El camino hacia el Granma

Es una noche de febrero de 1969. Estamos en la casa de Alberto Granados, en el suburbio habanero de Miramar. Alrededor de la mesa, don Ernesto Guevara Lynch, Alberto y yo. De vez en cuando se nos acerca Julia, la venezolana, esposa de Alberto. Rememoramos los años de la infancia y la juventud del Che. Fuera se ha desatado una lluvia torrencial. Ríos de agua se descargan sobre la ciudad. A través de las persianas relampaguea. Truena. Da la impresión de que muy cerquita retumban cañonazos.

Los científicos dicen que el trópico es triste, pero también es amenazador. Es difícil vivir en el trópico, y con frecuencia, peligroso. Aquí, para procurarse el sustento también hace falta valentía, tenacidad, una voluntad férrea, ingenio y, por supuesto, suerte.

El padre del Che tiene cerca de setenta años: mediana estatura, bien parecido. Tras los cristales de la armazón de carey brillan sus ojos pícaros. Habla con el acento típico en la gente del Plata, por el que se reconoce en seguida al argentino. Como buen argentino o uruguayo, repite con frecuencia la interjección «che». Los entendidos afirman que los argentinos tomaron su «che» de tos indios guaraníes, en cuya lengua significa «mío». Pero entre la gente del Plata, según sea la entonación o el contexto, el «che» expresa toda una gama de «pasiones humanas»; asombro, entusiasmo, pena, ternura, aprobación y protesta.

Por su marcada afición a este vocablo, los rebeldes cubanos le pusieron el nombre de Che a Ernesto Guevara, hijo de don Ernesto. Con el tiempo éste se convirtió en su seudónimo de batalla, fundiéndose con su nombre y apellido originales. Tanto en Cuba como en todo el mundo se hizo famoso como Ernesto Che Guevara.

Una vez derrocado Batista, y siendo Guevara Director del Banco Nacional de Cuba, firmó «Che» en los billetes de nueva emisión, provocando la indignación de los contrarrevolucionarios.

Cierta vez, ya después del triunfo de la revolución cubana, le preguntaron qué opinaba de su nuevo nombre, y contestó: «Para mí «Che» significa lo más importante, lo más querido de mi propia vida. ¿Cómo podría no gustarme? Todo lo anterior, el nombre y el apellido, son cosas pequeñas, personales, insignificantes».

—Para comprender cómo mi hijo llegó a ser el comandante Che, uno de los líderes de la revolución cubana, y qué es lo que le llevó a las montañas de Bolivia —me dice don Ernesto— tengo que descorrer el telón del pasado y contarle la historia de nuestra familia. Por las venas de mi hijo corría sangre de los insurrectos irlandeses, de los conquistadores españoles y de los patriotas argentinos. Por lo visto el Che heredo algunos rasgos de nuestros inquietos antepasados. Había algo en su carácter que lo impulsaba a emprender largos viajes, aventuras peligrosas, a hacer suyas las nuevas ideas.

Yo también fui muy inquieto en mi juventud. Primero tuve una plantación de yerba mate en la lejana provincia argentina de Misiones, en la frontera con Paraguay. Después construí casas en Buenos Aires, en Córdoba y en otras ciudades de mi país. Fundé compañías de construcción y con frecuencia quebré. Y no

acumulé fortuna. No sabía enriquecerme a expensas de los demás, por eso los demás se enriquecían a expensas mías. Pero no lo lamento. Porque en la vida lo principal no es el dinero, sino tener la conciencia limpia. Aunque mis asuntos financieros nunca fueron brillantes, mis cinco hijos cursaron estudios superiores y, como se dice, se abrieron camino en la vida. Del que más orgullo siento es, por supuesto, de Ernesto. Fue un verdadero hombre, un auténtico luchador.

Bebemos café caliente, un «tinto» puro preparado por Julia según receta venezolana.

—Lamento no poder convidarlo con un mate —dice Alberto—, por este maldito bloqueo no es tan fácil recibir yerba de la Argentina.

El «tinto» tampoco es mala bebida en una noche de mal tiempo, sobre todo si en la mesa, junto al «extra-seco» hay una botella de vodka.

Leo un reproche en la mirada de Julia: su marido padece del hígado, y los médicos le prohibieron las bebidas alcohólicas.

—Confieso que a mí me gusta tomar una copita —se justifica Alberto—, en cambio al Che no le gustaban las bebidas fuertes. Desde joven se aficionó a los cigarrillos antiasmáticos, pero en Cuba se pasó a los cigarros, al «tabaco». En realidad, era un entendido en buenos «tabacos» y fumaba casi constantemente.

—Pues bien, amigo —retomó el hilo don Ernesto—, como le decía, debemos ahondar en la historia. A usted, como historiador, esto le resultará muy útil. Cuando se derrocó a Batista y el Che se convirtió en una celebridad, los diarios empezaron a escribir muchas invenciones sobre él. Algunos periodistas inclusive ponían en tela de juicio que fuera argentino. Otros afirmaban que era un ruso que se hacía pasar por argentino. Pero nosotros somos argentinos, y de pura cepa, de los que no hay muchos en nuestro país. Por línea paterna, el Che era argentino en duodécima generación, y por línea materna, en octava. Sería difícil encontrar en mi país una familia argentina más antigua que la nuestra. Empezaré por nuestros antepasados. Siguiendo la costumbre española, usamos dos apellidos. Yo soy Guevara por mi padre, y Lynch por mi madre. Los antepasados de mi padre, españoles, se radicaron en la Argentina ya en la época colonial(1), en la provincia de Mendoza, limítrofe con Chile, y se dedicaron a la agricultura. Como usted sabe, naturalmente, a comienzos del siglo pasado Mendoza fue base para el ejército de nuestro libertador, el general José de San Martín. Bajo su mando fue derrocada la dominación española en la Argentina. El ejército de San Martín cruzó de Mendoza a Chile, expulsando también de allí a los españoles, luego liberó Lima, capital del virreinato del Perú. Entretanto, en la Argentina se desató la guerra civil. San Martín se vio obligado a retirarse. Las tropas gran colombianas, mandadas por Simón Bolívar y por el mariscal Sucre, dieron cima a la liberación del Perú.

La guerra civil en la Argentina terminó en 1829, apoderándose del poder en Buenos Aires el general Juan Manuel de Rosas, criatura de los ricos ganaderos bonaerenses. Eliminó despiadadamente a sus adversarios, acabó con familias enteras y se apoderó de sus bienes. Permaneció en el poder 23 años.

Huyendo de las persecuciones de Rosas, en 1840 partieron de Mendoza a Valparaíso mi abuelo paterno, Juan Antonio, y su hermano José Gabriel Guevara. Rosas confiscó sus tierras. Junto con ellos huyó a Chile su vecino el teniente Francisco Lynch. El coronel Lynch y Arandia, padre del teniente, fue muerto por orden del tirano. Las tierras de los Lynch también pasaron a manos de Rosas.

El fundador de la rama argentina de los Lynch fue el irlandés Patrick, o Patricio, como lo llámanos nosotros, quien participó en la lucha liberadora contra el dominio inglés. Patricio les jugó más de una mala pasada a los ingleses. Lo perseguían, huyó a España, y, desde allí, a la Argentina o, como entonces la llamaban, a la Gobernación del Río de la Plata. Allí se casó con una criolla rica, heredera de una gran hacienda ganadera en Mendoza. Lo que le cuento ocurrió en la segunda mitad del siglo dieciocho, en el período de la dominación española.

Acuérdese de esto, amigo: Francisco Lynch fue mi abuelo materno. Y escuche ahora lo que sucedió después. En busca de trabajo, Francisco Lynch recorrió todo Chile, llegó hasta el Estrecho de Magallanes, confín de nuestro continente. Luego se le ocurrió ir al vecino Perú, donde enfermó de cólera. Del Perú se dirigió al Ecuador, y allí contrajo la viruela. De Ecuador retornó a Valparaíso, donde se encontró otra vez con los hermanos Guevara.

Por aquellos tiempos residían en Valparaíso muchos argentinos refugiados, enemigos de Rosas. Entre ellos, los escritores Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre, más tarde presidentes de la Argentina, Juan Bautista Alberdi, notable demócrata de nuestro país, partidario y propagandista de los utopistas franceses. Denunciaban los crímenes de Rosas en la prensa local, proyectaban conspiraciones contra él. Pero en aquel entonces Rosas estaba bien firme en su sillón presidencial, y las tentativas de derrocarlo terminaban con la muerte de los audaces.

Una vez —esto fue a principios de 1848—, estaban Lynch y los hermanos Guevara, junto con Sarmiento, en un café de Valparaíso discutiendo las últimas noticias argentinas, cuando llegó corriendo el compatriota José Carreas y les comunicó algo sensacional: ¡en California se habían descubierto unas minas de oro fabulosas! Carreas les propone emprender inmediatamente viaje hacia California. El «vil metal» permitiría armar a los patriotas y derrocar a Rosas.

Los contertulios interpretaron de distinto modo la proposición de Carreas. Sarmiento dijo: «Antes de que lleguen a California el filón de oro se agotará, y tendrán que volver a Valparaíso con las manos vacías».

Pero la juventud es confiada y despreocupada. ¡Qué es para ella el consejo de los mayores, cargados de experiencia! Francisco Lynch y los hermanos Guevara se contagian de la «fiebre del oro» y están dispuestos a partir para California inmediatamente.

Semanas más tarde, los futuros millonarios ya navegaban en un bergantín de dos mástiles rumbo a San Francisco, a donde arribaron en el invierno de 1848. Por cierto, muchos chilenos siguieron entonces la misma ruta. Lo que hubieron de pasar en tierras extrañas nos lo cuenta Pablo Neruda en su dramática cantata «Fulgor y Muerte de Joaquín Murieta».

En San Francisco reinaba un desorden indescriptible. La ciudad estaba atestada de buscadores de oro de todos los países, razas y pueblos. Pasó cierto tiempo hasta que nuestros navegantes pudieron vender su bergantín y marchar a Sacramento, valle de promisión, donde —ellos estaban seguros— les esperaban tesoros incalculables. Sin embargo, no todos fueron a Sacramento. Lynch ancló en San Francisco. Allí conoció a la joven chilena Eloísa Ortiz, viuda del marino inglés Andrige, se enamoró y se casó con ella. La alternativa era dejar a la joven esposa en San Francisco e irse él con los buscadores de oro o, quizá, llevársela consigo. Pero ambas cosas le parecieron igualmente arriesgadas. Lynch era un auténtico caballero y decidió quedarse en San Francisco para probar suerte allí. La fortuna le acompañó. Abrió en San Francisco el Salón «Placeres de California», que se convirtió para él en un verdadero filón de oro.

Del matrimonio de Lynch con Eloísa Ortiz nació en California una hija: Ana. Acuérdese, amigo, que Ana Lynch Ortiz es mi madre, la abuela del Che.

—¿Y qué pasó con los hermanos Guevara?

—¡Oh, eso fue una verdadera odisea! Juan Antonio y José Gabriel Guevara no tuvieron suerte. Está visto que jamás seremos millonarios. El terreno que les tocó en el valle de Sacramento estaba «vacío». En un año lo cavaron a lo largo y a lo ancho, lavaron toneladas de arena, y todo en vano: allí había tanto oro como en el fondo de esta copa. Pero, como se dice, no hay mal que por bien no venga. Nuestros buscadores de oro regresaron a San Francisco furiosos y agotados. Lynch los amparó, les dio trabajo en el Salón «Placeres de California». Allí conocieron a don Guillermo de Castro, aristócrata del lugar, casado con la nieta de Peralta, grande de España, ex virrey de la Nueva España, hoy México, al que los yanquis le arrebataron California. Guillermo de Castro poseía numerosas haciendas, e incluso le pertenecía el Gran Cañón del Colorado.

No crea, amigo, que le estoy contando fantasías ni que todo esto no tiene relación con la cuestión que le interesa. Por el contrario. Se convencerá ahora que Guillermo de Castro y su señora, nieta del virrey Peralta, tienen mucho que ver con su seguro servidor y, por lo tanto, con el Che. Los hermanos Guevara agradaron a don Guillermo, quien los designó administradores de su rancho ganadero «San Lorenzo», cerca de la actual ciudad de San Diego. Y no se equivocó, porque mis abuelos conocían a la perfección la ganadería. Tampoco erraron el tiro los hermanos Guevara al aceptar la proposición de don Guillermo, pero salió ganando especialmente mi abuelo Juan Antonio, ya que en el rancho «San Lorenzo» le esperaba la verdadera felicidad. Conoció a Concepción, hija única de don Guillermo. Los jóvenes se enamoraron y, donde hay amor hay boda. Por lo menos, así era en aquellos viejos y buenos tiempos. Don Guillermo estaba satisfecho de haber casado a la hija con un argentino de sangre española. Y el casamiento hizo a mi abuelo heredero de todos los bienes de Guillermo de Castro, incluido el Gran Cañón. Me apresuraré a decirle que todas esas tierras, junto con el Gran Cañón, fueron después apropiadas, de un modo fraudulento, por las autoridades norteamericanas. Nuestra familia sostuvo pleito contra ellas durante largo tiempo. La causa llegó hasta el Tribunal Federal Supremo, pero éste apoyó a las autoridades y tuvimos que pagar los gastos de juicio, que en aquel entonces ascendían a una suma fabulosa. Pero, no hay que lamentarlo. Si nos hubieran devuelto las tierras, quizá el destino de nuestra familia hubiera tomado un cauce distinto, y en lugar del heroico comandante Che, que entregó su vida por la libertad de América, viviría en algún lugar del mundo, bañándose en el lujo y la abundancia, un ocioso más…

Usted ya habrá adivinado que mi abuelo Juan Antonio y mi abuela Concepción tuvieron un hijo. Así fue. Nació en Estados Unidos y lo llamaron Roberto. Fue mi padre. Por lo tanto, igual que mi madre, nació ciudadano de Estados Unidos de América. ¡Vea qué sorpresas nos depara a veces la historia! Pero para que yo apareciera en el mundo fue necesario que mi padre Roberto Guevara, hijo de Juan Antonio y Concepción de Castro, se hubiera casado con Ana Lynch, mi madre, hija de Francisco Lynch y de Eloísa Ortiz. Eso ocurrió 26 años más tarde, en las siguientes circunstancias.

En la Argentina se dice: «A cada chancho le llega su San Martín». Le llegó uno a Rosas. En 1852 contra él se alzó el general Justo José de Urquiza, gobernador de la provincia de Entre Ríos. Se le sumaron todos los adversarios del tirano, todo el pueblo. Rosas fue derrocado, y sobre la Argentina volvió a soplar el viento de la libertad. Cuando esas buenas noticias llegaron a San Francisco, a California, ya nada pudo detener a mi abuelo y a su hermano del regreso inmediato a casa.

Contados días duraron los preparativos. Un barco los llevó rápidamente de San Francisco a Valparaíso, de allí cruzaron la cordillera y llegaron a su Mendoza natal. El nuevo gobierno, por supuesto, les devolvió las tierras expropiadas por el tirano Rosas. Al fin su vida retomaba su curso normal.

Usted querrá saber qué ocurrió con Francisco Lynch, dueño del Salón «Placeres de California». Ahora verá. Lynch permaneció lejos de su patria aún un cuarto de siglo. ¿Por qué? Vaya uno a saberlo. Quizás le retuvieron los negocios ó lo atajó su numerosa familia. Doña Eloísa, su esposa, le dio, ni más ni menos, que diecisiete hijos. Pero California es California, y la patria es la patria. Y aunque los diecisiete hijos de Francisco Lynch habían nacido en Estados Unidos, al ex teniente del ejército argentino, al fin y al cabo, le tiraban irresistiblemente sus pampas. Por los años del 70 vendió el Salón y regresó con todo su clan a la tierra de sus antepasados, a Mendoza, donde se instaló nuevamente en su hacienda, vecina a la de sus amigos, los hermanos Guevara.

Fácil es imaginarse la alegría con que acogieron mis abuelos el retomo de los Lynch. Roberto, mi padre, había cumplido veintiséis años, y Ana, la hija mayor de los Lynch, le llevaba un año, pero todavía no estaba casada. Parecía que los dos habían vivido esperando ese encuentro. Se casaron y tuvieron once hijos. El sexto resultó su seguro servidor, Ernesto Guevara Lynch.

Mi padre era agrimensor diplomado. Tenía un cargo oficial bastante importante: presidía la Comisión Gubernamental de Demarcación de Límites con Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Siempre estaba viajando, negociando con nuestros vecinos. Puede decirse que las actuales fronteras de la Argentina fueron fijadas con su participación directa.

Ahora, amigo, permítame decirle unas palabras sobre mí mismo. Estudié en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Buenos Aires, pero con intervalos, porque debía trabajar. De las antiguas haciendas de mi abuelo sólo me había quedado el recuerdo. Mi padre era uno de sus muchos hijos, y nosotros, como ya le dije, éramos once hermanos. Esto puede explicarle por qué no vivíamos de renta. Y muy bien, porque ninguno de nosotros se convirtió en parásito.

—Dígame, don Ernesto, ¿no es pariente suyo el célebre escritor argentino Benito Lynch, autor de Los caranchos de «La Florida»?(2) ¿Sabe que está traducido al ruso?

—Benito, nieto de don Francisco Lynch, era primo mío. En general, tengo infinidad de parientes, y de toda clase: ricos, de la clase media, inteligentes, tontos, famosos y desconocidos, revolucionarios y reaccionarios. El almirante Lynch, primo mío, fue embajador de la Argentina en Cuba poco antes de que mi hijo llegara a ese país. Entre los Lynch hay incluso una rama alemana. Una de mis tías, hija de don Francisco, se casó con su profesor de música, que era alemán, y nos «estropeó» la genealogía. Los vástagos de este matrimonio fueron adeptos del paranoico Hitler. Y yo toda la vida fui un enemigo declarado del nazismo y el fascismo, posición que compartieron mi esposa y todos mis hijos. Por los años del 30 nuestra familia participó en el movimiento argentino contra el fascismo y el antisemitismo, en el movimiento de ayuda a la España republicana, y durante la segunda guerra mundial, en el movimiento de solidaridad con los aliados, en particular con la «Francia Libre» degaullista, por la que sentíamos entonces especial simpatía.

Mi señora, Celia de la Serna y de la Llosa, con la que me casé en 1927, también pertenecía a una antigua familia argentina. Hasta éramos parientes lejanos.

Juan de la Serna, tío de Celia, estaba casado con una tía mía, hija de don Francisco Lynch. Juan Martín de la Serna, padre de Celia, era abogado, y pasó a la historia argentina como fundador de la ciudad de Avellaneda, contigua a Buenos Aires. Hoy Avellaneda es un gran centro industrial, donde están nuestros famosos frigoríficos. «Nuestros» relativamente, porque son propiedad de Swift, Armour y otras compañías inglesas y norteamericanas. Sin embargo, no dudo que tarde o temprano estos frigoríficos pasarán a ser propiedad del pueblo argentino, al que ya hace mucho que pertenecen por derecho.

Debo mencionar que en la familia de mi esposa Celia también hay un grande de España. No crea que ella o yo estuviésemos muy orgullosos de eso. Pero los hechos no deben ignorarse.

—En ruso, don Ernesto, se dice: «De la canción la letra no arrojes».

—A eso me refiero. Se trata del general José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú. Sus tropas, precisamente, fueron las derrotadas por el mariscal gran colombiano Sucre en la memorable batalla de Ayacucho.

—¡Don Ernesto! El nombre del general José de la Serna lo recuerdan Marx y Engels en el artículo Ayacucho(3), en el que describen los pormenores de esta batalla histórica, que puso fin a la guerra de quince años por la liberación de América Latina.

—Lo oigo por primera vez aunque no me asombra, porque Marx y Engels fueron sabios universales, que se interesaban por los acontecimientos más importantes de su siglo, y la batalla de Ayacucho, que afianzó definitivamente la lucha de nuestros patriotas por la independencia, no podía por menos de atraer su atención.

Pero volvamos a Celia, mi esposa. Era una mujer independiente, que no daba importancia a los convencionalismos de nuestra casta aristocrática. Le interesaba la política; ante cada problema tenía su juicio personal, audaz y original. Y eso, pese a que se educó en un colegio católico. O quizá precisamente por eso, ya que Voltaire y Fidel Castro también estudiaron en colegios de jesuitas, con las consecuencias conocidas. En cuanto a la religión. Celia y yo estábamos completamente de acuerdo. No íbamos a la iglesia nosotros ni nuestros hijos. Celia en su juventud había participado en el movimiento feminista, luchó por el derecho de voto para las mujeres. Fue una de las primeras mujeres de la Argentina que se sentó al volante de un automóvil, y hasta se atrevió a conducir, contraviniendo todas las reglas, por la calle Florida, por la que sólo se permite pasar a los peatones;

fue una de las primeras mujeres en mi país que se cortó las trenzas y comenzó a firmar con su nombre los cheques bancarios. En aquellos años su conducta indignaba a los aristócratas, la consideraban extravagante, excéntrica. Pero lo que chocaba a los demás en ella, me gustaba a mí: su inteligencia, su carácter independiente y amor a la libertad.

Nuestra vida de casados comenzó así: Celia heredó una plantación de yerba mate en la provincia de Misiones. Allí nos fuimos con el propósito de convertirla en una hacienda modelo. Por entonces el precio de la yerba era alto, y no es casual que la llamaran el «oro verde». Compré la maquinaria más moderna y traté de aliviar el trabajo de los yerbateros.

Los argentinos son grandes consumidores de yerba mate, la beben en la misma cantidad que otros pueblos el té o el café. A mi hijo le gustaba mucho el mate, bebida agradable y sana, de la que nuestro poeta Fernán Silva Valdés dice:

Hay en ti una rústica viveza

y el vigor de la palma masculina,

amargo mate.

Tú estás conmigo en todas partes

cuando estoy contento y triste…

Yo te bebo y se aleja del corazón la melancolía,

desaparecen las penas y llega la alegría,

en mi casa las desdichas se reparan.

El mate proporciona a la gente alegría y satisfacción, pero causa incontables sufrimientos a quienes lo cultivan.

