El hombre que no se rindió

En 1941, un aprendiz de costurero japonés llamado Shoichi Yokoi fue reclutado para servir en el ejército. Yokoi, que entonces se preparaba para contraer nupcias en un matrimonio arreglado por su familia, retrasó los planes hasta que volviese de Manchuria, donde había sido asignado por un año, y entonces cumpliría la promesa familiar. Pero en diciembre de ese año Japón atacó Pearl Harbor, y el servicio de Yokoi se volvió permanente. En 1943 fue enviado al frente cuando Japón invadió las Islas Marianas y su prometida no volvería a saber de él jamás.

Una noche en las orillas de la selva tropical de Guam, dos hombres, Jesús Dueñas y Manuel de Gracia, agachados y tan callados como era posible esperaban sorprender un animal cuando algo fuera de lo común les llamó la atención.

A la señal de De Gracia, Dueñas había apuntado su rifle hacia unos arbustos que se movían en silencio a unos veinte metros, esperando a que apareciera lo que el creía sería un jabalí.

Pero en vez de esto, de entre los arbustos salió lo que la principio creyeron era un niño, y poco después se dieron cuenta era un hombre pequeño y raquítico que caminaba de puntillas hacia el cercano río Talofofo. ¡Un japonés! susurro Dueñas sorprendido y sin pensarlo dos veces se levantó y le grito al hombre que se detuviera.

El extraño se detuvo inmediatamente, cayó de rodillas y enseguida se puso a rezar. Pero todo era un truco. Cuando Dueñas estuvo a un paso de él, el hombre saltó hacia el rifle pero las pocas energías que tenía no fueron suficientes para hacerse con el arma. Sin problemas, los dos cazadores lo sometieron y le amarraron las manos en la espalda.

El verdadero hombre en la lunaEl hombre vestía pantalones cortos y una camisa que parecía hecha de hojas secas. A pesar que era poco más que un trapo, no dejaron de notar que estaba bien cosida. El pelo y la barba estaban afeitados al rape y como calzado vestía unas cocuizas hechas de paja seca.

Tanto la familia de Dueñas como la de De Gracia habían sido víctimas de la brutalidad japonesa durante la permanencia en la isla, pero aun así decidieron llevar el hombre a casa, donde lo desamarraron y le dieron de comer.

Parados junto a él lo vieron devorar plato tras plato de comida con una desesperación que jamás habían presenciado y cuando estuvo lleno empezó a hablar como si no lo hubiese hecho en años. El idioma no lo entendían, pero cuando salió afuera y se paró de espaldas contra la pared se dieron cuanta de que se había defendido inútilmente de lo que creía era su destino. El hombre estaba seguro de que iba a ser fusilado.

Dueñas y De Gracia se llevaron las manos a la cabeza. ¿Era posible? Fueron de nuevo a la cocina y vieron al calendario pegado a la pared. Ya era casi la medianoche del 24 de enero de 1972. Si el hombre que estaba afuera esperando a ser fusilado era un soldado japonés, ¡éste había estado en la selva por casi treinta años!

Tras intentar explicarle lo que sucedía, Dueñas y De Gracia lo montaron en un jeep y lo llevaron al hospital de Talofofo, de donde fue enviado al cuartel de policía, y de allí al Hospital General de Guam, donde los periódicos no tardaron mucho en enterarse de que un hombre de 56 años, ex-sargento del ejército imperial japonés, había estado oculto en las selvas de Guam por veintiocho años para evitar ser capturado. Su nombre: Shoichi Yokoi.

Cuando los norteamericanos tomaron la isla en 1944 la orden dada a los soldados japoneses fue luchar hasta morir porque todos los prisioneros serían fusilados. Yokoi creía en sus superiores ciegamente, al igual que la mayoría de los nipones, que no se entregaron hasta que más de veintidós mil de ellos habían muerto en batalla.

Cuando todo parecía perdido, muchos se internaron en la selva, pero gradualmente fueron capturados o se entregaron tras días de penurias. Pero Yokoi y dos compañeros decidieron que era preferible morir a sufrir la desgracia de ser capturados vivos. Para el momento de su captura, el último compañero de Yokoi había muerto hacía ocho años de una indigestión.

Durante los veintiocho años que pasó en la selva, Shichi había construido varias guaridas. La última era una cueva debajo de un campo de bambúes. Debajo de ellos, había descubierto, la tierra era más sólida, y como estaba cerca del río se las había ingeniado para construir una letrina cuyo contenido era arrastrado automáticamente río abajo.

Pero la verdadera proeza, según el mismo, había sido conseguir comida. La selva está llena de ella, pero Yokoi encontró que no era tan fácil agarrársela como él pensaba. Su dieta consistió más que todo de mangos, semillas, cangrejos de río, camarones, caracoles, ratas, anguilas, palomas, y jabalíes.

Sin sal que usar como preservativo o condimento su gusto tuvo que adaptarse al sabor simple de lo natural. Construyó trampas para capturar camarones y anguilas en el río y utilizaba coco gratinado como carnada. Una vez capturados los pelaba y comía a la parrilla.

Había construido una trampa para cazar ratones basada en las que se usaban en Japón cuando era joven. Tras años de comer el animal confesaría que esta era su carne favorita y que sentía especial predilección por el hígado del animal. Sin embargo, también confesó, que no tenía mucho de que elegir. Que a veces pasaban días antes que capturara algo y cuando lo hacía no había lugar para gustos. Tenía que comerse lo que fuera.

Gracia a esto a veces se enfermaba, y sin medicinas o alguien a quien acudir pasaba semanas mal del estomago. Esto era un verdadero peligro, y se presume que sus dos compañeros murieron de males relacionados con la comida. Por esto aprendió a cocinar bien y tener cuidado de lo que comía. El agua, aunque la asumía pura, nunca la tomaba antes de hervirla.

A pesar de todo esto, y aunque a primera vista Yokoi lucía como si tuviera al menos diez años más de lo que tenía, los médicos que le examinaron lo consiguieron en perfectas condiciones físicas y mentales. Pero lo que verdaderamente impresionó a los periodistas fue su vestimenta.

Al principio se pensó que sus ropas estaban hechas de la piel de algún animal. Sin embargo, como costurero que era, Yokoi se las había ingeniado para crear su propia materia prima. Su ropa era increíble, sus camisas tenían botones y bolsillos y los pantalones tenían trabillas para una correa. El estilo era el de un perfecto uniforme de campana japonés. Para crearlas Yokoi había aplanado la corteza de árboles hasta convertirlas en fibras. Para coserlas aplanó y afiló restos de artillería hasta convertirlas en agujas, que utilizaba para coser un hilo hecho de las fibras de la concha del coco.

Los trajes, aunque primitivos fueron efectivos. Durante su estadía en la selva apenas construyo tres, el último de los cuales se conserva en el Museo de Guam.

Mientras estaba en hospital Yokoi manifestó su preocupación por su posición. En su mente sólo podía verse como un prisionero de guerra y no se imaginaba que destino le esperaba si era enviado a Japón.

La lealtad japonesa es legendaria, pero nunca ha estado exenta de un poco de ayuda oficial. Yokoi era un buen ejemplo de ella. Había pasado una vida en la selva para seguir las órdenes del emperador. Pero al igual que los famosos kamikazes, el negarse a cumplirlas significaba la muerte. Los kamikazes, famosos por estrellarse contra sus objetivos cuando se les acababan las municiones no tenían otra salida. De acuerdo a partes de guerra, los aviadores que se atrevían a volver con vida a los portaviones o aeropuertos eran obligados a cometer harakiri.

Shoichi había leído que la guerra había terminado en los años cincuenta, en unos panfletos lanzados por el gobierno norteamericano. Pero siempre pensó que era una trampa para capturarlo, y en realidad no creyó lo que todo el mundo le decía hasta que el cónsul general de Japón en Guam, James Shintaku fue al hospital y le informó oficialmente de la rendición de Japón en 1945.

La colonia japonesa mientras tanto, envió delegaciones a su habitación que lo saludaban con un fervoroso Gokuo Sama (Gracias por su servicio), a lo que él respondía con un simple, de nada.

Seis días después de su captura lo visitó su medio hermano, Osamu, y un primo Jotaro Sakai quienes le dijeron que su madre había adoptado al primero cuando le dijeron que el había muerto en Las Marianas el 30 de septiembre de 1944. Tras intercambiar algunas frases Yokoi preguntó por su prometida, pero las familias habían perdido contacto hacía mucho y no sabía si tan siquiera aún estaba con vida.

Mientras se recuperaba, Shoichi empezó a recibir cientos de cartas. Algunas con dinero y para cuando salio de hospital el total llegaba a cien mil yenes. Con todo este dinero, le comento a un periodista, me sobra para mantenerme el resto de mi vida. El periodista se negó a romperle el corazón, pero lo que era una pequeña fortuna cuando vivía en Japón, eran apenas $324 dólares al cambio de 1972.

Yokoi había dejado la civilización a la edad de 28 años, y al salir del hospital fue inmediatamente sorprendido por un mundo que era completamente distinto al que había abandonado. Había televisión a color, hombres en la luna y americanos viviendo en Tokio tranquilamente. Japón no tenía ejército.

Asombrado vio como pudo volar de Guam a Tokio sin escalas en apenas tres horas, a donde llego el 2 de febrero de 1972. Allí le esperaba una turba de cinco mil admiradores que se le saludaban con el ahora familiar Gokuo Sama y Banzai Shoichi, larga vida Shoichi. Yokoi, desde una silla de ruedas los saludaba con la mano aguantando las lágrimas.

Shoichi Yokoi se trasformó inmediatamente en una figura de primera línea y en un personalidad de televisión, donde aparecía esporádicamente comentando sobre técnicas de supervivencia. En 1973 escribió un libro sobre su experiencia en Guam y en 1974 se lanzo sin éxito para un puesto en el parlamento japonés.

El mismo año que volvió a Japón, contrajo matrimonio con Mihoko Yokoi, con quien vivió en Nagoya hasta la edad de 82 años, a la que murió el 23 de septiembre de 1997.

Pero Yokoi no sería el último soldado japonés en aparecer. En 1974, un oficial de la inteligencia japonesa llamado Hiroo Onoda fue enviado a espiar las tropas norteamericanas de Filipinas en 1944. Pero a medida que las fuerzas americanas crecieron fue obligado a retirarse hacia la selva donde permaneció por 30 años.

Onoda no fue tan pacifico ni benigno como Yokoi. Capaz de mantener su armamento en buen funcionamiento Onoda atacaba y se proveía de los campesinos filipinos. La orden que le habían dado era la de desestabilizar la armada norteamericana a cualquier precio y sin importar cuantos años tomara. Nunca nadie se tomó algo más a pecho.

Onoda estaba al mando de cuatro hombres que estuvieron con el hasta septiembre de 1949, cuando el primero de ellos decidió entregarse a los norteamericanos. Con el japonés como guía se envió una comisión a buscar a Onoda pero este se rehusó a salir a pesar que fotos y cartas de sus familiares fueron lanzadas desde aviones sobre la selva.

Onoda estaba seguro de que este era un truco de los norteamericanos a quienes creía desesperados por un inminente ataque japonés. Por lo que en mayo de 1954, cuando Onoda observo una columna del ejército filipino este ordenó atacarla, y en el combate perdería a otro de sus hombres. Como represalia, Onoda aumento sus ataques a campesinos quemando sembradíos y haciendas tras cargar con lo que necesitaba.

Alarmado por la situación, el gobierno de la isla trajo a un hermano de Onoda para que hablara por altoparlantes desde la selva. Pero Onoda, quien vio el show desde lejos, siguió creyendo que era un truco y más tarde confesaría que creía que los norteamericanos se habían conseguido un doble. En una radio que habían robado escuchaban noticias de lo que sucedía en el mundo pero se negaban a creerlo, especialmente el que Japón se había industrializado y ahora era una potencia mundial. Aunque si esto era del todo verdad, había lugar a que continuasen la resistencia ya que muy pronto estarían recibiendo refuerzos.

