«El hundimiento» (Der Untergang) es el título de una película alemana, pero también podría ser el título de un artículo sobre el cine europeo actual. Si es que tal animal existe. Bueno, existir sí existe, pero gracias a los programas de protección de especies en peligro, como el rinoceronte blanco o el lince ibérico. Lejos queda la edad de oro, los años 50, 60 y 70, cuando Cinecittá era una seria competidora de Hollywood, y los italianos eran capaces incluso de venderles westerns a los norteamericanos. Cuando en Francia, Alemania o Suecia existía una producción cinematográfica regular, de notable calidad y capaz de producir éxitos internacionales.
Claro que entonces estaban en activo Ingmar Bergman, Truffaut, Godard, Visconti, Fellini, Antonioni, Fassbinder, Herzog, Buñuel… Y hoy Bergman está jubilado, Truffaut, Visconti, Fellini, Buñuel y Fassbinder han muerto, Godard y Herzog hace décadas que perdieron la brújula y Antonioni se ha quedado ciego.
Pero no hay que echarle la culpa de todo a la desaparición de los grandes genios: la industria se hundió, víctima de las agresivas políticas de las distribuidoras norteamericanas, pero también por culpa de su propia desidia. En sus últimos años, el gran Fellini, ante la imposibilidad de conseguir financiamiento para sus proyectos, los adaptaba al cómic para que los dibujara Milo Manara. Almodóvar, en cierto modo su sucesor como gran vaca sagrada del cine europeo, puede rodar sus películas porque los presupuestos que maneja no son muy elevados y prácticamente se los puede pagar de su bolsillo.
Salvo la francesa y, algo menos, la española (y la británica porque se deja absorber por la norteamericana) las diferentes industrias cinematográficas europeas se han reconvertido en industrias televisivas. Italia, hoy día, sería incapaz de poner en pie súper-producciones como «Il Gatopardo», «La Cadutta Degli Dei» o «Novecento». Y en Alemania, cuando sale un director de mérito, emigra inevitablemente a Hollywood, donde a veces consigue hacer algún trabajo personal como el «Paris, Texas» de Wim Wenders, pero más seguramente acabará rodando típicos bodrios hollywoodenses como la «Troya» de Wolfgang Petersen o el «The Day After Tomorrow» de Roland Emmerich.
Sin embargo, parece que hay síntomas de recuperación. De unos pocos años hacia aquí la cinematografía alemana ha recuperado cierta capacidad de colocar películas de calidad en el mercado internacional: «Berlin Is In Germany», «Goodbye Lenin», «Geden Die Wand» (Contra la pared), «Das Experiment»…
Esta última es una película pequeña y barata, pero su buen ritmo narrativo y su bien conseguida atmósfera claustrofóbica y kafkiana, unido a la fuerza del tema —una transparente parábola sobre el totalitarismo— llamó la atención de los festivales y las audiencias internacionales. Su director, Olivier Hirschbiegel, que se formó en la televisión dirigiendo «Kommissar Rex», una teleserie policíaca protagonizada por… ¡un perro! (algo así como «Turner & Hooch», pero sin Tom Hanks y con un pastor alemán en lugar de un mastín francés) no es, quizá, un gran genio equiparable a los antes mencionados, pero resulta ser algo casi mejor: un buen profesional, un eficaz artesano, un narrador competente y sólido, capaz de sacarle todo el partido a un buen guión. Y el de «El hundimiento» es un guión excelente.
