El verdugo de Petare

Cuando era cadete de una de las escuelas militares, conocí a un personaje que a veces recuerdo en pesadillas. Había sido oficial de inteligencia y pasado años infiltrado en la guerrilla colombiana antes de ser descubierto, torturado y rescatado por la Guardia Nacional en una misión comando que lo salvó de una muerte lenta pero segura a manos de la guerrilla. Tras un intenso tratamiento psiquiátrico, fue asignado como instructor en la escuela. Llamémoslo teniente González.

Lo conocí en 1989 gracias a la ropa sucia. Habíamos ido desde Maracay a practicar el desfile para la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez en Los Próceres, y nos dieron un día libre por nuestro trabajo, durante el cual podíamos ir a donde quisiéramos. Como mi familia vivía en Caracas, no podía estar más feliz.

La escuela estaba en Maracay, y viajábamos todas las semanas a Caracas para practicar en el paseo Los Próceres, dándonos la oportunidad de romper el protocolo que usualmente negaba toda relación personal con un superior.

Ese día, cuando me iba de permiso, González se me acercó y me preguntó que si le podía lavar la ropa en mi casa. Por supuesto le dije que sí, y volví al día siguiente con la ropa más limpia que había lavado jamás en mi vida. El Fab Manzana Verde que había comprado para la ocasión se olía a metros, pues había vaciado todo el frasco en las tres lavadoras.

Después de eso nos hicimos amigos, se convirtió en mi confidente, y yo en el suyo.

Varios meses después me contó su historia. Me dijo cómo había pasado trabajo cuando era cadete. Cómo había crecido en Petare y había pertenecido a un grupo de malandros que se apodaban Los Poderosos. Robaban carros, atracaban a la gente y vivían como reyes con el respeto impuesto a punta de miedo en un rancho de tres pisos con vista a la autopista Francisco Fajardo. Tenía tanto odio por dentro, por ser tan pobre y tan miserable que lo apodaban el loco por la violencia con que atacaba a las víctimas de sus robos. Sus más íntimos le decían el verdugo de Petare.

Un día, un primo de él que era oficial de la Guardia Nacional y que trabajaba para la Policía Metropolitana lo llamó y le dijo para verse en una panadería cercana a donde él vivía. Él había crecido con su primo y eran muy amigos a pesar de que habían tomado caminos diferentes. El primo, al que no había visto en casi un año, lo saludó y le dijo que lo había citado por una sola razón. El primo pertenecía a un culto esotérico, le dijo que creía fervientemente en el poder de las casualidades, que nada pasaba por nada. Que todo pasaba por una razón. Le dijo que no fuera a su casa esa noche.

A pesar de que insistió en que le dijera, el primo no le dijo por qué. Sólo le dijo que él era su hermano de la infancia, que lo adoraba como si todavía tuviera diez años, y le pidió que siguiera su consejo.

El teniente no se lo tomó muy en serio pero durante todo el día cada vez que pensaba en ir al rancho, se estremecía y se inventaba una excusa para no ir. Se metió en el cine, comió, volvió a comer, jugó ajedrez en Sabana Grande, caminó desde Plaza Venezuela hasta Petare, parándose en todas las vitrinas que se le atravesaban y cuando llegó a Palo Verde ya eran casi las seis de la mañana.

Bueno, la noche ya se acabó —se dijo. Y sintiendo que había cumplido con su promesa empezó a caminar barrio arriba hasta llegar al rancho.

Que la puerta estaba abierta de par en par lo notó desde una cuadra. Se sacó una Glock que guardaba en la parte de atrás del pantalón. En la entrada vio que la puerta estaba en suelo, arrancada desde las bisagras. Apuntando hacia todas partes entró a la casa. El grupo de malandros al que pertenecía, 9 sin incluirlo, estaba tirado por todo el rancho, cada uno con tiros en las cabezas y con morados en todas partes del cuerpo. Cada uno tenía un número escrito con tiza en el pecho, y a medida que subía las escaleras fue contando los cuerpos.

Carlitos; uno. Fede; dos. El negro; tres. En el baño, Kennedy tenía la cabeza metida en la poceta, un cuatro en la espalda y un tiro en la nuca. En la cocina, Chuy, cinco; y Mauricio, seis, tenían las caras metidas en platos de arroz, pollo y plátanos fríos.

El gordo y Pellejos estaban tirados frente al televisor prendido con tostitos y cotufas pegadas sobre la piel. Pantera estaba sentado en una silla todavía con el control en la mano y los ojos y la boca abiertos. Esos eran todos.

El teniente, con los ojos viendo al suelo se metió la Glock en la cintura y continuó tras vacilar por un momento. Él era el que faltaba. Su primo le había avisado lo que iba a pasar. Pero, ¿qué iba a hacer? En todos los periódicos siempre reseñaban sus fechorías como la del grupo Los Poderosos, y siempre mencionaban que eran diez, lo que significaba que en este momento lo estaban buscando para matarlo. Sin guardar su pistola subió al ultimo piso del rancho, donde estaba su cuarto. Recogería algunas ropas y se iría al interior del país, escaparía antes de que lo consiguieran.

En las escaleras podía ver las huellas de barro dejadas por quien sea que había entrado esa noche, y el único ruido que se oía eran sus propios pasos y los latidos de su corazón, y con cada uno se preguntaba qué iba a hacer para quitarse de encima a la policía.

Él sabía lo coño de madre que era la policía. Sabía muy bien que ellos no respetaban nada con tal de dar con lo que estaban buscando, que en algún momento lo iban a conseguir y lo iban a matar. Entonces, entró a su cuarto y supo que no iba a ser necesario. Que todo estaba bien y que nadie lo iba a perseguir. Que todo se había acabado. Que de alguna manera la vida le había dado una oportunidad que pocos tienen. Comenzar otra vez, empezar de cero.

Frente a la puerta de su cuarto un charco de sangre le ensuciaba los zapatos, y la puerta de lata tenía dos huecos de bala saliendo y al menos 50 entrando. Al empujarla, en su cama, su mujer estaba acostada boca arriba vestida con una camisa de él, con la pistola aún en la mano, el cuerpo molido a balas, casi plano, y en la piel blanca, casi cristalina de la frente, alguien le había escrito el número que faltaba, 10.

Tres días después había ido a visitar a su primo en la sede de la PTJ. El primo le contó que alguien por error había dejado una orden en su escritorio y en ella había visto su nombre. No quiso avisarle, le confesó, porque le importaban muy poco los otros y creía que la eliminación de estos era lo correcto. Le dijo que si había seguido su consejo una vez, que lo hiciera una vez más.

Yo tenía 21 años —me dijo— con más muertos encima de los que me puedo recordar, y ningún amigo o familiar que no me escupiera en la cara al verme.

El primo sacó su expediente de una gaveta y le dijo que si seguía su consejo, su expediente desaparecería para siempre. Dos meses más tarde, tras haber roto en pedazos su expediente de cien páginas, había hecho lo que su primo dijo. Cuatro años más tarde se graduó de subteniente como alférez auxiliar, segundo de su promoción.


Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario