Estafadores históricos: las leyendas de Arthur Furguson y Victor Lustig

En la historia ha habido un buen número de mentirosos y estafadores. Sin embargo dos ellos realmente se llevan los laureles por su inventiva, y si se quiere, inocuidad, el escocés Arthur Furguson y el alemán Victor Lustig. Todo el mundo tiene un don, y el de este par era una colosal habilidad para hacer una venta. Como muchos otros genios, ellos nunca se enteraron de que tenían esta capacidad hasta que en un momento dado se mezclaron inspiración y oportunidad dejando salir lo mejor, o peor, de ellos.

La oportunidad de Furguson sucedió en Londres, una mañana de verano de 1923. La inspiración: un ingenuo millonario norteamericano de Iowa que admiraba la Columna de Nelson en Trafalgar Square. Haciéndose pasar por guía, Furguson se acercó al americano y le explicó que la estatua en la columna era del Almirante Horacio Nelson, el héroe más querido de toda Inglaterra, y que era una verdadera lástima que tuviesen que deshacerse de ella. Lamentablemente, Inglaterra estaba en problemas económicos y no podía mantenerla por eso habían puesto a la venta la columna, los leones, las fuentes y hasta al mismísimo Nelson.

Curioso, el americano le preguntó el precio.

—Apenas £6000 libras —replicó Furguson—, sin incluir el costo de desarme y el transporte claro. Pero eso no es lo más importante. La corona está haciendo hincapié en que el comprador tiene que ser alguien que aprecie estos grandes monumentos de la antigua gloria de inglesa.

Furguson entonces se presentó como el encargado de hacer la venta, y explicó lo difícil y triste que era su tarea. Casi inmediatamente el americano le rogó que le ayudara a comprar el monumento. Tras hacerse el duro por un rato el vendedor accedió llamar a sus superiores para ver si aprobaban la operación, aunque no prometió nada.

El escocés volvió en minutos. El trato estaba hecho, Gran Bretaña estaba lista para aceptar el pago inmediatamente y sellar el trato sin más demora. Cheque y factura fueron intercambiados en el sitio, y el comprador recibió la dirección de la compañía que se encargaría del desmantelamiento y envío.

Furguson cobró el cheque de inmediato. El comprador se dirigió a la contratista que se encargaría de envolver el regalo más grande que le había comprado a su esposa. Pero para su sorpresa, estos se negaron a hacer el trabajo explicándole el porqué mientras aguantaban la risa. Y no fue hasta que Scotland Yard se presentó y le dijo que la venta era imposible, que el comprador cayó en cuenta que lo habían estafado.

Ese verano fue uno de los mejores en la vida de Arthur Furguson. La policía por otro lado, no la estaba pasando tan bien. Otro americano se había quejado de haber pagado £1000 por el Big Ben, y otro de que había pagado £2000 como inicial por el Palacio de Buckingham.

Como la policía empezó a cercarlo y se había dado cuenta de que su mejor clientela estaba constituida por americanos, Furguson hizo lo mejor que podía hacer, mudarse a los Estados Unidos, donde vivió de estafas menores hasta que reapareció en Washington en 1925. Año en que un ranchero millonario de Tejas se apareció en las puertas de la Casa Blanca con un camión de mudanzas, un par de días antes había alquilado la Casa Blanca a un oficial del gobierno por $100.000 anuales por 99 años. El primer año pagable a la firma del contrato.

$100.000 dólares hoy en día son una fortuna, pero en 1925 era algo astronómico, definitivamente más que suficiente para que Furguson se retirara y no volviera a trabajar un sólo día por el resto de su vida. Pero la vanidad y codicia no se lo permitieron y enseguida empezó el preparar el último y gran golpe en su corta carrera en el negocio de bienes raíces.

En esta su víctima fue un hombre de Sydney, Australia. Paseándose por el bajo Manhattan en la ciudad de Nueva York, Furguson abordó al australiano, a quien ya le había averiguado la vida y le contó como la bahía de Nueva York iba a ser ampliada en un par de años, y la Estatua de la Libertad estaba atravesada en medio del proyecto. Y como el sentimentalismo no podía ponerse en el camino del progreso, el gobierno estaba preparado para vender el monumento a cualquiera dispuesto a pagar por su desmantelamiento. Ese mismo día se cerró el trato en el pedestal de la estatua, con una fotografía de ambos dándose la mano.

De inmediato el hombre empezó a comunicarse con financistas australianos para reunir los $100.000 que el gobierno federal requería como deposito para asegurar la venta. Cuidadosamente Furguson no se movió de su lado, cuidando que no se comunicara con cualquiera que pudiera echar por tierra sus planes.

Pero las cosas no salieron tan bien como de costumbre. A los contactos del australiano les estaba costando trabajo reunir el dinero, y el estafador empezó a impacientarse y a presionar a su víctima. Esto le pareció sospechoso al comprador que sólo para asegurarse fue a las autoridades con su fotografía. La policía sabía muy bien del súper vendedor de monumentos y con la ayuda del australiano, lo arrestaron mientras esperaba la transferencia desde Sydney.

Furguson fue condenado a cinco años de presidio por el delito de estafa. Una pena pequeña comparada con la fortuna que había hecho. En 1930 salió en libertad y se mudó a Los Ángeles, California, donde vivió tranquilo y sin nervios, cortesía de sus ex-clientes, hasta que murió de causas naturales en 1938.

Victor Lustig, al contrario de Furguson, era un hombre más sofisticado, que no contaba con el azar como método de hacer negocios. Un verdadero profesional, cuyas estafas son del material del que están hechas las películas.

Literalmente la oveja negra de su familia, Lustig se había dedicado por años a timar incautos en los trasatlánticos entre Europa y América cuando leyó en el periódico una noticia que le daría una idea.

En 1925, Francia luchaba por salir de la crisis causada por la primera guerra mundial, y entre tantos recortes en el presupuesto a algún genio se le había ocurrido la idea de tumbar la Torre Eiffel. La Torre había sido construida para la Exposición Mundial de París de 1889, y nunca fue la intención dejarla de forma permanente. En el plan original el proyecto dejaba en claro que la misma sería desarmada en 1909. Pero entre la guerra y la crisis económica había sido imposible hacerlo y la misma yacía como una gran chatarra inevitable en pleno centro de París.

Basado en esto, y en compañía de otro estafador llamado Dan Collins, Lustig vio el momento perfecto para aprovecharse de la situación.

En mayo de 1925, haciéndose pasar por el Director General del Ministerio de Información y Telégrafos, invitó a los cinco recicladores de metal más importantes de Francia a reunirse en el Hotel Crillón de París, donde les explicó que la torre iba a ser desmantelada. Los costos de mantenimiento eran enormes y su preservación, se había decidido, no tenía ningún fin práctico.

Por eso estaban abriendo la licitación por el contrato de remoción de las 7.000 toneladas de hierro de alto tenor, y las ofertas debían ser enviadas al día siguiente bajo el más estricto secreto.

Lustig había estudiado cuidadosamente a cada uno de los empresarios, y de antemano había decidido quien ganaría la licitación. Su nombre era Andre Poisson, un tipo inseguro empeñado en escalar dentro de la sociedad francesa, donde no era visto con muy buenos ojos por su carácter de nuevo rico. Analizándolo, Lustig llegó a la conclusión que Poisson tendría la mayor garra para quedarse con el contrato ya que esto le daría el prestigio y la proyección que anhelaba, y sin siquiera abrir los demás sobres lo llamó al día siguiente para informarle que como ganador de la licitación, tenía que presentarse inmediatamente en el hotel con el monto ofrecido.

Lustig había elegido el Hotel Crillón por que en sus salones solían llevarse a cabo reuniones gubernamentales y diplomáticas, y esto le daba un cierto toque de oficialidad a su plan. Pero a pesar de esto Poisson le preguntó por que lo había citado allí, en vez de en el ministerio. Lustig le ordenó a Collins, su supuesto secretario, que abandonara el estudio. Y sobre la marcha, inventó la forma de hacerse con un poco más de lo que ya se había ganado.

-La vida de un oficial del gobierno no es fácil. —explicó— Siempre debemos lucir bien, socializar y todo esto con un salario miserable. Por eso es costumbre cuando se acepta un contrato del gobierno que el oficial reciba un…

Lustig no tuvo que terminar. Poisson había entendido perfectamente, el hombre quería una tajada y este estaba dispuesto dársela. Enseguida entregó dos cheques, uno por el contrato, otro para el Director General, y con una sonrisa en los labios se marchó feliz a celebrar el negocio de su vida.

En menos de una hora, Lustig había cobrado los cheques, cuyos montos nunca fueron revelados, y junto a Collins tomó un tren rumbo a Viena desde donde siguió de cerca las noticias en los periódicos. Pero la estafa nunca apareció en ellos. Poisson, demasiado avergonzado por haber caído en un truco tan barato, nunca tuvo el valor de reportarla a la policía.

Sorprendidos por esto, Lustig y Collins concluyeron que si lo habían hecho una vez podían hacerlo de nuevo. Regresaron a París y volvieron a enviar sobres a otro grupo de recicladores, a uno de los cuales le vendieron la torre una segunda vez. Pero esta vez no tuvieron tiempo de cobrar el cheque.

Lustig escapó a los Estados Unidos, donde continuó practicando el arte de la estafa hasta que finalmente fue capturado por falsificación de moneda y enviado a Alcatraz hasta el día de su muerte el 9 de marzo de 1947.

Cuando los oficiales de la cárcel llenaban su certificado de defunción le preguntaron a los compañeros de Lustig si sabían cual había sido su profesión. Los hombres se vieron entre si y le contestaron con una sonrisa. El oficial escribió en el documento, PROFESIÓN: VENDEDOR.


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