«Este triste tiempo de putas» que nos ha tocado vivir. La última de García Márquez

Existe en nuestra civilización de Occidente algo que se llama tradición literaria. Que involucra en nuestras sociedades al autor de libros y al lector en un recíproco juego formal previamente convenido, el cual es quien habilita para los dos la posibilidad misma de la existencia de la literatura. La literatura entendida como el inevitable marco formal para una doble posibilidad del todo indisoluble: los consabidos actos de escritura y de lectura. Ambos momentos deben ajustarse a un previo acuerdo. Al respeto mutuo a un código originalmente arbitrario, más legitimado por el peso de la tradición. Sin ese pacto, que es sin duda social, la literatura, ni ninguna de las otras formas del arte, sería concebible.

Para intentar decirlo de otra manera: Toda obra literaria, sin importar para nada su envergadura, cumple la misma función que realiza en el teatro Guiñol la figura del muñeco polichinela. Podemos reírnos, conmovernos, reflexionar o llorar ante ese muñeco que se agita frente a nosotros sobre el entarimado de cartón. Pero, lo hacemos porque hemos convenido con el titiritero de la feria en aceptar y respetar los códigos, que prudentemente nos exige toda representación escénica para disfrutarla y entenderla. Y allí donde sólo habitaba lo ilusorio—tramoya y bambalina—, encontramos una nueva posibilidad de la palabra. Y no nos importan ya los falso techos, los juegos de luces del imaginario escénico y hasta el rutilante oropel porque la belleza a conquistado, para nosotros, su segunda y más humana naturaleza: La del Arte.

Después de la alegre noche de feria nos espera la vida en cualquiera de sus formas y particulares magnitudes. Porque de algún modo la representación, a la que acabamos de asistir, nos ha ayudado a comprender mejor algún rasgo de nuestra condición existencial habitualmente pospuesto por el vivir cotidiano. Es necesario entonces entender a plenitud el significado de la expresión «representación escénica». La cual se realiza no sólo para que asistamos en ella a la contemplación pasiva de lo ya vivido, sino para llegar a vivir activamente en ella lo nunca vivido, a no ser como intuición pura, mediante los recursos de la imaginación creadora y la sensibilidad estética.

«Memorias de mis putas tristes», es así la representación escénica de algo que fue técnicamente concebido, para que formalmente lo entendiéramos como un acto cristalizado de la memoria. De nuestra mala memoria, cabe decir. Aunque no por el olvido, sino por la exhaustiva e insistente atención a cada detalle que convierte lo contado en memoria extenuante. «Memorias…» es el discurso memorioso de lo ya vivido. Monólogo interior que obviamente nos cuenta lo anterior.

«Memorias…» es además lo que de hecho nos asalta desde los márgenes donde habita y amenaza lo «No literario». Más que sacude la fibra misma de toda verdadera literatura. De cada concepción profundamente humana. De cualquier escritura, que se precie de serlo, cuando es observada al margen de los criterios y motivos ulteriores del autor y las convencionales exigencias del habitual quehacer literario. Quehacer que deslabra hoy por igual los rostros estereotipados de autor y público.

Y si bien es cierto que el título resulta bastante comercial—García Márquez es hombre experto en marqueting—, es válido opinar que en el contexto puro de la novela el título se justifica perfectamente.

«Memorias…» es un texto triste. Memoria triste… Bastaría invertir la sintaxis de la oración para darnos cuenta que las tristes no son las putas. Lo es, por el contrario, la memoria que las narra. Escrita sobre esos mismos temas sobre los cuales se han escrito buenas y malas (melodramáticas) novelas. Memoria triste del narrador que es además escritura y personaje. Novela de un escritor transpuesto al texto donde se evoca una fracasada y aún picara remembranza.

Opino que esa novela es un texto implacable erigido acaso contra sí mismo. Memoria, monólogo y soledad donde los personajes ya no existen, nos vuelven a ser contados, representados en un tiempo vuelto a contar como milagro casi exclusivo de la literatura… Pero, ¿cuál es ese tiempo? Precisamente el que la da título a la novela: Este triste tiempo de putas que nos ha tocado vivir.

«Memorias…» es de este modo el espacio ubicuo, en cuanto estrictamente literario, donde asistimos a la memoria del gran polichinela.

Algo más: casi me atrevería a plantear, que «Memorias…», es, entre los suyos, el único texto realmente importante de García Márquez que nos sugiere, paradójicamente, una solución optimista. A «Memorias…» la percibo como ese tardío texto que un implacable escritor se regala a sí mismo porque lo necesita. Escrito incluso como un acto de ternura hacia sí mismo. Una novela que nos ha llegado como invaluable regalía de los tiempos postrimeros de un genio literario. Texto que llega sorteando audazmente los peligrosos escollos de un cosmos muchas veces mórbido, y muchas veces desolado, donde el mal gusta anunciarse antes de llegar y regresa cíclicamente a nosotros, negándonos finalmente otra oportunidad sobre la tierra. Es lo que algunos llaman el crudo realismo de Gabriel García Márquez. Un escritor que en términos literarios pocas veces ha estado dispuesto a hacer concesiones en ese sentido. Tampoco las hizo Cervantes. Una literatura que es, entre otras cosas, la gran crónica de un realismo latinoamericano que se debate entre nosotros sin nociones claras de futuridad, entre tanto nos narra la miseria y la grandeza del poder, el amor, la violencia, el incesto y las compañías bananeras de la United…

García Márquez tuvo 10 años de silencio antes de entregarnos esta nueva escritura (Que rogamos no sea la última, ni siquiera la penúltima). Sin embargo, me afirman, que «Cien años de soledad» le tomó redactarla sólo 18 meses.

A «Cien años…» García Márquez llegó por aproximación. Hubo toda una serie de textos – libros preparatorios para llegar a esa novela. Fue aquella escritura la consecuencia de una serie de borradores, o creaciones previas, que le abrieron poco a poco el camino hacia una obra capital. Los azarosos 18 meses que le tomó redactarla consistieron sólo en el efecto inmediato (¿iluminación?) de una larga consumación personal. Dato que me recuerda la respuesta que diera la ensayista cubana Mirtha Aguirre, a la pregunta sobre qué tiempo le llevó escribir su importante estudio sobre la mejicana Sor Juana Inés de la Cruz. Mirtha respondió: «Escribirlo un mes, pensarlo toda la vida».

García Márquez siguió mucho tiempo gravitando sobre el enorme peso de esa obra, del mismo modo que muchos escritores y lectores latinoamericanos todavía lo hacemos. Escribir es como oficio de camello. Rumiar, rumiar y rumiar por x tiempo y un día realizar la emunción de todo lo que teníamos dentro. Entonces puede dar la sensación de que fue fácil. Pues quizás la emunción sólo duró algunas semanas. Más nadie puede prever con certeza qué tiempo se necesitó realmente para ello. Y cada obra, breve o extensa, tiene su propio tempo. Nada de veras grande aparece por arte de birlibirloque. Por el contrario, aparece mediante un lento proceso de acumulación. No debería ser válido medir las creaciones por el tiempo de emunción. El cual suele ser casi siempre contingente. Depende de miles de factores muchas veces puramente casuísticos o incluso psicológicos. Es a la obra en sí misma a la que hay que enfrentarse.

Algo más: Los grandes textos de la cultura tienen su propia historia. Obedecen a un destino prefijado dentro del marco de la tradición literaria de un pueblo, de una cultura. Y crean, esos grandes textos, sus propios antecesores literarios. Su propia órbita y su propio tiempo histórico. En América Latina se necesitó de la madurez alcanzada por el llamado «boom» de la nueva literatura, para que surgiera entre nosotros ese gran imaginario que es «Cien años de soledad». En el entreacto ya habían ocurrido en América 500 años desde el Descubrimiento. Y sin en ese inevitable retablo histórico fuese hoy impensable la obra de García Márquez.

Si se necesitaron en América de 100 años de soledad y más para que esa novela irrumpiera en nuestro horizonte literario, ¿qué puede importar entonces que sentarse a escribir las putas tristes tomara sólo 10 años?