El 19 de octubre de 1972, en un ataque a una hacienda, el ejército logró llegar allí antes que Onoda pudiese escapar y en el enfrentamiento mataron a su último compañero.

A pesar de la soledad Onoda permaneció reacio a las solicitudes de rendición hasta que un hecho fortuito le convenció de que posiblemente lo que decía el enemigo era verdad.

El 20 de febrero de 1974 Hiroo Onoda caminaba por la selva cuando se consiguió con la carpa de un estudiante japonés llamado Norio Suzuki que estaba dándole la vuelta al mundo. Su meta era, le había dicho a sus compañeros de universidad, conseguir al teniente Onoda, un panda y el abominable hombre de las nieves.

Suzuki y Onoda hablaron por horas y al final del día el primero le había convencido de que la guerra había terminado. Sin embargo, para entregarse tenía una petición.

Como oficial del imperio japonés no podía rendirse sino se lo ordenaba su superior inmediato que era un tal Mayor Taniguchi.

Con esta petición Suzuki salió de la selva y se entrevistó con el gobierno filipino para arreglar la entrega de Onoda, y el 9 de marzo de 1974 éste le leyó la orden de rendición firmada por el emperador y le ordenó que entregara su espada. Onoda así lo hizo y se entregó finalmente a las autoridades filipinas.

En el hospital Onoda, al igual que Shoichi Yokoi, fue encontrado en excelentes condiciones físicas, y para sorpresa de los odontólogos, no tenía una sola caries. Legalmente, sin embargo, Onoda no estaba tan en buena forma. Durante su estadía en la isla el japonés había matado a unos treinta filipinos y herido a más de cien, pero a petición de gobierno japonés y para evitar un enfrentamiento diplomático Ferdinand Marcos, entonces presidente de ese país, le otorgó un indulto que le permitió viajar a Japón.

A diferencia de Shoichi, a Onoda no le hicieron ninguna gracia los cambios en Japón. Aunque demostró satisfacción con el nuevo poderío económico, consideraba que estar castrado militarmente era vergonzoso. Y a pesar de haber sido recibido como héroe, casi inmediatamente se fue a vivir a Brasil, donde compró una hacienda y desapareció de la vida pública. Sólo en los años noventa volvería al Japón donde montó un campamento vacacional para niños.

Quizás embargado por un sentimiento de culpa, Onoda volvió a las Filipinas en 1996, donde en una reunión con la entonces gobernadora de Lubang Josephine Ramírez Sato, dieron un discurso donde hablaron del simbolismo del encuentro que significaba que las últimas heridas de la segunda mundial por fin habían sanado.

O al menos para ella. Onoda, que en su visita donó unos $10.000 dólares para becas de estudio a niños de la región, fue rodeado por protestantes cuando visitó el monumento de la amistad filipino-japonesa en Mindoro Occidental.

Medio siglo después de la guerra, sentimientos encontrados afloraban en cada rostro que pedía compensación por sus familiares muertos o heridos durante la ocupación japonesa. La protesta fue especialmente ruidosa en el lado de los familiares de los filipinos a los que Onoda había matado personalmente.

«El mató a mi hermano,» gritó una Cristina Evangelista, «lo que quiero es que Onoda pague por eso».

Al parecer algunas heridas son más difíciles de borrar que otras en este último surreal capítulo del drama que fue la gran guerra de mediados del siglo veinte.

Enlaces de Interés

1. Traumas bélicos, Etcetera.com.mx – José Luis Durán King

2. Japan: No Surrender in World War Two, BBCi – David Powers.

3. No Surrender Japanese Holdouts, Wanpela.com – Justin Taylan

4. Gli Ultimi Samurai, Società di Cultura e Storia Militare – Alberto Rosselli.

5. Shoichi Yokoi’s 28 Years In Hiding – Jessica B.

6. Japan’s WWII ‘no surrender’ soldier dies, CNN Interactive – John Lewis.

7. Yokoi – the last straggler, Government of Guam Consortium

8. The Lost Soldier, Museum of the Weird – Clay Pute, 1988

9. Entrevista con Jesús M. Dueñas – Winnie M. B. Dueñas, 1999


Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario