El nuevo evangelio de San Umberto

«Vaya, tenemos que leer otro de los evangelios de San Umberto» solía decir mi amigo y condiscípulo Iván al descubrir el inevitable libro de Umberto Eco en la bibliografía obligatoria de alguna de las asignaturas de Ciencias de la Información, la carrera que ambos cursábamos en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Ciertamente, en prácticamente todas las asignaturas de contenido más o menos teórico caía algún texto de Eco. En aquellos años tuve que leer Lector in fábula, Obra abierta, Apocalípticos e integrados, La estructura ausente, Curso de semiótica general y decenas de artículos sobre semiótica, teoría del texto, biblioteconomía, teoría de la comunicación de masas. Supongo que cada disciplina académica tiene sus santos patrones y sus textos evangélicos. En la nuestra, uno era sin duda Umberto Eco -San Umberto- y sus sesudos y brillantes ensayos semiótico-filológico-filosóficos.

Recuerdo también que algunos de mis condiscípulos se planteaban solicitar plaza como oyentes en alguna de sus clases en la Universidad de Bolonia (Italia), como quien va en peregrinación a los santos lugares de su religión. Pero, bromas irreverentes aparte, Il Dottore Eco (Doctor Honoris Causa en 25 universidades repartidas por todo el mundo) es sin duda uno de los pocos gigantes intelectuales que nos quedan en estos tiempos donde los referentes culturales ya no son los escritores ni los artistas ni los filósofos, sino los deportistas profesionales y las top models. Umberto Eco y Noam Chomski son casi los últimos especímenes de ese tipo de intelectual cuyos vastos y apabullantes conocimientos enciclopédicos abarcan multitud de materias y le permiten la reflexión pertinente sobre multitud de temas, desde la alta política hasta las últimas modas. Al Dottore Eco siempre me lo he imaginado sentado en un despacho de su universidad, rodeado por estantes y más estantes atiborrados de libros y más libros, de legajos y colecciones de revistas, documentos, ilustraciones y cómics (Eco es un gran aficionado a los cómics; sus reflexiones sobre Supermán en Apocalípticos son de lo mejor de su obra).

De hecho, sus extensos y bien documentados ensayos son sin duda regurgitaciones de esa inmensa, borgiana biblioteca que debe, necesariamente, poseer. En 1981, quizá por divertirse un poco, efectuó una de esas regurgitaciones no en forma de ensayo sino en forma de novela: El nombre de la rosa es un divertido tratado sobre pensamiento teológico medieval disfrazado de novela policíaca tradicional, con abundantes referencias a Sherlock Holmes (el detective es un franciscano llamado Guillermo de Baskerville, que va acompañado de un biógrafo en el más puro estilo doctor Watson) y a la Biblioteca de Babel de Borges (el villano es el fraile Jorge de Burgos, bibliotecario de una laberíntica biblioteca conventual).

El nombre de la rosa se convirtió en un éxito de ventas internacional, convirtió a Umberto Eco en un nombre conocido por el gran público e inauguró la moda del mal llamado «best-seller de calidad»: novelones adscritos a los viejos géneros de intriga, thriller y policíaco, fáciles de leer aunque cargados de referencias cultas y muchas alusiones a teorías de la conspiración de todo tipo. Es un género que ha dado obras de cierto interés, como Los pilares de la tierra, de Ken Follet, o de interés algo incierto, como El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte. Aunque la mayor parte son estupideces disfrazadas de qualité y presunciones de trascendencia, tipo El código Da Vinci y otras memeces firmadas por Dan Brown.

Hay que decir, empero, que Umberto Eco, sin ser un gran novelista, suele ser mucho mejor que sus confesos o (más frecuentemente) inconfesos discípulos. Eco no es un gran novelista porque sus personajes nunca van más allá del arquetipo más o menos resultón, que le sirve al autor como instrumento conductor de lo que realmente le interesa: sus juegos referenciales (el medievalismo y la novela policíaca en El nombre de la rosa; las teorías de la conspiración en El péndulo de Foutcault; la literatura de viajes dieciochesca y la literatura «de robinsones» en La isla del día de antes; otra vez la literatura policíaca, más los libros de viajes medievales, en Baudolino, y la historia de la cultura y la literatura popular en La misteriosa llama de la reina Loana). Por eso, sus personajes nunca llegan a alcanzar la categoría de personaje, y sus novelas se quedan en meros juegos intelectuales. Eso sí, juegos intelectuales sumamente ingeniosos, brillantes y divertidos, que permiten al lector sentirse muy culto e inteligente por poder abrirse paso entre el sinfín de referencias y citas. A todas sus novelas, como a sus ensayos, se les adivina su origen como regurgitaciones de alguna parte de esa inmensa biblioteca y archivo referencial que el autor sin duda posee.

Y ninguna muestra con tanto descaro su condición de juego, de construcción intelectual a base de documentos bibliográficos pasados por el túrmix y alejado de los aspectos de investigación emocional, propios de la narración tradicional, como La misteriosa llama de la reina Loana. Al principio de la novela nos encontramos con su protagonista, el librero Giambattista «Yambo» Bodoni, que ha perdido su memoria biográfica, mas no su memoria bibliográfica; puede citar a Shakespeare y recordar pasajes enteros de Moby Dick; puede reconocer si una pintura es de Velázquez o de Francis Bacon, y puede recordar datos biográficos de ambos artistas, así como las circunstancias históricas de la época en que se pintaron los cuadros, pero es incapaz de recordar su propio nombre, o que está casado, o qué cara tiene su mujer, si la quiere o no, o quiénes eran sus padres. Vamos, que la mente de Yambo Bodoni es como cualquier novela de Eco.

En una segunda parte, Yambo trata de recuperar su memoria biográfica en la casa rural donde vivió de niño (durante la época del fascismo mussoliniano), donde le esperan, para refrescarle la memoria, montañas de periódicos de la época, revistas ilustradas, cómics de Flash Gordon, Mickey Mouse o Steve Canyon, discos de canciones populares, novelitas pulp de Salgari, Conan Doyle o Verne; colecciones de etiquetas de tabaco, o de sellos; carteles publicitarios y fotografías de películas antiguas. Entonces se inicia una investigación bibilográfico-policíaca donde Yambo (intentando convertirse en Funes el memorioso, el personaje de Borges) repasa la iconografía semiótica entre la que vivió su infancia y adolescencia, intentando recuperar así su memoria autobiográfica.

La novela contiene multitud de ilustraciones a todo color de esos documentos que Yambo consulta, lo que la convierte e una novela ilustrada donde, al contrario de lo usual, las ilustraciones no están puestas para explicar del texto, sino que el texto está puesto para explicar las ilustraciones. La abundancia y diversidad del material es tanta que no queda duda de su procedencia como fondos del archivo personal del autor: un archivo ordenado en función de una excusa argumental. La novela aspira a convertirse en algo así como El libro de arena (Borges, siempre Borges).

Hay aún una tercera parte en la novela, cuando Yambo recae en el coma, más dramática que las dos anteriores, donde en algunos momentos nos parece oír a una mente que actúa por su cuenta con los recuerdos, desconectada del mundo real; en esos momentos, el dramatismo de la situación sí logra aparecer, aunque el empeño del autor por mantenerse tozudamente dentro de los límites del análisis lógico llega a hacerlo pesado. Aquí también hay ilustraciones: fondos de archivo retocados y modificados por el mismo autor merced a un programa de edición de imagen (Photoshop, seguramente).

En definitiva, la novela, sin ser una gran novela (ninguna de las de Eco lo es) resulta amena, inteligente y divertida (todas las de Eco lo son) y hace pasar un buen rato, una vez el lector acepta su condición de mero juego intelectual. Las novelas de Eco son, más que nada, un divertimento, un descanso que el autor se toma, y de paso le concede a sus lectores, respecto a sus más serios y sesudos ensayos. Vaya, un descanso entre evangelio y evangelio. Aunque lo que no le puedo perdonar es que, gracias a su éxito comercial, le haya allanado el camino a Dan Brown y sus insulseces disfrazadas de trascendencia culta.


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