No obstante, debo agregar que «Memorias de mis putas tristes» es claramente otra cosa. Es la vieja historia encantada. La consabida y recurrente historia, que en los límites mismos de la escritura en que confluyen realidad y poesía, narra el amor de un anciano esteta por la virgen a la que cada noche acude a contemplar dormida, cual la obra perfecta e intocada de su sueño senil. La consabida y recurrente historia de su asombrosa gloria literaria. De su más asombrosa orfandad.

Una historia tan recurrente que a García Márquez no le ha importado retomarla, de forma inmediata, de una buena novela japonesa. Pero, la pupila de Rosa Cabarcas es algo más, mucho más. Es la siempre eterna Bella durmiente del bosque.

Debo agregar que prefiero el primer capítulo al resto de la novela. Donde pienso que sólo existieron ajustes narrativos, entendidos como la necesidad de convencer al lector, según lo pactado, de que estaba leyendo una novela que no se agotaba en la página número 20. Y creo que pudo convencer muy bien a más de un lector de ello.

Lo que sucede es que al leer, y releer, el primer capítulo tuve allí la profunda convicción que a la expresión literaria no le quedaba por decir nada más pues había alcanzado, en esas pocas páginas, su máxima posibilidad. Tal vez se deba a que no soy buen lector de novelas. Me fascina mucho más la expresión que la anécdota. Y la idea expresada o intuida a través de la forma, que el despliegue de páginas enteras, tratando de convencer al lector de lo que a mí ya me había convencido desde el principio.

«Memorias…» es un gran acto de la memoria. El ajuste de cuentas de un anciano consigo mismo. Y un pretexto para la mejor expresión literaria. Para ratificar entre los que lo leemos una vocación de permanencia. Todo novelista es el memorioso por excelencia. Aunque paradójicamente no pueda existir para un novelista algo más preciado que una mala memoria bien utilizada. Es la mala memoria la que nos permite cubrir los espacios en blanco de la mente mediante la imaginación creadora. Es lo que Marcel Proust quizás no nos explicó de un modo convincente: no nos debe bastar volver hacia el pasado mediante una memoria asociativa en cuanto regresiva; es necesario volver hacia el pasado mediante una acción profundamente creadora. A veces la imaginación puede llegar a implicar lo que nuestro pasado jamás implicó. A veces la imaginación puede llegar a explicar lo jamás explicado.

En torno a esto hay en el primer capítulo de «Memorias…» una muy oportuna, acaso contradictoria, cita del latino Cicerón que reza textualmente: «No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro». Obviamente, los lectores sabemos cuál es el más grande tesoro del anciano Gabriel García Márquez. Aunque pudiéramos añadir que lo que un buen anciano recuerda mejor es sólo lo esencial.

Quisiera ahora, para concluir, copiarle al lector unos breves versos del poeta español Gerardo Diego que el autor de «Memorias…» trascribió expresamente para su cuento «El avión de la bella durmiente». Cuando según él ya había leído «La casa de las bellas dormidas» de Yasunari Kawabata. Aunque tal vez no había aún imaginado dormida a la joven pupila de Rosa Cabarcas. La Bella durmiente del prostíbulo. Tan pobre y tan prostituida como la palabra contemporánea. La cual ejecuta todos los días, ante el tan convencional lector moderno, su propia y desbastada representación escénica. Intacta para nosotros, lectores de García Márquez, como la única posibilidad de supervivencia de la poesía…

Pienso que dejarla dormida fue la única opción real que tuvo un verdadero esteta. Porque esa es la tragedia de una escritura que se resiste a contarnos la historia jamás contada. Inimaginado Castillo de la Pureza. Su Fortaleza y su Signo. De los 7 Dones de la Doncella solamente uno le fue conferido: El de la misma escritura. Bella durmiente secular. Cien años y más dormida. Lo que estuvo siempre prohibido no fue el sexo, sino la ternura. Espacio ahuecado debajo del entarimado de cartón donde los niños traviesos de las ferias husmean, queriendo descubrir allí la gracia sin nombre del gran polichinela…

Aquí están por fin los versos de Gerardo Diego:

«Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados».


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