«El hundimiento», como «Das Experiment», goza de un excelente ritmo narrativo y una muy bien conseguida atmósfera claustrofóbica, kafkiana. El tema es también de una gran fuerza, pero para nada metafórico. Es un retrato literal de un totalitarismo, uno de los peores que sufrió el mundo el siglo pasado. Tampoco es una película barata. De hecho, es la más cara de toda la historia del cine alemán. Aunque Hirschbiegel tiene el mérito de evitar que se note. No apabulla al público con espectaculares escenas de combates llenas de explosivos efectos especiales filmados con grúa, como sucedería de forma inevitable de haber sido ésta una producción hollywoodiense. Por el contrario, «El hundimiento» se decanta por el retrato psicológico y se estructura como una pieza de cámara, basada en las escenas de diálogo y en el trabajo de los actores, más bien, un retrato psicológico, hecha a base planos cortos e iluminaciones sombrías, donde la cámara siempre se sitúa a la altura de los ojos de una persona.
La película reconstruye, con una minuciosidad muy germánica, los últimos días de Hitler. Durante más de dos horas, el espectador se encuentra encerrado en el bunker con el dictador y sus allegados, asistiendo estupefacto a la devoción fanática que suscita un hombrecillo frágil y un poco ridículo, abrumado por la conciencia de su propio fracaso, víctima de ocasionales y un tanto grotescos arrebatos de cólera.
Aún reconociendo las virtudes de la dirección y del guión, esta película no sería lo que es sin el trabajo de su actor principal, Bruno Ganz. Poco conocido excepto por los alemanes y los cinéfilos del resto del mundo, es sin duda uno de los grandes actores de nuestro tiempo, de la categoría de un Al Pacino, de un DeNiro, de un Dépardieu, de un Bardem. Su personificación del dictador alemán es escalofriante por decir poco. Bruno Ganz ES Hitler. Sus andares. Sus gestos ralentizados por el Parkinson. Su voz, con su peculiar acento austriaco. Su mirada. Sus súbitos estallidos de cólera. Un Hitler decrépito y decadente, que reduce al resto del elenco interpretativo (todos los actores hacen un muy buen trabajo) a la categoría de comparsas. Es la primera vez que un actor alemán de primera fila personifica a Hitler en la pantalla. De hecho, hasta ahora, y con la excepción de la película «El último Acto», de Pabst, en las películas alemanas sobre la guerra Hitler o no aparecía o aparecía de espaldas.
El estilo de la dirección, sobrio y desapasionado, sin los subrayados enfáticos y sentimentales en los que sería tan fácil caer al hacer una película como ésta, es uno de sus grandes aciertos. Otro es la opción de retratar a Hitler no como un monstruo sobrehumano, sino como un ser humano normal, amable con su secretaria y cariñoso con los niños y los perros. Estos dos aciertos se resumen en uno: se le deja espacio al espectador para que se forme su propia opinión sobre lo que se le está explicando, sin forzarle en ningún momento a compartir el punto de vista de los autores. Realmente, tampoco hace falta.
La personificación de un Hitler «humano» ha generado, era inevitable, mucha polémica. Los proverbiales ríos de tinta han vuelto a bajar caudalosos. La opción del director era clara y valiente: «¿Por qué no presentarle tal como es?» —declaró a la prensa— «Yo pensaba que era una obligación mostrar ante todas las víctimas que no es un monstruo, que no es un loco. El responsable de la muerte de seis millones de judíos, de siete millones de polacos y de veinte millones de rusos era una persona normal, no un loco».
Es normal que esta opción haya molestado a mucha gente. Resulta psicológicamente muy confortable retratar a los nazis como monstruos y a Hitler como un demonio, la versión siniestra del superhombre nietzscheano. Nos evita el desasosiego de saberle humano, demasiado humano. Porque si Hitler era un ser humano, entonces cualquiera de nosotros podría ser como Hitler. Un Hitler humano da mucho más miedo y aparece como más culpable que un Hitler monstruoso y demoníaco. Reconocer que Hitler y sus nazis eran seres humanos implica reconocer que el mal no es un ente abstracto, sino una cualidad humana. Implica reconocer que el infierno somos nosotros. Éstos son pensamientos muy incómodos, y éstos son precisamente los pensamientos a los que «El hundimiento» nos obliga a enfrentarnos. Éste es su gran mérito.
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