El gorila blanco: otra víctima del racismo

De mi infancia recuerdo que una de las golosinas más codiciadas era el chocolate blanco, que en realidad era de un desvaído color amarillo sebo. Para conseguir que fuera tan pálido se fabricaba sólo con manteca vegetal, sin añadirle nada del oscuro cacao que es el alma y la razón de ser del chocolate.

El resultado es un chocolate que carece no sólo del color, sino también del aroma y el sabor del auténtico chocolate; insípido a la vista, al olfato y -salvo por el mucho azúcar añadido- al paladar. Todo su encanto radicaba en el hecho de ser blanco cuando tendría que ser negro.

También recuerdo las visitas dominicales al zoológico de Barcelona, donde la estrella indiscutible era Copito de Nieve, el gorila blanco. Mientras que los otros gorilas tienen el pelo y la piel negras como la brea y los ojos marrón oscuro como muy claros, él tenía la piel sonrosada, el pelo blanquísimo y los ojos azules. Allá en la jaula colectiva parecía un corpulento sueco jubilado haciendo turismo entre zulúes. Y, salvo por el hecho de ser blanco, era un gorila exactamente igual a los otros. Si acaso, más mimado.

Ya fue famoso en vida, pero tras su reciente muerte, el pasado 24 de noviembre, ese copito echó a rodar cuesta abajo hasta convertirse en una bola de nieve mediática de proporciones inmensas: reportajes en la prensa escrita de los cinco continentes, libros y discos publicados, extensos programas especiales en televisión y radio. Incluso hubo una conferencia-homenaje en el ayuntamiento, con presencia del alcalde y todo el equipo de gobierno municipal -un honor que no se le concedió, por cierto, ni al escritor Manuel Vázquez Montalbán, otro barcelonés ilustre recientemente fallecido-. Se habla de erigirle un monumento -en su caso, sería más bien un monomento– y de darle su nombre a una calle, como si de algún ilustre prócer patrio se tratara.

Esto último no me escandaliza tanto como a algunos: al fin y al cabo, Copito era mucho más simpático y había perjudicado mucho menos a la patria y a sus habitantes que muchos de los próceres así honrados.

Año más, año menos, -Su fecha de nacimiento es imprecisa; uno de tantos secretos que guarda la selva de N»ko, donde tuvo lugar el acontecimiento- Copito y yo teníamos la misma edad. La diferente esperanza de vida de nuestras especies respectivas hace que él haya muerto habiendo superado la suya, mientras que yo aún estoy cruzando el ecuador de la mía. Por eso, y por más cosas, yo también fui víctima de esa tan barcelonesa fascinación por el gorila blanco, igual que conciudadanos tan eminentes como el mencionado Vázquez Montalbán, el articulista y crítico teatral Joan de Sagarra o los artistas gráficos Mariscal, Max y América Sánchez.

Todos ellos le han dedicado obras al albino. Yo, modestamente, también. Mi fascinación por él cristalizó en un relato de ficción, o casi, titulado «El Gran Dios-Mono Blanco» que publiqué en Internet y con el que incluso gané un pequeño premio literario.

Mas, ahora lo sé, todo el encanto de Copito venía de una enfermedad, el albinismo o carencia de melanina, una disfunción genética como la diabetes o el daltonismo. Como casi todos los albinos, Copito sordeaba, era corto de vista y muy propenso a las enfermedades cutáneas, como el melanoma, que ha sido lo que al final, y cumpliendo su demorado destino de albino, ha puesto fin a su longeva existencia.

De hecho Copito no era, por suerte para él y para sus carceleros, un albino completo. Una pequeña cantidad de melanina hacía que sus ojos tuvieran cierto color -azul- y pudieran soportar la luz solar. Si no, habrían tenido que guardarlo a oscuras y exhibirlo bajo luces infrarrojas, para que no se quemase. Probablemente, de no haber vivido en un entorno hiper-controlado y sometido a una exhaustiva vigilancia médica, su falta de protección cutánea le habría llevado a la muerte por melanoma mucho antes, antes incluso de llegar a la edad adulta.

No sé si viene a cuento, pero recuerdo que un criador de gatos me dijo una vez que los gatos blancos, además de ser más caros y más difíciles de producir, son más delicados de salud, física y mental. Además, son incapaces de sobrevivir por sus propios medios, porque su color claro les impide cazar: las posibles presas les ven en seguida. Moraleja extraña: tener la piel oscura es más sano. Y sin embargo, desde que lo trajeron de Guinea, la obsesión de los responsables del Zoo de Barcelona ha sido perpetuar la carencia genética de Copito.

Ya cuando el antropólogo Jordi Sabater Pi se lo envió, tras comprárselo a un campesino de la etnia Fang por 15.000 antiguas pesetas (unos 90 modernos euros) y dos botellas de ginebra, a los responsables del zoo no se les ocurrió otro disparate que encargar a Sabater Pi que les encontrara tres o cuatro especimenes blancos más, para «perpetuar la especie» (¿Qué especie?).

Sabater Pi les dijo, naturalmente, -aunque quizá no con estas mismas palabras- que lo mismo le podían encargar que les encontrara un perro verde. Pero eso no les desanimó. Y durante toda la dilatada vida del albino se han dedicado a cruzar sus espermatozoides de todas las formas posibles con el objetivo de conseguir más gorilas blancos. Lo único que no llegaron a probar fue la clonación, y eso, probablemente, porque el simio murió antes de que la tecnología se desarrollara lo suficiente como para permitirlo.

Cito una de sus muchas crónicas necrológicas publicadas: «La gran esperanza de los admiradores del gorila albino y las autoridades del zoológico era que algunos de los 22 hijos que tuvo el animal con tres hembras fuera también «blanco como la nieve». Pero toda la descendencia, de los cuales quedan 6 hijos vivos y 7 nietos, ha tenido una pelambre de colores normales». Me gusta que el cronista emplee la expresión «colores normales», porque ése es el quid de la cuestión: ser blanco es bueno si eres un oso polar o un vestido de novia, no si eres un gorila. Si eres un gato, como he dicho antes, es más bien una jeringonza. ¿Y si eres un ser humano? Quede la cuestión en el aire.

Los del zoo de Barcelona incluso escogieron un nombre científico para denominar esta nueva raza de gorilas que intentaban crear en sus laboratorios para añadirla a las tres ya existentes: Gorilla gorilla gorilla o gorila de las tierras bajas occidentales; Gorilla gorilla graueri o gorila de las tierras bajas orientales, y Gorilla gorilla beringei o gorila de montaña. Copito, que en principio pertenecía a éste último grupo, fue clasificado como Barcelonensis gorilla gorilla.

Es cierto, lo juro, lo he visto con mis ojos de infante: la placa explicativa de su jaula le identificaba en esa peregrina categoría zoológica, en la que se esperaba encuadrar también a su descendencia albina, si la hubiere, que de momento no la ha habido. Si estamos de acuerdo en que el albinismo es una enfermedad, el propósito era ni más ni menos que crear una raza de animales enfermos, propósito absurdo donde los haya, tanto como fabricar un chocolate que ni sabe a chocolate ni huele a chocolate ni tiene las propiedades tónicas y nutritivas del chocolate. O como clasificar a las personas por la mayor o menor pigmentación de su piel. En el fondo, tres síntomas diferentes de la misma estupidez.

Xavier Fernández es periodista, escritor e ilustrador español, autor de El gran dios-mono blanco y Kensington Gardens.


Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario