Españoles, Franco ha vuelto

A más de treinta años del «Españoles, Franco ha muerto» que marcó el fin de su vida y su régimen dictatorial, la presencia del General Franco vuelve a hacerse notar con fuerza en la actualidad española.

Las obras del escultor Eugenio Merino suelen ser uno de los grandes atractivos de las diferentes ediciones de ARCO, la feria de arte moderno de Madrid; y no tanto (o no sólo) entre coleccionistas, diletantes y otras tribus habituales del mundillo, sino, sobre todo, entre el público en general, ése que va a la feria por curiosidad y a pasar una tarde entretenida repitiendo: «será arte, pero no lo entiendo». Las obras de Merino son del agrado de este tipo de público porque las entienden, y hasta las ríen, pues son de lectura fácil y presentan una gratificante faceta humorística. Realizadas con silicona policromada, poliuretano, pelo humano, ojos de cristal y ropa auténtica, sus esculturas son como caricaturas humorísticas en tres dimensiones, muy en la línea satírica y burlona de los tradicionales ninots de las fallas valencianas. Osama Bin Laden en la facha y la postura de Tony Manero en Saturday Night Fever, el Dalai Lama con Kalashnikov y canana de balas, emulando a Sylvester Stallone en Rambo, la cabeza de George W. Bush convertida en punching-ball o Fidel Castro como zombi de película de George A. Romero han sido algunas de sus propuestas.

En la última edición de ARCO, su propuesta fue la obra Always Franco, una efigie (cabezona y caricaturesca, como suelen ser las suyas) del General Franco en uniforme, metido dentro de una nevera de refrescos. Y ha pasado lo que no había pasado ni con el Dalai Lama, ni con Fidel Castro, ni con George Bush, ni siquiera con Osama Bin Laden; que le ha caído una demanda por injurias. Tras ver publicada en la prensa una foto de la obra, el vicepresidente de la Fundación Nacional (sic) Francisco Franco, Jaime Alonso, acudió a la feria acompañado por un notario y provisto de una cámara fotográfica para tomar sus propias imágenes de la misma. Previamente, Alonso había avisado de sus intenciones a la prensa, para tener público. Y efectivamente, al día siguiente muchos periódicos publicaron fotografías de Alonso fotografiando la refrigerada efigie del dictador, acompañadas de las declaraciones que Alonso les hizo allí mismo en (no tan) improvisada rueda de prensa: que el acta notarial y las fotografías iban a formar parte de una demanda judicial que la fundación pensaba presentar contra la obra, su autor, la organización de ARCO que la acogía, la galería barcelonesa ADN que la trajo a la feria y, en general, «contra quienes permiten esta zafiedad, esta carencia de escrúpulos contra la dignidad de las personas». Añadió Alonso que «la obra genera odio y enfrentamiento». Lo que probablemente es cierto: a él, sin ir más lejos, se le veía bastante cargado de odio y con bastantes ganas de meterse en un enfrentamiento.

Franco contra Garzón

Always Franco no es la primera incursión del dictador español en el mundo del arte moderno: hace algunos años, el artista norteamericano Violet Ray expuso en ARCO un fotomontaje en el que se veía su cadáver dentro de una lata de sardinas. Y no pasó nada, no hubo entonces ninguna Fundación Nacional Francisco Franco que se querellara ni con el artista, ni con el galerista ni con nadie. Pero, ¿qué es la Fundación «Nacional» Francisco Franco? Se trata de una organización privada que en su página web proclama estar dedicada a «difundir el conocimiento de la figura de Francisco Franco en sus dimensiones humana, política y militar, así como de los logros y realizaciones llevadas a cabo por su Régimen». O sea que son lo que parecen ser: un pequeño club de nostálgicos de la dictadura, empeñados en reivindicarla. Nada especialmente insólito ni especialmente digno de atención, ya que pequeños clubs de similares características existen en cualquier país que haya sufrido una dictadura en fecha más o menos reciente (excepto Alemania, donde la ley prohíbe de forma tajante cualquier reivindicación de la que sufrió bajo Hitler). Así que la noticia de la querella de su secretario general contra un ninot de silicona y poliuretano podría ser una anécdota solo merecedora de una nota breve en páginas interiores, tapando un hueco que en la redacción no sabían cómo tapar.

Si no fuera porque Franco, últimamente, aparece cada vez con mayor frecuencia en la prensa española, y hasta en su vida cultural. Y no precisamente en breves de páginas interiores. Y porque la Fundación Nacional Francisco Franco puede parecer una anécdota a pie de página, pero (y eso es algo que irrita sobremanera a amplios sectores de la sociedad española) recibe una subvención con cargo a los presupuestos generales del Estado Español. O la recibía en tiempos del gobierno de Aznar, porque tras la victoria socialista de 2002 le fue retirada. Oficialmente, la subvención era para el mantenimiento e informatización del archivo privado de Franco, que la Fundación custodia.

Además, esta noticia ha aparecido al mismo tiempo que otra con la que resuena y se magnifica: la del juicio a que se ha sometido, en el Tribunal Supremo, al juez Baltasar Garzón por pretender juzgar a Franco, en base a la legislación internacional sobre crímenes contra la humanidad. Garzón ha salido absuelto, pero no por unanimidad, y no sin recibir un buen par de tirones de orejas, pues el auto de la sentencia especifica que, si bien no hubo delito, el juez «aplicó erróneamente» las disposiciones legales al pretender llevar a Franco a los tribunales, pues eso es algo que, según la misma sentencia, no corresponde al sistema penal, a pesar de que España haya suscrito hace tiempo la legislación internacional sobre crímenes contra la humanidad, circunstancia legal que no se menciona en ningún momento.

Ciertamente, si el juez Garzón hubiera sido condenado por querer juzgar a un dictador, el sistema judicial español hubiera hecho un ridículo espantoso en la escena internacional, y eso es algo que quizá haya pesado en la decisión del alto tribunal. Como quizá también haya pesado el hecho de que, de todas formas, si de lo que se trataba era de apartar al incómodo juez de la judicatura, eso ya se había conseguido con la sentencia condenatoria (a once años de inhabilitación, lo que dada su edad equivale en la práctica a su retirada de la carrera judicial) que previamente le había caído en otro de los tres juicios a que se le ha sometido simultáneamente. En ninguno de ellos la fiscalía había encontrado indicios de delito, por lo que los tres han seguido adelante gracias a la acusación privada, una figura que la legislación española permite. En el caso del juicio por los crímenes del franquismo, ésta fue ejercida por Manos Limpias, una organización que se presenta como un sindicato al que no se le conocen más que dos afiliados: su presidente, Francisco Jiménez Luis (autor del libro Franco y su obra) y el abogado Miguel Bernard. Ambos habían formado parte de la dirección del extinto partido de extrema derecha postfranquista Fuerza Nueva, hasta su disolución.

Franco era un dictador, pero poquito

Todo esto sucede, además, muy poco después de que Franco asomara la nariz en la prensa por otra cuestión, esa vez de la mano de la Real Academia Española de la Historia. La docta institución prepara desde hace algún tiempo un Diccionario Biográfico al que se suponen 50 tomos, de los que lleva publicados, subvención de 6,4 millones de euros con cargo al Ministerio de Cultura mediante, hasta el 25, que apareció el pasado mes de mayo de 2011. Este volumen contiene la reseña biográfica dedicada a Franco, en la que se le trata de forma sumamente respetuosa (en todo momento recibe tratamiento de «Jefe del Estado» o de «Generalísimo»), y no se menciona ni en una línea el perfil represor que desarrolló, sobre todo, en los primeros años de la dictadura (y que el historiador Paul Preston ha documentado en su última, y recientemente publicada, obra, El holocausto español). En cambio, a la Guerra Civil Española se la califica de «cruzada» y al régimen que surgió tras ella de «autoritario, no totalitario», en contra de la opinión no sólo de muchos insignes historiadores (no pertenecientes a la Academia) sino del mismísimo Franco, quien en discursos públicos de los que hay constancia calificó al régimen político que encabezaba, con sinceridad y sin complejos, como «totalitario».

El autor de esa reseña, y académico de la Real, es Luis Suárez, experto en historia medieval. La Academia está llena de medievalistas y presenta un gran déficit en expertos en historia contemporánea. Que haberlos, en España, los hay (Santos Juliá, Ian Gibson o Javier Tusell, por dar tres nombres), pero no están en la Academia. En el caso de Luis Suárez se da la circunstancia de que, además de medievalista, es miembro de la Fundación Nacional Francisco Franco. Circunstancia que, de ser España Inglaterra y este Diccionario Biográfico el Oxford que pretende tomar como modelo, le habría descalificado para recibir el encargo de elaborar la reseña del dictador, por parcialidad manifiesta.

Aunque no es Luis Suárez un caso excepcional en las poltronas de la Real Academia Española de la Historia, una institución que mantiene la costumbre, hace largo tiempo defenestrada por la otra Real Academia Española, la de la lengua, de contar con un obispo entre sus miembros (Monseñor Cañizares, un prelado famoso por sus posiciones ultraconservadoras, pero no por sus obras sobre historia, pues no ha escrito ninguna). Entre sus filas también se cuentan un par de marqueses, un duque, el presidente de la Hermandad del Valle de los Caídos (el faraónico mausoleo que Franco se construyó a su mayor gloria, y hoy por hoy la única muestra de arquitectura fascista que pervive en Europa, pues sus correlatos alemanes e italianos fueron derruidos hace mucho tiempo) y varios galardonados con la Orden de Isabel la Católica.

Esta reseña se encuadra en una corriente de opinión últimamente muy publicitada en la prensa conservadora española, que intenta suavizar la imagen de la dictadura (a veces la califican de «dictablanda»). Los argumentos son, en esencia, que la dictadura de Franco fue escasamente represiva y surgió como necesaria solución a la conflictividad y las carencias democráticas del régimen republicano precedente Sin arredrarse ante la aparente contradicción de postular como solución a las imperfecciones de un régimen imperfectamente democrático sustituirlo por otro que no lo es en absoluto.

Este intento de suavizar la imagen de Franco obedece en parte a un cambio de estrategia de una parte de la derecha política (y también de la derecha social) española, que tras el advenimiento de la democracia, incómoda porque se la identificara por su pasado franquista, trató de esconder a Franco en el sótano donde se guardan los trastos viejos y las fotos comprometedoras; pero ahora parece querer reivindicar la memoria de su precedente histórico. También, en parte, surge como reacción de ese mismo sector de la derecha política y, sobre todo, social, contra las organizaciones que tratan de rehabilitar y recuperar la memoria de los varios miles de desaparecidos durante la represión desarrollada por el régimen de Franco durante los primeros años de la dictadura.

El principal ideólogo de esta reivindicación de Franco es el historiador Pío Moa, un curioso personaje que había militado en el Partido Comunista de España, del que se separó por no compartir las tesis de alejamiento del modelo soviético, acatamiento del orden constitucional y respeto a la monarquía parlamentaria que impuso su entonces secretario general, Santiago Carrillo. Moa pasó a formar parte entonces del PCE Reconstituido, un partido de inequívoca vocación pro estalinista, y militó en el grupo terrorista de extrema izquierda GRAPO; encarcelado por su implicación en el atentado que le costó la vida a un policía (al que quizá diera muerte él mismo), cursó la carrera de Historia en la cárcel, donde inició una evolución ideológica que le ha llevado a considerar la actual democracia española como heredera del régimen franquista, que según Moa experimentó una evolución democratizante, y a Franco como el que sentó las bases que hicieron posible la democracia actual; tesis que ha desarrollado en los varios libros que sobre la dictadura y la Guerra Civil lleva escritos.

Franco ha vuelto

Volviendo a la escultura de Eugenio Merino (de cuya gestación y sobre cuya polémica se ha rodado una película documental, titulada Siempre Franco): según su autor, «representa la idea de que en España la gente mantiene viva la imagen de Franco. No se deja de hablar de él, no se deja de debatir. La nevera es un lugar donde se mantienen vivas y frescas las cosas». Lo que, visto lo visto, no parece una valoración desacertada. Porque es cierto que, treinta y siete años después de su muerte (que son los mismos que Merino lleva de vida, pues nació el mismo año en que el dictador murió) Franco parece más vivo y en mejor forma que nunca, y su presencia en los medios de comunicación españoles va camino de convertirse en habitual. Incluso el popular programa de televisión El Intermedio, un noticiario de actualidad en clave de humor, ha fichado recientemente a Franco como colaborador habitual. O cuando menos, a un títere de felpa que le representa. De momento, la Fundación Nacional Francisco Franco no ha aclarado si tiene intención de querellarse contra el títere, por injurias.


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