Ensayo de amor o el suizo que desconozco

Después de un tedioso proceso de llamadas telefónicas, cuadre de horarios y demás quehaceres necesarios a la hora de salir más de dos personas, por fin estábamos celebrando un año más de vida de un amigo, quien tiene por costumbre antojos incalculables en cualquier mujer de seis meses de embarazo. Su último capricho fue un playazo en donde fuéramos como 15 personas en dos carros. Una vez fuera del peñero, pies en tierra y habiendo colonizado una sombrita en el arenal, comenzaron los martirios de cualquier día de playa.

El sol paseándose de un lado a otro mientras nosotros perseguíamos la sombra de las palmeras, la arena inevitable, omnipotente y omnipresente y los infaltables niños que deciden correr cerca del sitio que escogiste para extenderte a leer, mientras cuentas los minutos para salir corriendo a casa y su agua dulce.

Sin embargo, en esta ocasión entretuve las horas en adivinanzas de sexos, edades y números de personas que llegarían en los sucesivos peñeros, inclusive haciendo cálculos de exactitudes insuperables con sólo muestrear dos o tres carabelas. Así fue como de pronto, en uno de esos pequeños maderos flotantes cargados de rostros impersonales que se transfiguraban en estadísticas, apareció una dama que hizo sobresaltar mis datos, cubriendo de tonos azules las hojitas de apuntes que me acompañaban.

Era una chica esbelta, de figura delgada y cabello oscuro, el prototipo de mis mejores tiempos, con un reflejo de días europeos y noches caribeñas y una mirada…bueno, realmente tenía lentes oscuros así que tuve que conformarme con imaginar sus ojos.

No pude quitar mi mirada de sus pasos hasta lograr ubicarla en la inmensidad de la playa que ahora se hacía gigante, y decidí sin más, pasear por la bonita costa, entretejiendo niños que gritaban dulcemente mientras danzaban como peces de un lado a otro.

Al llegar al frente de su espacio, después de haber destruido descuidadamente con mis pasos al menos tres castillos de arena y frustrado igual número de ingenieros, nuestras miradas se cruzaron por momento, y entonces llegó a mí esa sensación que bien conozco y sin pensarlo dos veces, baje la cabeza mientras me escabullía en el fútbol de los amigos.

A pesar de mi timidez advertí como tenuemente saltaron algunas miradas desde atrás de sus cristales y chocaron —no se si por azar o por el movimiento constante de los jugadores— contra mí. Entonces pensé que era el momento de acabar con el juego. Este pensamiento se vio concretado una vez que por estar distraído y tratando de ubicarla en playa, los contrarios aprovecharon el idilio y alcanzaron nuestra meta en múltiples ocasiones.

Una vez celebrada la derrota, asistí a su encuentro pero me frenó el encontrarla distraída y entregada a la lectura, así como tres tías, dos señores, dos comadres, el perrito y cuatro niños, sin contar los primos de igual corte europeo, que reposaban a su lado, entonces, con otro gol en contra me refugié en la sombra que por ser mediodía, era fácil de alcanzar debajo de cualquier cosa.

No dio tregua a la lectura, que sólo interrumpía por breves instantes para compartir con la familia, pero sin salir del periplo que se tejía entre Italia y España mientras yo seguía al otro lado del mar, en una Suramérica reseca por lo pequeño y vertical de mi palmera, sentado y maquinando algún ataque de contra-colonización temprana. Pero todo fue inútil, y ya empezaba a dar por cerrado el capítulo.

Quise volver a los cálculos, pero era inútil. Había comprendido lo aburrido de contar personas bajándose de barcos, y fue cuando decidí a meterme al agua y darme un baño de agua fría. O por lo menos en la orillita, hasta donde me llegue al pecho, debido a mis precarias dotes como nadador.

Entonces ella, decidida, se paró y comenzó una marcha firme en mi dirección, ayudada por mis desaliñadas brújulas que cambiaron prontamente el rumbo hacia sus azules ropas pequeñas y excitantes alusivas. Pero cuando ya estaba lo suficientemente cerca como para dar el siguiente paso —el cual yo ignoraba por completo, pero estaba seguro que algo se me ocurriría—, escuché una voz que la llamaba y recordándole que había olvidado los lentes.

Sin pensarlo salió del agua, mientras yo, desorientado y sin rumbo aproveché el grito de un amigo para demostrarle lo agradable de jugar al fútbol con ellos en el agua. Ella, volvió al mar con los extraños lentes en la mano, acercándose un poco, y antes de llevarlos a su cara, clavó una mirada desnuda en mi rostro, que debió parecer petrificado ante sus ojos, para luego, sumergirse con igual facilidad en el líquido salado y azul y en mi mente .

Permaneció sumergida largo rato y yo, acostumbrado a mis cortas inmersiones de exploración rápida, con objetivos claros y concretos, de las que llaman chapuzones, hasta comencé a preocuparme por su vida, cuando de pronto un balonazo me recordó lo del partido de fútbol y el agua salpicándome en la cara me ubicó en la celebración del cumpleaños. Acechante, pensé en acercarme, pero no tardé en comprender sus habilidades como nadadora y tras quince intentos fallidos para mantenerme en flote aunque sea un minuto, me recordé las clases de nado con el profesor Visbal, quien me devolvía el dinero al terminar las vacaciones que invertía en aprender a nadar para poder ir a la playa.

Como una sirena se sumergía durante ratos interminables y aparecía en algún punto cada vez más distante, mientras yo permanecía clavado en la orillita, medio mojado y medio seco, tocando balones mientras trataba de ubicarla entre pelotazos y patadas.

Así de pronto, ya derrotado, porque perdíamos tres a cero el partido, por fin se decidió a salir un poquito del agua, y con esa persuasión típica de quien está pendiente de algo que quiere que pase, pude advertir en sus frágiles movimientos una tenue invitación burlesca a acercarme.

Pude notar en su mirada las ganas incólumes de pedirme que me adhiriera a su baile húmedo y salado, y entonces empecé con disimulo triunfal a dejarme hacer los goles —habiendo estudiado mis desempeño futbolístico, ya sólo me exigían portear— mientras captaba sus miradas punzantes.

Sin darme cuenta, las hormonas me inundaron la cabeza y asumí la actitud típica del macho venezolano, y engalanando mi juego, comenzó una demostración de mis habilidades en la cancha, empecé a hacer una serie de paradas inimaginables —inclusive para mí—, y pude detener cuanto tiro se acercaba amenazante a la puerta. Pero también sin darme cuenta, hice casi interminable el partido, permitiendo que mi equipo empatara mientras yo perdía la oportunidad de conocerla.

Quizás ya cansada de esperar —o tal vez por no entender el juego—, salió del mar, tomó su cámara y comenzó una cacería de las sacras imágenes que habitan rígidas las piedras de la playa, cuando entre celebraciones de goles me fui caminando hacia ella decidido y seguro. No podía esperar un momento más.

Casi no cabía en mí cuando ya muy cerca de su sombra una sonrisa dulce y armoniosa recibió mis saludos. Esa mirada profunda y serena que otrora me invitaba, ahora enjuiciaba mis palabras y el sano temblor de la duda llenó mis frases tartamudeadas que preguntaban sobre el libro que leía.

Así supe que derramaba sus horas en ensayos de amor de un autor suizo cuyo nombre me vino a la cabeza como otro balonazo, sembrando un gol imparable que se diluyó entre sonrisas y frases entrecortadas. Una vez más nada se me ocurriría.

Como de costumbre me confundí en preguntar cosas del autor y otras tonterías del momento, pero por su acento pude ubicar sus horas de niña en la España mediterránea. Sin embargo, en el mismo acento pude desdibujar su nacionalidad venezolana y su gusto por el autor suizo. Pero una vez que salí del trago inicial y empezaba a tomar control de la situación, escuche una voz áspera y tajante que atravesaba la arena mientras anunciaba lo tarde que era, pregonando improperios hacia mí por la demora, preguntando con tono de respuesta ya obtenida «Negro, ¿tu estás listo? Hace rato que llegó el peñero… ¡vámonos pues…!

Allí entendí que ese sería el regalo de cumpleaños de mi amigo. Quizás su ultimo antojo de este enero. Adiviné en sus finos labios la llegada de una sonrisa quijotesca y burlona, y mientras se encogía de hombros sus cejas se elevaron avisando la hora y el apuro de mi amigo. Espantando de mi mente las preguntas y los suspiros, el neo-tartamudeo refloreció y apenas pude decirle que era hora de irme. Sin querer dar un toque dramático a nuestro encuentro de dos minutos le suspire un nos vemos, sin poderle decir que nunca dije nada porque me parecía impropio usar un tal autor suizo de cuyo nombre no quiero acordarme y a quien evidentemente no conozco, como excusa para decirle que me había impregnado de ella.


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