Hay un personaje que habita la imaginería popular desde tiempos muy antiguos. Un personaje que aunque muerto, nunca se murió, y vivo sigue estando muerto. Una criatura de los infiernos condenada a vivir sin vivir en sí, un poquito más oscuro que Sor Juana, a costa de la sangre ajena. Un mito que resurge de su tumba cuando ya parecía que la estaca del tiempo o el ajo de la posmodernidad lo habían hundido para siempre.
Asociamos el mito del vampiro a una meseta al sur de los Cárpatos o las llanuras de Valaquia atravesadas por el Danubio. El Vampiro más famoso desciende de la antigua dinastía rumana, hijo de Vlad Dracul (que significaba «Diablo» y no precisamente por lo simpático que era), Caballero de la Orden del Dragón y defensor de una zona de Rumania asediada por Húngaros y Turcos. Familia a su vez emparentada con los Báthory de Hungría, una de cuyas condesas también pasó a la historia negra por su afición a la sangre.
Bram Stoker, un escritor irlandés, se basó en la cruenta vida de «El Príncipe Empalador» Vlad Tepes para escribir su única obra memorable: «Drácula». Cosa que tiene a los rumanos francamente indignados, porque entienden que el hombre sometía a sus enemigos a torturas tan diversas y variadas como el empalamiento anal, pero esto era sólo para alejar las huestes musulmanas de su Tierra Santa. Curiosamente, el actor en cuyo rostro quedaría grabada la memoria de Drácula fue la de otro húngaro, Bela Lugosi. Pero este es un vampiro recientísimo, los primeros vampiros de los que tenemos noticia se remontan a tiempos mucho más antiguos.
Podemos empezar inclusive en el edén donde según los hebreos Adán tuvo una compañera previa a Eva. Una mujerzuela rebelde que se negaba a obedecerle (dicen que no quería ponerse debajo de su marido para hacer «eso» (leer sobre Phoolan Devi para más señas haciendo clic aquí) por lo que Díos, instado por Adán, la expulsó del paraíso. Ni corta ni perezosa Lilith, así se llamaba la susodicha, se consoló con los ángeles caídos, concibiendo la primera camada de vampiros. Se pensaba que cuando un niño recién nacido moría era culpa de Lilith que se bebía su sangre.
En Babilonia se creía en la existencia de los Ekimú, espectros que se dedicaban a adueñarse de las almas de los vivos. Si estos espectros vivían en el desierto se les llamaba Utuhhu, donde se escondían entre las Dunas para atacar a los viajeros poco precavidos. También existían los Maskin, que además de volar provocaban eclipses.
Hasta la china volaban los bichejos, donde sus habitantes creían en los CH’iang Shih que adquirían forma humana adueñándose de sus cadáveres, volaban y extraían parte de su fuerza de la luna. Estos seres chinos se distinguían por su extraña mirada, largo cabello y uñas inmensas. En La India los Rakshasa encarnaban las pasiones extremas, como lujuria, gula o violencia. Eran sádicos y crueles y muy hábiles para la magia lo que hacía que se transformaran en casi cualquier cosa.
Para los egipcios existía una especie de vampiro llamado Apoop que era parte animal y parte humano, con cabeza de lobo o perro y unos afilados colmillos. En los desiertos africanos también habitaban las Lamias una mezcla de mujeres y serpientes que como las sirenas, atraían a los incautos con su bonito silbido para posteriormente engullirlos. Los Vurdalak del Peloponesio (al igual que los de Babilonia) podían ascender al cielo y tragarse a la luna provocando los eclipses. Eran de color rojo intenso y aspecto congestionado.
Las Striges eran unas mujeres bellísimas en cuya existencia creían los antiguos romanos, volaban y al igual que Lilith estaban especializadas en chupar la sangre a los recién nacidos o arrancarles el corazón con su pico. También por tierras latinas se movían los Lemures. Se pensaba que eran espíritus de los antepasados que se habían vuelto vampiros y a los que sólo podía apaciguársele con un complicado ritual.
En Rumania, antes de Drácula, le temían a los Strigoi cuyo nombre deriva de striga que significa gritar, no se sabe si por los gritos que producían cuando peleaban entre sí o por los que hacían proferir a sus víctimas, lo cierto es que como sus colegas foráneos también poseían la capacidad de metamorfosearse en casi cualquier cosa.
En América Latina ya los aztecas tienen referencias de vampiros y en el folklore mexicano y venezolano encontramos a la llorona, una hermosa mujer que lloriquea por unos hijos que ella misma devoró, o la dentona que pide en alguna callejuela oscura fuego a un incauto paseante para a la luz de la llama, aterrarlo con sus colmillos.
