas y antieuropeístas, especialmente cuando los europeos en cuestión son franceses. El French Bashing se ha convertido una práctica popular, y los términos, pretendidamente despectivos, «vieja Europa», «viejo europeo» (acuñados, si no recuerdo mal, por Donald Rumsfeld) o euro-weasel, aparecen con cierta frecuencia en el lenguaje político y hasta coloquial. Los liberales parecen preocupados por la mala opinión que despierta Estados Unidos en todo el mundo. Pero los conservadores parecen irritados, casi exclusivamente, por las malas opiniones europeas; a las que llegan del resto del mundo (y llegan), apenas les hacen caso: nadie habla de latin american weasels, a pesar de que los latinoamericanos no se han quedado atrás en sus críticas a la política internacional de Bush.
Así mismo menudean las manifestaciones de reproche ante lo que se considera insolidaridad y desagradecimiento de los europeos por no haberles secundado en Irak, después de que ellos les salvaran el trasero en Normandía. Aunque, paralelamente, una parte de la progresía norteamericana vuelve sus ojos hacia el modelo europeo de estado del bienestar y seguridad social fuerte, de sociedad más secularizada y casi sin grupos de presión religiosos en su seno, buscando en él soluciones que les permitan mejorar aquellos aspectos del modelo norteamericano que desean mejorar. O sea, una parte de los norteamericanos también quieren que Europa se convierta en una alternativa de modelo occidental.
No pretendo discutir la validez de la victoria republicana en las elecciones, que es clara e inequívoca, y por tanto incuestionable, pero, muy probablemente, dos de los motivos que una buena parte del electorado estadounidense tuvo para no votar por Kerry fueron, una, que parecía un político demasiado a la europea; posibilista, contemporizador, pragmático y poco inclinado a hacer ostentación pública de sus creencias religiosas. Y otra, que parecía gustarle demasiado a los europeos. Por el contrario, Bush parecía «uno de los nuestros» (de los suyos), emocional y patriota, hablando siempre con el corazón en una mano y la Biblia en la otra, y la bandera ondeando detrás. Un político color rojo cálido, no color frío azul.
También existen razones más profundas para el antiamericanismo europeo, razones que vale la pena mencionar, razones psicosociales y hasta psicohistóricas: una de ellas es, precisamente, la situación de dependencia casi absoluta respecto de la ayuda norteamericana en que quedó Europa tras las dos guerras mundiales. Las reacciones psicológicas de las sociedades son idénticas a las de los individuos que las componen. Las situaciones de dependencia aguda y no deseada generan en los individuos ansiedad y rechazo, que se suele proyectar contra aquel de quien se depende. Así que, en cierto modo, tienen razón los norteamericanos que tachan a los europeos de desagradecidos: una parte de su antiamericanismo lo generó el desembarco en Normandía, el Plan Marshall y la situación de protectorado en que muchos países europeos vivieron durante la posguerra.
Otra razón es que la Unión Europea es una superpotencia en germen. En realidad, la única superpotencia con capacidad de plantarle cara a los Estados Unidos en igualdad de condiciones (eso explicaría también la mayor atención, para bien o para mal, con que los norteamericanos reciben sus críticas). En lo económico, la unidad europea es alta; el parlamento de Bruselas decide más del 80% de las políticas económicas de los estados miembros. En lo político la unidad no es tan firme ni mucho menos, las divisiones son, a veces, muy profundas, pero el camino tomado, aunque por él se ande mal, despacio y a trompicones, es el de cohesionarse cada vez más como unidad política, además de cómo unidad económica. Esto lleva aparejado la génesis de un sentimiento, aún muy poco desarrollado, de identidad europea, y una conciencia, aún muy débil, de superpotencia. Y desde las alturas de su aún no muy bien asumida condición de gigante internacional, la UE mira a su alrededor y, de su misma talla, sólo ve a los EE.UU. En la formación de una personalidad europea propia, la afirmación por contraposición a la personalidad estadounidense deviene inevitable.
Por su parte, los Estados Unidos, tiene una identidad colectiva mucho más fuerte y bien formada (ellos son un país, no un conglomerado de veintisiete) y una conciencia de su condición de superpotencia perfectamente asumida. Acostumbrados además a ser, tras la desaparición de la Unión Soviética, la única, de pronto ve aparecer por el horizonte otra y recela. Es muy significativo que los medios de comunicación norteamericanos pocas veces mencionen a la Unión Europea: hablan de las posiciones de Francia, de Alemania, de España, no de las posiciones europeas. Y abundan los análisis que quitan importancia al proceso de unidad europea y señalar los problemas que comportan uniones tan heterogéneas.
La interdependencia económica entre ambas potencias, sin embargo, es alta: la mayor parte de las inversiones europeas en el extranjero se hacen en Estados Unidos, y viceversa; la mayor parte de las inversiones extranjeras en la Unión Europea vienen de Estados Unidos. El importante déficit norteamericano en la balanza de pagos se está financiando, precisamente, con dinero europeo. Se habla mucho del crecimiento de las economías asiáticas, pero en 2003, las empresas estadounidenses invirtieron en toda Asia apenas más que en la pequeña Holanda. Uno podría pensar que esta elevada interdependencia económica sería un freno a la rivalidad. Por el contrario, los USA y la UE se han visto envueltos en situaciones no ya de rivalidad sino de verdadera guerra económica.
Por ejemplo, la disputa por el etiquetaje de los alimentos transgénicos, o por la admisión en el mercado europeo de la carne engordada con clembuterol. O las constantes escaramuzas para arrebatarse concesiones de grandes proyectos de infraestructura en otras zonas del mundo. Para ayudar a las empresas norteamericanas en estas últimas, el departamento de Estado utiliza sin rubor, para hacer espionaje industrial a las corporaciones europeas, la red de vigilancia construida en tiempos de la guerra fría. Gracias a esas ocultas ayudas de la CIA, una empresa estadounidense consiguió, hace unos años, arrancarle a una francesa un contrato con el gobierno de Brasil para establecer una red de satélites de comunicación sobre la selva amazónica.
En lo político, la mayor confrontación ha sido por el tema de la guerra preventiva y la invasión de Irak. En los países europeos, y precisamente a causa de sus respectivos pasados coloniales, que acabaron casi siempre en desastre, y de su sangrienta historia llena de conflictos bélicos en su propio territorio, existe un muy arraigado sentimiento anticolonial y contrario a la solución bélica. éstos no, o apenas, existen en los Estados Unidos, que no tiene conciencia de sí mismo como potencia colonial, sino como ex-colonia liberada, y, hasta el atentado de las Torres Gemelas, no había sufrido un ataque bélico en su propio territorio.
Los norteamericanos no perciben la invasión de Irak como tal invasión. En cambio, para los europeos, aunque sea a un nivel subconsciente, lo ocurrido allí, así como la doctrina de la guerra preventiva, se parece sospechosamente a lo que, en su momento, hicieron Francia y Bélgica en áfrica, o España y Portugal en América, o Alemania en Europa del Este. Dejo aparte al Reino Unido porque aunque, tal como señalaba el escritor inglés Tom Sharpe, también pasó por un proceso de descolonización que les abocó al empobrecimiento económico, todavía conservan una percepción subconsciente de sí mismos como potencia colonial. Ilusoria, pero ahí está.
Con todo, la oposición a la política estadounidense es muy notable entre la opinión pública británica, y el seguidismo del gobierno de Blair le ha costado más de un disgusto electoral. Ese subliminal anticolonialismo y antiintervencionismo de la opinión pública europea explica la automática impopularidad que cualquier intervención militar norteamericana despierta. Por todo ello, cierta rivalidad entre la Unión Europea y los Estados Unidos se está convirtiendo no sólo en usual sino, incluso, en inevitable. Falta que Europa deje definitivamente de hacerse el gallego (en inglés, hacerse el gallego se traduce como to beat around the bush, así que si hubiera escrito esto en inglés me habría salido un juego de palabras muy explicativo) y asuma realmente su papel como modelo alternativo occidental ante el resto del mundo y ante los sectores progresistas de la sociedad norteamericana.
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