El Musiú no se te baña ni por accidente

Hay dos claves para identificar al venezolano, y quiero ser totalmente irresponsable con lo que voy a decir porque esto no es un estudio lingüístico de rigor, de esos con numeritos y justificaciones y consistencias de gramática general. Estas claves son simplemente un par de datos jalados por lo pelos. Una es que en Venezuela no se dice que se tiene poco, casi siempre se tiene poquito.

Una camioneta es un carro grande, un Volskwagen es chiquito y un Mini Cord es chirriquitico. Si dices que tienes un carro chico pareces gallego, así que nada de chico y poco porque, pana, poco en Venezuela significa mucho.

Si estás en una rueda de tambor y viene alguien y te dice: «Mira, mugre, o te arrimas o te doy un poco e’ coñazos». No se piensa que el caballero alebrestado por el anís te va a dar uno, dos o tres golpes. No. Por favor que quede claro, lo que te ofrecieron fue un maremágnum de coñazos, así que mejor te arrimas.

Si un martes de carnaval la narrativa periodística acompañada de xilófono de Radio Rumbos va: «La señora venía caminando cuando le echaron un poco de agua encima. Acto seguido la doña sacó un objeto punzo penetrante y arremetió contra los zagaletones…». La noticia podría confundirse con una venida de Chile o Mendoza, donde también se juega carnaval con agua. Pero no, uno usa esos electrobichitos lingüístico-folclórico-cerebrales de los que habla Noam Chomsky para imaginarse a los adolescentes bañando de agua a doña Matilde, que venía caminando pacífica, como la Pantera Rosa.

Y es que a la pobre no la rocían con una inyectadora, ni la asperjan con un vaso, sino que la empapan con una palangana de agua de acequia. Precisamente el día en que se había puesto su vestido rosado para que Martín, el amor de su vida, la viera pasar y se inspirara, porque Martín por fin acababa de enviudar, y si su amor no se decidía, ella estaba dispuesta a cortarse las venas delante de él, para que sufriera, o sufrieran. Era el día, pues, de doña Matilde. Toda una historia. Y no estaba en Chile ni en Mendoza, porque lo que le echaron fue un poco de agua.

La segunda clave es la de generalizar en singular. Ésta es una de las costumbres más espontáneas y ultimadamente sabrosas de nuestro acervo cultural. Valga la perífrasis, recuerdo haber estado sentado sonriendo escuchando decir a alguien: «El venezolano no es sucio, el venezolano ensucia». Después claro, vino la explicación por todos aceptada de que el venezolano, a diferencia de el francés y el americano, se baña todos los días pero no le importa tirar un poco de sobrados por la ventana del carro. Es más, al venezolano que va de viaje no le importa mezclar en una bolsa plástica sus latas de cerveza, sus restos de arepa con Diablitos y el pañal sucio del muchachito, que ahora está entalcadito y lozano y llora para que la mamá le haga atuna que tuna tuna, ajeno a que una semana después de que su papá tire la bolsa por la ventana, vendrá un recogelatas a desmenuzar esa olla de presión, y lo que le va a salir es una sanpablera de zancudos y gusanos con ébola.

Volviendo al tema, por alguna razón también de gramática de esquina, se me ocurre que el pronombre de complemento directo te, hace de la generalización singularizada un comentario aún más irresponsable y sabroso. ¿Me copias? Quiero decir que me deleito incluso más al usar frases como: «El maracucho te es jovial adonde quiera que va». «La caraqueña te es engreída». O «El musiú no se te baña ni por accidente».

Y llego aquí a la maraca de mi relato, porque toda esta vaina la escribí solo para interesarte, para forzarte a subir la página hasta el final y hacerte leer mi anécdota escandinava.

Cuando visité Dinamarca en 1998 me quedé en el apartamento de Frabda, la exnovia de Piqui, un pana de la UCV. La danesa había vivido en El Valle por uno o dos años. Conciente de la hospitalidad del venezolano, nos dejó arrimar a mis panas Ociel, Ibelice y a mí en su apartamento. Frabda era un dulce gracioso. Nos enseñó la sala y el baño.

—Mirwa, aquí está la poceta —Nos dijo—. Y aquí está la rwegaderwa.

—Ah, muchas gracias Frabda —Le respondimos.

Yo no pude evitar mirarla y pensar «Las musiúas como tú deben usar la rwegaderwa cada dos semanas, porque el musiú no se te ba…». Pero por un accidente telepático de lo más espasmódico, Frabda respondió a mi maquinación malsana.

—Uno no tiene que bañarse todos los días, porque hace mucho frwío y no sudas.

Me descubrió, sentí mis riñones tomar el lugar de mi hígado, mi hígado el de mi páncreas, y viceversa. Visualicé a la pobre Frabda en Venezuela, dando explicaciones de por qué no se bañaba tanto. Y es que para la gente del norte de Europa nosotros no olemos a gente sino a jabón y desodorante; para nosotros, ellos a veces huelen mal. Su olor no nos es familiar, nos huele chocante. Tanto como nos suena chocante que un chino hispano-hablante cambie una r por l al mencionar la capital, Calacas, pero nos parece perfectamente normal oír decir Caracaj con nuestro acento.

Frabda jamás me paró bolas, pero antes de irme le pedí que por favor me dejara tomarle una foto a sus ojos negros.

—Frabda, ¿sabes qué? —le pregunté.

—No —me contestó—, dime.

—Yo cargo una cámara fotográfica increíble. Y si uso uno de los lentes, específicamente éste —le enseñé el ZR283V—, te puedo tomar una foto a los ojos recibiendo la luz de la ventana.

—¿Y qué?

—Que si sale bien y la luz es buena, el lente puede captar el reflejo del fotógrafo en tus pupilas, es decir, el fotógrafo dentro de ti.

—¿Tú dentrwo de mí? —me cuestionó, extrañada.

—Sí, precisamente —le respondí.

Hubo un silencio de seis segundos, grande y simple, como la incógnita que nos une y nos separa a todos. Frabda interrumpió.

—Clarwo vale, tómala.


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