El silbón de los llanos venezolanos, al igual que las Lamias, profiere un silbido hermoso y siniestro antes de devorar a algún incauto noctámbulo; también tenemos el «Chupacabras» que es una especie de animal vampiro o no se sabe qué. Si usted quiere insultar a un vampiro dígale chupacabras y verá como se pone. Eso sí, tenga, estaca y crucifijo a mano (en su defecto una Uzzi o nueve milímetros viene bien). En España tenemos a las Guasas y Sacauntos provenientes de Asturias y Cantabria. Como podemos apreciar hay características comunes entre todos éstos seres emanados de la imaginación popular. ¿O es más bien de la historia?
Lo que mosquea un poco es la antigüedad y distancia que separa unos mitos de otros y lo mucho que se parecen entre sí todos esos seres maléficos, condenados a beber sangre y capaces de transformarse. A veces hermosos y otras con aspecto de cadáver recién levantado (si uno cuando amanece está como está, imagínese cuando vuelve del más allá la cara trae).
El Vampiro elegante, con título nobiliario, seductor y con castillo propio es relativamente reciente. En las antiguas leyendas centroeuropeas tenían un color rojizo, estaban hinchados como mosquitos después de almorzar, y tenían un aliento terrible (una eternidad bebiendo sangre y sin cepillarse los dientes y ya puede hacerse una idea) y por supuesto la ropa era la misma que llevaban el día de su entierro.
Sin embargo, para fortuna de todos, los vampiros se han ido estilizando, porque si uno lo piensa bien, debería suponerse que después de traspasar siglos de historia, uno adquiere cierta cultura y refinamiento.
Desde «El Vampiro» de Polidori, inspirado en Lord Byron y obra que se atribuyó durante mucho tiempo al poeta que, nunca mejor dicho «Vampirizó» la autoría de la novela, pasando por Carmilla de Sheridan Le Fanú, «La Orla» de Maupassant, o el machacadísimo Drácula de ya sabemos quien, hasta las Crónicas Vampíricas de Anne Rice, el mito ha ejercido una fascinación casi demoníaca entre los escritores; Baudelaire le dedicó algunos poemas y Poe representa uno que otro en algunos de sus cuentos.
Pero el medio que realmente democratizó al vampiro fue el cine. Aunque ya los Hindúes habían filmado una película en 1913 con una mujer vampiro-serpiente, el primer film dedicado realmente a un vampiro arquetípico es «Nosferatu» de Murnau, una libre adaptación de la novela de, otra vez, ya sabemos quien.
Luego, cuando se inicia el cine sonoro aparece La Bruja Vampiro, producción francesa dirigida por el Danés Carl Theodor Dreyer en 1930, basada en el relato de Sheridan Le Fanú. El Vampiro aparece en Hollywood de la mano del director Tod Browning, interpretado por el que fuera su actor más emblemático, Bela Lugosi, y es en este instante en donde nace la imagen del vampiro elegante, sobrio, misántropo y seductor. De hecho Lugosi descubrió una nueva manera de convertirse en vampiro a través del cine. Cuentan los pocos que fueron a su funeral, que ese día un enorme murciélago revoloteó sobre su sarcófago, aunque hay que considerar que en los últimos tiempos Bela prefería los estupefacientes a la sangre, y por el testimonio los que asistieron a su entierro ellos también.
Existen muchos argumentos que tratan de explicar «lógicamente » el mito del vampiro. Uno de los más populares es que las culturas primitivas creían que comerse la carne o beber la sangre de un enemigo digno otorgaba al vencedor la fuerza del caído, por lo que los antiguos guerreros practicaban determinadas formas de vampirismo y canibalismo ritual.
También se temía, con bastante lógica, que cuando un personaje se había destacado por su crueldad mientras en vida, que su espíritu demoníaco retornara de la muerte para seguir haciendo daño, por lo que era práctica frecuente que a los criminales perversos se les cortara la cabeza «por si a las moscas». Dentro de la misma lógica, la gente suponía que un los suicidas podían arrepentirse y querer volver a la vida, por lo que era bastante común que en algunas regiones de Inglaterra y Escocia se les enterrara en las encrucijadas de los caminos con una lanza clavada en el pecho.
Existen varios casos clínicos reales reportados de personas que por una u otra enfermedad sicótica cometían actos de tal fiereza que lo menos que se podía suponer era que no pertenecían al género humano. Uno de ellos es el de la Condesa Báthory, una aristócrata húngara que preocupada por el envejecimiento se dedicaba a secuestrar a jovencitas y bañarse con su sangre creyendo que así podía recuperar su belleza perdida.
