La nueva película de Robert Rodríguez, «Once Upon a Time in México» no es una obra de arte. Ni siquiera es la mejor dentro de su repetitiva filmografía. Pero la forma en que Rodríguez logró establecerse fuera de los parámetros estéticos comunes en Latinoamérica, podría comenzar una revolución dentro del cine local. Para explicarles porque una película mediocre estadounidense como esta, puede ocupar un sitial de honor en el cine latinoamericano, déjenme hacer algo de preámbulo.
Uno de los problemas más influyentes del arte audiovisual latinoamericano tiene que ver con el concepto de la belleza. Ver una película o una novela mexicana, colombiana venezolana, etc, es penetrar en el mundo de nuestra identidad perdida en tal confusión cultural, que la razón por la que no funcionan a nivel global, es porque tratan demasiado de parecer algo que no son. Si los alemanes quieren ver una película con gente parece alemana, ven una película alemana.
Y en la televisión el problema es más grave que en el cine, pero sólo porque se hace menos cine que TV. Aquí la confusión sale a relucir cuando poco de lo que se produce se parece al país de origen. La televisión y el cine latinoamericano prácticamente están dirigidos al público anglosajón, como si fueran hechos para la exportación. O para aquellos que parecen anglosajones pero tristemente (según ellos) viven de este lado del Atlántico o por debajo del Río Grande. Lo cual desde el punto de vista publicitario es sumamente contradictorio, ya que ¿cuál es el porcentaje de esta población en todo el continente excluyendo a Argentina?
A pesar de que fácilmente se puede interpretar esto como racismo, el empuje y la aceptación de sus productos nos llevan a concluir que no es así. Que es algo que va más allá y más profundamente de lo que creemos. Las novelas, por ejemplo, giran en su mayoría sobre la misma historia escrita hace décadas, con alguno que otro cambio de locación, nombres y motivos. Pero los clichés permanecen constantes. Usualmente incluye dos familias principales, una rica (tienen una gran empresa, por lo que no trabajan) y una pobre (gente honesta trabajadora y fiel, jamás se han robado un peso o se han caído a tiros en el barrio), que tienen que lidiar con el conflicto socio-cultural y económico del amor que nace entre dos de sus miembros.
Hasta aquí todo va bien. Entonces abrimos los ojos. No es que haya algo en contra de que Grecia Colmenares, Jeannette Rodríguez, Víctor Cámara, Ricky Martin, eeeeetc. hagan novelas, ellos existen en realidad en Latinoamérica y como tales pueden ser personificados en obras de este tipo. El problema es cuando estos actores se convierten en el estándar del medio y convierten a la población de un país en un anti-cliché.
No hace mucho hablaba con unos vecinos salvadoreños en el lobby de mi edificio. Los muchachos pueden muy bien no tener en su cuerpo ni una gota de sangre que no sea original americana. Y estaban sorprendidos de que yo fuera venezolano porque creían que todo el mundo era rubio en mi país. Al preguntarles que de dónde habían sacado eso, la repuesta no fue una sorpresa: las novelas.
En Hollywood los latinos se quejan de ser estereotipados porque son encasillados en roles relacionados con profesiones indeseables: narcotraficantes o criminales comunes. En Latinoamérica el pecado es crear la ilusión de que todos son anglosajones y esto es mucho peor que ejercer cualquier profesión, porque eso es algo que no podemos cambiar. Lo interesante de este asunto no es que se hagan, las televisoras son libres de hacer lo que les da la gana (como lo están haciendo), sino que el público vea sus programas y se sienta identificado con sus protagonistas.
La razón porque las productoras audiovisuales hacen esto es porque vende, y esto lo saben sin haberlo estudiado ellos mismos. Sólo porque los enlatados venden, los hechos aquí como si fueran de allá, deberían vender también, y lo han hecho a un precio social que se mide en amor propio y pérdida de identidad.
La creencia de que lo extranjero es bello y la forma correcta de hacer las cosas, hace que de esta manera se pretendan vender productos o elegir protagonistas de programas de televisión bajo los mismos esquemas que en otros países, donde los mismos no son extraños porque son reales. Por esto uno no puede dejar de ver las propagandas de comida para carajitos en Latinoamérica con cierta repugnancia que no tiene nada que ver con la comida.
Por eso es una belleza cuando nos damos cuenta de que en la película de Robert Rodríguez, todo el mundo parece latino. Empezando por Banderas y hasta el machote de Pedro Armendáriz que ya debe estar pisando los cien años, por cierto.
Robert Rodríguez, escribió, dirigió, editó y según los créditos, hasta cantó una canción de «Erase una vez», lo cual tiene que haber influido mucho en el hecho que el elenco es completamente étnico.
En el cine y especialmente en la televisión latina, no existen actores de carácter como el indio Danny Trejo, que le da vida en esta película a Cucuy, un matón a sueldo con cara de pocos amigos. Trejo en Venezuela, en el mejor de los casos, hubiese logrado trabajar de bedel en alguna parte, nunca en un canal de televisión.
