El maní es así

Otro día más o menos normal, sentado en la barra de «El Canujo», un pequeño bar cercano a casa que solía visitar en los días de insomnio. Ya muriendo la del estribo, un hombre con aspecto de integrante del equipo de softball del Ministerio de Ambiente se me acercó y comenzó a hablarme de su vida. Inspeccionando detalladamente la espuma en el vaso, había decidido irme una vez que hubiera terminado mi cerveza, hasta que un evento llamó mi atención. Carlos Enrique Montálvez —así se llamaba nuestro amigo— sacó de su bolso un grupo de tres cartas que posó sobre la barra y me dijo:

—Esta es mi vida, yo colecciono cartas familiares.

Lo miré con cara de estar oyendo promesa electoral, pero el Sr. Montálvez prosiguió y extendiendo una sonrisa de debate público explicó:

—Cuando mi familia viaja, les pido que me relaten todo, sus viajes, aventuras, etc. A mis sobrinos, les pago cinco mil bolos por cada carta a fin de mes y cuando nadie ha viajado, entonces me voy a otra ciudad, lo más lejos posible, y les pido que me escriban… ¿Y tú? ¿Tienes sobrinos?

Tome aire para responder la pregunta, pero antes de hacerlo el Sr. Montálvez volvió a interrumpirme.

—Estás tres son mis favoritas, a ver, selecciona una… ¡dale pues!

Sin tiempo a duda, tomé la más cercana y con una breve explicación me relató la historia de su sobrino Eduardo, quien estando trabajando en el llano para un proyecto con unos gringos, se vio pelando, sin amigos y en un estado de desesperación tal, que intentó recurrir al viejo truco de las cartas al tío para reunir alguna platica y regresar a Caracas.

Confiando en mi memoria, trataré de reproducir de la forma más fiel posible esta carta:

Querido Tío Carlos:

No puedo probarte nada, ni tampoco trataré de hacerlo, pero de que vuelan vuelan.

He empezado a sospechar de que existe una extraña relación entre la mantequilla de maní y el idioma gringo. Por estos lares, las cosas han cambiado un poco, para bien, claro está, principalmente con respecto a la comida. Hace poco llegó el jefe y director del proyecto y trajo consigo algunos cambios culinarios que he recibido con beneplácito. Seguimos cuasi vegetarianos —a no ser por los caribes que se jilan de vez en vez—, pero ahora, a todo le ponemos «peanut butter». Debe haber en la despensa no menos de 4 Kg de esa crema marrón, que entre otras cosas, debe ser adictiva. Cuando digo esto, no estoy elucubrando, sólo relato hechos tamizados por el método científico y si no me crees, sólo abre la boca y come tan sólo una cucharada. En ese momento empezará un extraño tormento y si la cosa anda bien, lo primero que pensarás es que los gringos tienen que estar locos para comer esa cosa grasosa y de poco sabor, que no es dulce y no llega a ser salada, pero luego de unos días de llegar cansado a casa y con poco tiempo para cocinar, entonces comprobarás que con miel y mermelada puede ser un desayuno regular, sola o con pan tostado es una bala fría excelente y con chocolate y galletas ¡una cena insuperable!

Y aquí hemos llegado a donde quería, «la cena».

Te he relatado antes acerca del trabajo que paso entendiendo el habla gringa y de mis minutos seguidos sin entender tres frases conectadas. Pero, la semana pasada, durante la cena del viernes, me sorprendí a mí mismo, comentando en perfecto inglés californiano algo sobre los sucesos ocurridos en la tarde de ese día. Debo confesar que sentí un temor extraño y una especie de escalofrío, y más aun, aquella noche no logré dormir muy bien que digamos, pero en la mañana todo estaba normal.

Ya entrado el domingo, después de un sanduchito bien relleno y untadito, capté de nuevo toda la conversa, y no me corrigieron más de tres palabras esa tarde, así que de nuevo con escalofrío no dudé en relacionar esa masa grasosa con mis neo facultades lingüísticas, si tío Carlos, estaba hablando inglés, y el secreto: meterte un trozo de galleta con miel, mermelada y bastante «peanut butter» en la boca, masticarlo a medias y sin tragar, empezar a pronunciar mientras te despegas los pedacitos, tratando de dejar los dientes limpios.

En fin querido tío, nada puedo probar, pero arriesgar un poco la estética por hacerte entender siempre vale la pena.

Atte. Eduardo Jesús M.

Ahora, confesado el origen de mi buen inglés, y después que han cerrado para siempre «El Canujo», sólo quisiera que si alguna vez se tropiezan con Tío Carlos, no duden en pedirles las otras dos cartas, tal vez guardan el secreto de el buen francés, el estricto alemán o mejor aun la forma de entender el idioma secreto de la mirada femenina.


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