Norbert Borrmann en su libro «Vampirismo» (Timun mas, Barcelona, 1999) menciona que Elisabeth Bathory: «nació en 1560 en el seno de una de las familias húngaras más poderosas y distinguidas de aquella época; por ironías del destino, lejanos lazos de sangre la emparentaban con la casa de los Drácula…» Bathory se dedicaba a torturar a la servidumbre y a cuanta doncella caía en sus manos, gracias en parte a que su marido, un tal Ferenc Nádasdy, era un guerrero cruel que sentía gran placer atormentando a los prisioneros turcos y le enseñó unas cuantas atrocidades a su mujercita. Menos mal que las actuales firmas de cosmética prefieren torturar solamente a los animales.
También esta el caso de Gilles de Rais, otro personaje real que combatió al lado de Juana de Arco y fue nombrado muy joven Mariscal de Francia. Este hombre también perdió la cabeza y empezó a cometer desmanes propios de un vampiro, o Fritz Haarman conocido como el vampiro de Hannover que gustaba secuestrar a adolescentes para hacer desastres y, por supuesto, beber sangre como un poseso.
«Por vindicar la dicha arrebatada
la tumba abandoné, de hallar ansiosa
a ese novio perdido y la caliente
sangre del corazón sórbele toda.
Luego buscaré otro
corazón juvenil,
y así todos mi sed han de extinguir.
-¡No vivirás, hermoso adolescente!
¡Aquí consumirás tus energías!
¡Mi cadena te di; conmigo llevo
un rizo de tu pelo en garantía!
¡Míralo bien! ¡Mañana tu cabeza
blanca estará,
y tu cara, al contrario, estará negra!»
Goethe, «La Novia de Corinto»
Personajes como estos son los que precisamente vuelven borrosa esa delgada línea que separa la realidad de la ficción, haciendo que un mito se convierta en lo que es, ya que a falta de pruebas, cualquier fenómeno de este tipo sólo se puede explicar a través de las patologías mentales e inclusive físicas que están a mano. Por ejemplo, ciertos individuos padecen una enfermedad hereditaria llamada porfiria, entre cuyos síntomas está la imperiosa necesidad de beber sangre, una anemia crónica, sensibilidad a la luz solar y retracción de las encías, dando la impresión de que sus dientes aumentan de tamaño, particularmente los colmillos, haciéndolos parecer a ustedes ya saben que.
Pero no sólo de monstruosidades se hace un vampiro. Precisamente la parte que permite la supervivencia de éste mito a través de los siglos, es lo seductor que puede llegar a ser su persona. Un alma atormentada, oscura, curtida a través de los siglos con un carisma sobrehumano, adquiere una fascinación romántica. Esa del vampiro de Coppola, condenado por su apasionado amor a vagar entre los muertos. Un ángel caído, que se ve obligado a sobrevivir a través del crimen, arrastrando toda la infelicidad de una vida errante, condenado por la fuerza del amor y la fatalidad a estar más vivo que los muertos y demasiado muerto para los vivos.
Imaginamos también, que una vida eterna da tiempo para pensar en muchas cosas, y una vida obligada debe por fuerza hacerse insoportablemente aburrida. Quizás por esto los poetas han colmado al personaje de erotismo:
«Yo tengo el labio húmedo y conozco la ciencia
de perder en el fondo de un lecho la conciencia;
enjugo todo llanto en mis senos triunfantes
y hago reír a los viejos igual que a los infantes;
Sustituyo, para quien me contempla sin velos y desnuda,
A la luna, al sol, al cielo y las estrellas.
Soy mi querido sabio, tan docta en los placeres,
Cuando sofoco a un hombre en mis temibles brazos
O cuando a sus mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina, y frágil y robusta,
Que sobre esos colchones que de emoción se pasman
Los ángeles no podrían por menos que perderse por mí»
Baudelaire, «La metamorfosis del vampiro».
Nos imaginamos que después de algunos años teniéndose que alimentar exclusivamente de sangre, una criatura como el vampiro desarrolla algún sentido de la estética para alimentarse; quizá en éste apartado entra en escena la seducción del vampiro como una de sus características más pronunciadas, desarrollando estrategias para poderse almorzar con deleite a su víctima, como en Carmilla de Sheridan Le Fanú, donde la protagonista se va poniendo pálida lentamente bajo los mordiscos de su amable vecina.
Suponemos que desde esta perspectiva las personas deben de ser como los vinos, algunos de buena cepa, y aunque jóvenes de buen sabor. Mientras otros como el vino de tetra-brick apenas es bueno para usarlo para el calimocho.
Le Fanú minuciosamente nos relata en su obra que «el vampiro está propenso a ser víctima de vehementes pasiones, parecidas a las del amor, ante determinadas personas. Pera obtener su sangre, pone en juego una paciencia infinita y recurre a toda clase de estratagemas a fin de superar los obstáculos que le separan del objeto deseado. No desiste de su empresa hasta que su pasión ha sido colmada y ha podido sorber la vida de la codiciada víctima».
Condenado a comer por toda la eternidad el mismo plato, más vale que ser selectivo a la hora de dosificar. Porque la sangre no es una cosa que se pueda preparar, se recomienda ingerirla directamente de la vena (como el zumo de naranja) para que conserve sus propiedades minerales. Por lo que la calidad de la degustación no se da en el plato en sí mismo si no en la forma en como se consigue; uno no puede hacerse croquetas de sangre o tortilla de sangre, o sangre ahumada, así que el vampiro de buen paladar debe vigilar la procedencia de la misma.
Y sería estúpido puntualizar, que no tiene el mismo sabor sí la víctima está dopada o vociferando, que si seducida se entrega gratamente a la inmolación (aquí se recomienda dejarla reposar al fuego lento de las promesas de vida eterna, y demás argucias infernales).
En películas recientes de la factoría hollywoodense, el vampiro cae bajo los manierismos brutales de la violencia yanqui, y vemos vampiros energúmenos arrancando cabezas y profiriendo gruñidos (o eructos) más propios del hombre lobo que de un vampiro de verdad. Pero no nos engañemos, esos vampiros son totalmente falsos, y parecen más bien descerebrados que desalmados, porque una cosa es no tener alma y otra muy distinta no tener cerebro.
En el cine reciente podemos rescatar películas como «El ansia» de Tony Scott, con Catherine Deneuve, David Bowie y Susan Sarandon, «The lost boys», de Joel Schumacher, «Entrevista con el vampiro» de Neil Jordan o El citado anteriormente «Drácula» de Coppola, entre las más populares. Desde luego que «Entrevista con el vampiro» no es comparable a «El ansia», por ejemplo, pero retrata a esos vampiros fascinantes a los que hacemos referencia. En España, la película más memorable de unos vampiros inusuales se titula «Arrebato» de Iván Zulueta.
La música también ha rendido culto a los vampiros, grupos de los tempranos ochenta como Bauhaus o The Cure tomaban mucha de su estética de ese vampiro romántico al que nos referimos. Y personajes de cómic como Vampirella o el mismo Batman que, aunque no chupan sangre (por lo menos no oficialmente), mantiene un constante paralelismo psicológico con los vampiros aunque vaya dándoselas de inocente murciélago. Y en un divertido experimento de fusión de géneros tenemos la entrañable «Vampiros en la Habana» de Juan Padrón, divertidísima aventura de chupasangres animados.
La manga tiene varias series dedicadas al mundo de los vampiros de las que habría que señalar «La Princesa Vampira Miyu» y la televisión también ha sido seducida por el mito, desde el abuelo de los Monster (y la hija y el nieto) hasta la reciente «Buffy La Cazavampiros». Aunque ésta versión gótica de Beverly Hills ponga a su protagonista a perseguir arañas gigantes, zombies y cuanto bichejo maligno salga del infierno (cuya entrada principal queda justo debajo de su escuela).
En la red son cientos las páginas dedicadas al vampirismo o la vampirología, y en más de uno de éstos insólitos foros se puede encontrar a alguno que afirma ser vampiro.
Breve Manual de instrucciones para defenderse de vampiros
• Desconfíe de la gente demasiado simpática, pálida y con mal aliento.
• Olvídese del ajo, esto se hacía porque los vampiros tenían un olfato hiperdesarrollado, ahora es suficiente con echarse algún desodorante en spray apestoso o una colonia barata.
• Se dice que si usted pone una red en la ventana el vampiro no puede entrar porque se pone a desenrollar, hilito por hilito(los chinos ponen bastantes granitos de arroz para que los vampiros los cuenten). (Use camisetas de mallita y medias panty de lo mismo).
• No crea que nadie es un vampiro por que le moleste la luz del sol, muchos pastilleros cuando salen por la mañana del after les pasa lo mismo y con gafas de sol esto no es problema. Lo mismo ocurre con los Mods que están tan desfasados que parece que vienen del siglo antepasado, pero no se preocupe, son sólo moscones.
• La palidez tampoco es síntoma característico, a los vampiros les molesta la luz del sol pero nadie ha mencionado lo de los rayos Uva.
• Si sus amigos le comentan que ha cambiado desde que tiene ese (a) novio (a) nuevo (a) revísese bien a ver si le falta sangre.
• Si ve que alguien tiene en su cartera «condones para colmillos» desconfíe.
• Lo del crucifijo ha perdido efectividad, vale lo mismo enseñarle el dedo del medio extendido en postura agresiva.
• Y por último, no acepte invitaciones a castillos abandonados.
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