Cucuy es un estereotipo de las películas de vaqueros de Hollywood. Es indio, es malo, es un asesino. Pero no es el estereotipo en sí lo hay que tomar en cuenta, sino la dignidad del rol que tiene. Al Pacino es un asesino mafioso italiano en El Padrino. Sin embargo su papel no es ofensivo. Es una representación digna de un peonaje sin aludir a su naturaleza con malas intenciones. Cucuy lleva gran parte de la película, y cuando desaparece de la misma, uno se pregunta si la película podrá seguir adelante sin su presencia.
Además, existe un equilibrio tal entre los caracteres de origen latino y los estadounidenses que hace que «Once Upon a Time» sea más que una película latina, una película sobre latinos. A pesar de que está hecha en los Estados Unidos.
Hollywood es el sueño para todos los actores del Planeta, que muchas veces niegan, sólo por saber que jamás llegarán a trabajar allí. Y la razón por la que nunca lo harán es por los parámetros equivocados con los que se mide el talento en Latinoamérica. Salma Hayek, que trabaja en «Once Upon a Time», comenzó su carrera en México haciendo telenovelas. Era cachifa.
Con su tipo étnico le hubiera costado mucho llegar a protagonizar, pero con todo lo que se pueda decir de Hollywood, de este lado de la frontera, esto no es lo más importante. Claro que tú quieres tener actrices que sean bellas, ¿quién demonios quiere pagar 10 dólares para ver una mujer fea en el cine?, pero lo más importante de todo es tener talento. Porque usando el mismo razonamiento, ¿quién demonios quiere pagar 10 dólares para ver una novela en cine? O poniéndolo mejor, como lo dijo la misma Hayek, lo peor que le puede pasar a un actor de talento en México, es ser de México.
Una película no funciona por el look de sus actores. Puede que funcione por la química entre ellos. Pero el talento es necesario y puede sobrepasar en importancia cualquier otra cosa. Por eso cuando vemos al mundo latino de Hollywood no es extraño ver caras que brillan por su ausencia en las pantallas de América Latina: Anthony Quinn, Salma Hayek, Rubén Blades, César Romero, Rita Moreno, Wilmer Valderrama y Gael García.
Viendo «Once Upon a time in México», se siente lo mismo que cuando se ve una película independiente enlatada. ¿Por qué si ellos (Europa, Hollywood, Hong Kong) pueden hacerlo, nuestros países no pueden?. Mirarse en el espejo quizás ofrezca algunas respuestas.
Pero en otros aspectos la película no es muy brillante. La última en la serie de películas sobre El Mariachi sin nombre no es la mejor de ellas. Robert Rodríguez asimiló muy bien el estilo de Sam Peckinpah y sobre todo de Sergio Leone en su primer y segundo episodio, pero el haber producido tres «Spy Kids» en tres años, quizás le haya ablandado un poco el cerebro.
«Once Upon a Time» funciona muy bien en ciertos niveles, pero en otros parece ser llevada a cuestas por un director con demasiadas obligaciones que hacen preguntarse si en vez de llamarse «Once Upon a time en México», debió llamarse «Por unos dólares más».
En esta película encontramos de nuevo a Banderas como El Mariachi sin nombre (Eastwood era el vaquero sin nombre de Leone), aguantándose las ganas de venganza contra un militar mexicano que le cambio la vida entre la primera y segunda película, y que está retirado en un pueblo de fabricantes de guitarras. Esto no dura mucho y la película se convierte en una demostración de fuegos pirotécnicos cuya calidad nos aseguran que sí, el mismo Rodríguez los hizo solito.
Hayek se presenta en un cameo tan corto que acompañado por un segundo crédito en la película simplemente nos hace sospechar un chanchullo. Pero la historia es más complicada que esto e incluye un ex-agente de la CIA, el jefe de un cartel de la droga (Willem Dafoe haciendo el papel del señor de los cielos), y un golpe de estado en México.
A pesar de todo el star power de la cinta, es Johnny Depp, quien lleva la historia de la mano hasta su final. En muchas escenas estamos seguros de que simplemente está improvisando y Rodríguez le deja ser como el agente del FBI manejando todo el guión, en un rol que es algo difícil de explicar.
La escena final de la película, con Depp y un niño mexicano hablando bilingüe está entre lo mejor y más imaginativo que se ha hecho en el cine en mucho tiempo. De hecho, la película, algunas veces subtitulada, es en gran parte hablada en español sin traducción, lo cual es cuando menos arriesgado dado que el principal mercado al que va dirigida la cinta, el estadounidense, rara vez acepta este tipo de condiciones. Por otro lado dice mucho de la penetración de la cultura hispana en EE.UU., que siendo ya la minoría más grande del país, ha visto su lenguaje expandirse en últimos años.
A pesar de sus problemas de guión, «Once Upon a Time» es una película entretenida que definitivamente tiene sus momentos y no está mal para olvidarse por un rato de cualquier problema que tengamos. De hecho es perfecta para ese día en que en la televisión no hay más que telenovelas.
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