Los obreros de las plantaciones de yerba mate arrastraban una vida miserable, de presidiarios; el dueño de la plantación era señor de horca y cuchillo, podía apalearlos impunemente e inclusive matarlos. Ni siquiera les pagaban en dinero, sino en vales, por los cuales en el almacén del dueño les daban productos de segunda calidad y cualquier minucia, además, el dueño les vendía cualquier porquería tres veces más caro. Para colmo, los envenenaba con alcohol, del que en el almacén había reservas ilimitadas. Cualquier resistencia organizada de los obreros era aplastada bárbaramente por el dueño de la plantación y por la policía.

Empecé por abolir los vales y pagar a los obreros un salario en dinero. Hasta prohibí vender alcohol en la plantación. En seguida me gané enemigos entre los dueños de las plantaciones vecinas. Primero me tomaron por loco, pero cuando se convencieron de que estaba en mi sano juicio, dijeron que era comunista. En aquel tiempo yo era partidario de la Unión Cívica Radical. Se trata de un partido democrático, cuyo líder Hipólito Yrigoyen, por entonces presidente de la nación, hizo muchas cosas útiles para el país:

estaba por una política exterior independiente y respetaba la Constitución. Los dueños de las plantaciones me amenazaron con tomar represalias. Entonces en Misiones reinaba la más absoluta arbitrariedad. Los plantadores manejaban a las autoridades locales y la policía. Yo, por mi parte, no soy tímido, pero no tenía derecho a arriesgar a Celia. Decidí mudarme a Rosario, segunda ciudad de la Argentina por su importancia, y abrí un molino yerbatero. Allí nació el Che el 14 de junio de 1928, un mes antes de lo previsto, y Celia, en mi honor, le dio el nombre de Ernesto. En casa lo llamábamos Teté.

Mis planes comerciales en Rosario tampoco tuvieron éxito. Justo en ese momento se desató la crisis económica mundial, que también sacudió con fuerza la economía argentina, dependiente de Nueva York y de Londres. Se redujo el comercio exterior, cayeron catastróficamente los precios de nuestras materias primas en el mercado mundial, quebraron muchísimos negocios y comenzó a haber desocupación. No pude conseguir los créditos que confiaba obtener. Tuve que renunciar a los planes de convertirme en fabricante, y volví a Misiones.

Me acuerdo muy bien de esa fecha: 2 de mayo de 1930. Fuimos con Celia y Teté a la piscina. Celia era buena nadadora y le encantaba nadar. Era un día fresco, soplaba un viento frío y violento. Teté de pronto se puso a toser y sintió ahogarse. Lo llevamos en seguida al médico, que diagnosticó asma. Quizá el chico se había resfriado, quizá tenía propensión congénita a esa enfermedad, de la que Celia había padecido en la infancia.

Los médicos no podían hacer nada entonces con el asma. Ahora dicen que es de origen alérgico. Pero por aquellos tiempos ni siquiera sabían eso. Lo único que pudieron aconsejarnos fue un cambio de clima. Elegimos Córdoba, nuestra provincia más «saludable», situada en un lugar montañoso. Se considera que su aire puro y transparente, saturado del aroma de los bosques de coniferas, es curativo. Sin lamentarlo, vendimos nuestra plantación y compramos la casa «Villa Nidia», en Alta Gracia, pueblito próximo a la ciudad de Córdoba, a dos mil metros sobre el nivel del mar. Comencé a trabajar de constructor civil, y Celia atendía a la familia.

Desde ese desdichado 2 de mayo de 1930 los ataques de asma en Teté se repetían casi a diario, mejor dicho, casi todas las noches. Yo dormía junto a su cama, y cuando Teté comenzaba a sofocarse lo tomaba en brazos, lo acunaba y calmaba hasta que pasaba el ataque, y el chico se dormía agotado. Con frecuencia eso ocurría cerca del amanecer.

Después de Teté tuvimos cuatro hijos: los llamamos Celia (en honor de mi esposa), Roberto (en memoria de mi padre). Ana María (en el de mi madre), Juan Martín (en honor de mi suegro). Todos, al igual que Teté, cursaron estudios superiores. Las hijas se hicieron arquitectas; Roberto, abogado, y Juan Martín proyectista. Crecieron normalmente, sin causarnos grandes preocupaciones.

Con Teté era otra cosa. Al principio ni siquiera pudo ir a la escuela. Dos años la madre le dio clases en casa. Por cierto, comenzó a leer a los cuatro años, y, desde entonces, toda su vida leyó tragándose los libros. Me contaron que incluso en Bolivia, cuando combatía, perseguido por el enemigo y atormentado por el asma, se las ingeniaba para leer.

¿Qué leía? ¿Qué quiere que le diga? De todo. Tanto yo como Celia sentíamos pasión por los libros, teníamos una biblioteca de varios miles de volúmenes, el adorno principal de nuestra casa y nuestro principal tesoro. Habían libros clásicos, desde españoles hasta rusos, y de historia, filosofía, psicología, arte. Habían obras de Marx, Engels, Lenín. También de Kropotkin y de Bakunin. De los escritores argentinos, José Hernández, Sarmiento y otros. Algunos libros eran en francés, lengua que Celia conocía y que enseñaba a Teté.

Claro que el Che, como cada uno de nosotros, tenía sus autores predilectos. En la infancia fueron Emilio Salgari, Julio Verne, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Jack London. Después se apasionó por Cervantes, Anatole France. Leía a Tolstói, Dostoievski, Gorki. No dudé que leyó todas las novelas sociales latinoamericanas en boga por aquellos años. Eran las del peruano Ciro Alegría, del ecuatoriano Jorge Icaza y del colombiano José Eustasio Rivera, en las que se describía la dura vida de los indios y el trabajo de esclavos que hacían los obreros en las haciendas y en las plantaciones.

Che sintió afición por la poesía desde la infancia. Se enfrascaba en la lectura de Baudelaire, Verlaine, García Lorca, Antonio Machado, le gustaban los versos de Pablo Neruda. Sabía de memoria muchísimas poesías, y él mismo las escribía… Pero claro que mi hijo no se consideraba poeta. En cierta ocasión, dijo de sí que era un revolucionario que no había llegado nunca a ser poeta. Y en una carta al poeta republicano español León Felipe, autor de El Ciervo, libro de cabecera de Ernesto, él se llama a sí mismo «poeta fracasado». El poeta cubano Roberto Fernández Retamar relata que poco antes de que Ernesto abandonara Cuba para siempre, le pidió una antología de poesía española y copió los versos de Neruda Farewell.

Mi hijo no se separó de la poesía hasta la misma muerte. Como se sabe, junto con el célebre Diario de Bolivia, se encontró un cuaderno con sus poesías predilectas. Por eso, de Ernesto se puede decir, repitiendo las palabras de nuestro Martín Fierro:

Cantando me he de morir, cantando me han de enterrar,

y cantando he de llegar al pie del Eterno Padre…

Ernesto también tenía afición por la pintura, conocía bien su historia y pintaba acuarelas.

—Me dijeron —interrumpí a don Ernesto— que al Che no le gustaba la pintura moderna. Dicen que una vez, visitando una exposición modernista, declaró a los periodistas: «Ustedes sabrán perdonarme, pero sobre pintura moderna yo no expreso opinión alguna, porque simplemente no la entiendo; el mensaje que presumiblemente tiene no está al alcance de mi percepción».

—Mi hijo prefería a los impresionistas. Era aficionado al ajedrez. Ya después de triunfar la revolución cubana participó en torneos y competiciones. Cuando llamaba por teléfono a su casa y le decía a la esposa: «Voy a una cita», ella sabía que iba a jugar al ajedrez con los amigos.

Eso sí, no entendía absolutamente la música. No tenía oído musical. Era incapaz de percibir la diferencia entre un tango y un vals. No sabía bailar, cosa nada común en un argentino. Sabrá que cada uno de nosotros se considera gran bailarín, aunque no lo sea.

—Don Ernesto, me dijeron que cuando el Che era Ministro de Industrias y le pidieron que opinara sobre la calidad de los discos nuevos, respondió: «De música no me está permitido dar ni siquiera una tímida opinión, porque mi ignorancia alcanza a —273 grados».

—Eso es propio de él. Nunca temía reconocer sus defectos. Solía burlarse de los defectos ajenos, pero tampoco se apiadaba de sí mismo. Se hacía autocrítica, yo diría que era despiadado para consigo mismo. Algunos creían ver en ello originalidad, excentricismo, pose. Pero la causa era más seria y profunda, y consistía en su extrema sinceridad, en su repulsión a la falsedad, los convencionalismos, la moral pequeño burguesa. Y la sinceridad siempre sorprende y deja pasmado a los pequeño burgueses. El pequeñoburgués sostiene que quien no se parece a él está loco o es astuto, un simulador o un mistificador. Algunos biógrafos del Che, para explicar su conducta, singular para ellos, le inventan diferentes complejos freudianos, le atribuyen al asma casi el papel decisivo en la formación de su carácter y la concepción revolucionaria del mundo. Todo eso carece de seriedad.

Los revolucionarios no son producto de una enfermedad, de un defecto físico o de uno u otro estado espiritual, sino del régimen social explotador y del anhelo de justicia, natural en el hombre.

A Teté no sólo le entusiasmaban las materias «sutiles», como la poesía y el arte. De ninguna manera. Era fuerte en matemáticas y en otras ciencias exactas. Inclusive creíamos que, con el tiempo, se haría ingeniero, pero, como usted sabe, eligió la medicina. Quizá se debiera a su propio estado o a una enfermedad incurable de la abuela, la madre de Celia, a la que quería muchísimo, y quien le correspondía con el mismo cariño. Murió de cáncer, como también Celia. Bueno, creo que me estoy adelantando demasiado.

Desde edad temprana comenzamos a habituar a Teté y a los otros hijos a diferentes tipos de deporte. Teté era muy aficionado al deporte, y se entregaba a él con toda abnegación, como a todo lo que se dedicaba, sin poner reparos en la enfermedad. Parecía querer demostrar que, a pesar del maldito asma, podía hacer todo lo que hacían los muchachos de su edad, pero incluso en mayor medida y mejor. Iba a la escuela cuando se inscribió en el club Atlético Atalaya y jugó en la reserva del equipo de fútbol. Era un jugador excelente, pero no podía jugar como principal del equipo del club, porque le solían dar ataques de asma y debía abandonar la cancha para aplicarse el vaporizador. Practicaba el rugby, juego de valientes y fuertes, hacía equitación, jugaba al golf y hasta se dedicó al planerismo; pero su pasión fue la bicicleta. En una fotografía que regaló una vez a su novia Chinchina (María del Carmen Ferreira), escribió: «A los admiradores de Chinchina, del Rey del Pedal».

—Si no me equivoco, don Ernesto, la primera mención de su hijo en la prensa se la debe a la bicicleta.

Reviso mis apuntes, y encuentro un anuncio de la revista argentina El Gráfico, del 5 de mayo de 1950, y se lo leo al padre del Che:

«23 de febrero de 1950. Señores Representantes de la firma de bicicletas a motor Micron

Les remito para chequeo la bicicleta a motor Micron. En ella he realizado un viaje de cuatro mil kilómetros a través de doce provincias de la República Argentina. La bicicleta motorizada en el transcurso de todo el viaje ha funcionado irreprochablemente y no he hallado en ella la más mínima falla. Espero poder recibirla nuevamente en las mismas condiciones». Firma «Ernesto Guevara Serna».

—Ese viaje lo hizo cuando era estudiante. La casa Micron le dio una moto con fines publicitarios y le cubrió, en parte, los gastos del viaje.

En modo alguno puede decirse que estuviera pegado a la casa. Siendo estudiante universitario, se contrató de marinero en un barco de carga, en el que navegó un tiempo, llegando hasta Trinidad y la Guayana Británica. Después, junto con Granados, recorrió a pie la mitad de Sudamérica.

—¿Ustedes no se inquietaban por su salud cuando Teté emprendía viajes tan arriesgados?

—Claro, Celia y yo siempre nos quedábamos preocupados y angustiados. Pero cuidábamos de no exteriorizarlo. Enseñé a mis hijos a ser independientes, firmemente persuadido de que eso les ayudaría en el futuro. Además, sería inútil impedirles cometer lo que suele llamarse imprudencias de la juventud. En una ocasión, Teté y Roberto desaparecieron de casa. Teté tenía once años, y Roberto ocho. Parecía que se los había tragado la tierra. Creímos que se habían extraviado en los bosques cercanos, los buscamos allí, y después avisamos la desaparición a las autoridades. Los encontraron, días más tarde, a ochocientos kilómentos de Córdoba, a donde habían llegado ocultándose en un camión. Pero todas las congojas que pasamos por las aventuras de Teté en la adolescencia no fueron nada, en comparación con lo que nos esperaba. Se nos encogía el corazón cuando recibíamos sus cartas con la descripción de los leprosorios que «visitaban» Granados y él durante sus viajes por América del Sur. Una vez nos comunicó desde el Perú que se iba con Alberto en una balsa, regalada por los leprosos, Amazonas abajo, es decir, a lo más intrincado, donde el diablo perdió el poncho. Nos advertía que si al mes no llegaban noticias de él, se lo habrían tragado los cocodrilos o devorado los indios jíbaros, desecando la cabeza, vendiéndola a los turistas norteamericanos. Terminaba diciendo que entonces buscáramos su cabeza en las tiendas de regalos de Nueva York. Claro que conocíamos bien a nuestro hijo y sabíamos que ese era el «humor negro» que le caracterizaba, porque estaba seguro de sí y seguro de que todo saldría perfectamente. Sin embargo… ¡La carta siguiente llegó dos meses más tarde, y no al mes como prometiera!

Después… Cuando nos escribió desde México que se había incorporado al destacamento de Fidel Castro y marchaba a Cuba para combatir contra Batista, le juro que me faltó valor para leer la carta. Celia, compadeciéndose de mis nervios, me la contó brevemente. En otra oportunidad, estuvimos dos años sin tener noticias, salvo los relatos del periodista argentino Jorge Ricardo Masetti, quien estuvo en Sierra Maestra en abril y mayo de 1958 y trajo una charla grabada con el Che y con Fidel. Masetti publicó un libro sobre Cuba: Los que luchan y los que lloran. Sin embargo, los diarios comunicaban con insistencia que las tropas de Batista habían derrotado a los rebeldes, y cada noticia de ésas nos causaba alarma por la suerte del hijo.

El 31 de diciembre de 1958, en vísperas de la caída del régimen de Batista, se reunió toda nuestra familia para festejar el Año Nuevo. No estábamos de muy buen humor, porque la radio daba las noticias más contradictorias sobre los acontecimientos cubanos, y del Che sólo sabíamos que lo habían herido en los combates por la ciudad de Santa Clara. En Buenos Aires funcionaba el Comité de Solidaridad con el pueblo cubano, que inclusive tenía comunicación directa por radio con el Estado Mayor de Fidel. Pero ese conducto no era muy seguro, y con frecuencia fallaba. No sabíamos qué ocurría en realidad en Cuba.

Aquella noche de Año Nuevo, cuando ya estábamos todos reunidos y no esperábamos a nadie más, cerca de las once de la noche llamaron a la puerta. Abrimos, y en el umbral encontramos un sobre. Hasta la fecha no sé quién lo dejó. En el sobre había esta notita: «Queridos viejos: Me siento perfectamente. He gastado dos, me quedan cinco. Continúo trabajando. Les escribo poco y así será en lo sucesivo. Sin embargo, confíen en que Dios es Argentino. Les abraza fuertemente a todos, Teté».

Siempre decía que tenía siete vidas, como los gatos. Las palabras «he gastado dos, me quedan cinco» significaban que había sido herido dos veces y le quedaban todavía cinco vidas de reserva.

Nos quedamos pasmados y muy contentos del mensaje tan inesperado. No fue la única sorpresa en esa noche memorable. Habrían pasado unos diez minutos, y nos dejaron otro sobre, con una tarjeta que tenía dibujada una rosa roja y decía: «Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo. El estado de Teté es excelente».

Al día siguiente, el 1° de enero de 1959, vinieron a vernos Masetti y Alberto Granados, y nos comunicaron que Batista había huido de Cuba. Una semana más tarde, el 7 de enero, ya liberada La Habana por el Ejército Rebelde, Camilo Cienfuegos quiso darle una agradable sorpresa al Che y envió por nosotros un avión de La Habana. Tanta agitación me hizo guardar cama, y Celia partió sola a La Habana. Al abrazar a su hijo en el aeropuerto no pudo contener las lágrimas. Era la primera vez que eso le ocurría.

Yo llegué a La Habana un mes más tarde. El Che me recibió junto al avión. Le pregunté si no pensaba ahora dedicarse a la medicina, a lo que contestó:

—Te puedo regalar de recuerdo el título de médico. En cuanto a mis planes futuros, quizá me quede aquí o continúe luchando en otros lugares…

Ese lugar fue para él, como se sabe, Bolivia. Nuestra familia no sabía que estaba combatiendo allí, aunque los diarios informaran al respecto. A comienzos de enero de 1967 nos llegó una carta de Teté en un sobre con estampilla argentina. La carta iba dirigida a mí y debía coincidir con el cumpleaños de mi hermana Beatriz, la tía que más quería Teté. Vea lo que decía:

«Don Ernesto:

Entre el polvo que levantan los cascos del Rocinante, con la lanza en ristre para atravesar los brazos de los gigantescos enemigos que me enfrentan, dejo este papelito con su mensaje casi telepático, conteniendo un abrazo para todos y el deseo ritual de un feliz año nuevo. Que la señorita, su hermana, cumpla los quince rodeada del calor familiar y se acuerde un poco de este galán ausente y sentimental y que pueda verlos pronto (en un plazo menor que el transcurrido) son mis deseos concretos y se los confié a una estrella fugaz que debe haber puesto un Rey Mago en mi camino.

Arrivederchi

Si non te vedo piu

D. Tuijo».

Las últimas dos líneas estaban en italiano. La carta estaba escrita al estilo «conspirativo» dramático-jocoso del Che: Beatriz no cumplía 15 años, sino 80. A juzgar por todo, había sido enviada a través de Tania, que hacía de enlace del destacamento del Che con el mundo exterior.

Fue la última carta de mi hijo…

—¿Cómo estudiaba el Che? ¿Era buen alumno?

—Era muy capaz y tenía talento, sin embargo, no era alumno sobresaliente. Ya le dije que los dos primeros años estudió en casa. Después frecuentó la escuela en Alta Gracia, pero su estado de salud le obligaba a hacer intervalos. En 1941, cuando cumplió 13 años, ingresó en Córdoba al Colegio Nacional Deán Funes (sacerdote de nuestro país que participó en el movimiento de liberación), adonde Celia lo llevaba a diario en un viejo automóvil de nuestra propiedad. Cuatro años más tarde, en 1945, Teté terminó los estudios en el Colegio. Y ese mismo año nos trasladamos a Buenos Aires, donde ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad.

—Ya lo habré fatigado con mis preguntas, don Ernesto, pero me quedan unas may importantes para mí. ¿Cómo y bajo la influencia de qué acontecimientos, factores o fenómenos se formaron las concepciones políticas del joven Che? ¿Participó en la vida política en sus años estudiantiles? ¿Qué pensaba al respecto?

—Estas preguntas me las hicieron reiteradas veces los periodistas y los escritorzuelos sin escrúpulos escribieron sobre este tema las cosas más absurdas, como se ha hecho con todo lo relacionado con el Che. En cuanto a sus concepciones políticas, sus simpatías y antipatías de aquel período en que vivía bajo techo paterno, puedo decirle lo siguiente. En las cuestiones de la política interna, Celia y yo estábamos en decidida oposición a los gobiernos oligárquicos y militares que se fueron sustituyendo uno a otro desde 1930, año en que fue derrocado el presidente Hipólito Yrigoyen y subió al poder el general Uriburu, primer «gorila» argentino, que prometió salvar el país del comunismo. A Uriburu le siguió el general Justo, y después de él gobernaron el país por breve plazo dos oligarcas: Ortiz, pro-inglés, y Castillo, pro-germano. El último fue derrocado en 1941 por un triunvirato, integrado por tres generales: Rawson, Farrel y Ramírez, a quienes vino a suplantar el coronel Perón. En 1956, una junta de generales y almirantes, encabezada por Lonardi y Aramburu, despojaron a Perón de su cargo. No le cuento los sucesos posteriores, porque ya en 1953 Teté partió de la Argentina y, como resultó después, para siempre.

Además de los sucesos de la política puramente interna, en la vida argentina tienen influencia los grandes sucesos políticos internacionales y esto debido a varias razones. Primero, nuestra economía está estrechamente ligada con los capitales ingleses y el Wall-Street neoyorquino, de ahí que nos interese y preocupe todo lo que pasa en esos países. Segundo, gran parte de la población de la Argentina son emigrantes o hijos de emigrantes, fundamentalmente de procedencia italiana y española. Tenemos una gran colonia alemana, muchos judíos, polacos, sirios e ingleses. Por supuesto, todos estos grupos nacionales reaccionan con pasión a los sucesos que tienen lugar en sus países de origen o en los de sus padres. Tercero, nuestros intelectuales, especialmente los escritores, artistas y pintores, siempre se sintieron atraídos por Francia. Su Meca era París. De ahí que los destinos de Francia nunca nos fueran indiferentes.

Por otra parte, los acontecimientos en la Unión Soviética igualmente nos interesaban a todos. Tenemos un Partido Comunista despiadadamente perseguido por las autoridades, y que pese a todo despliega gran actividad. En general, las ideas del socialismo están bastante extendidas en la Argentina. El Partido Socialista Obrero se formó en nuestro país a fines del siglo pasado, y su fundador Juan B. Justo fue el primero que tradujo al castellano El Capital de Carlos Marx. En la Argentina se editaron y se editan muchos libros sobre el socialismo y el comunismo. En mi biblioteca habían muchos de ellos. Del comunismo y la Unión Soviética no sólo escribían y hablaban los amigos, sino también los enemigos, desde posiciones diametralmente opuestas a los primeros, es decir, sumando una calumnia con otra y poniendo en juego toda clase de invenciones. Por aquel entonces les ayudaban Hitler, Franco y Mussolini, y ahora, como usted sabe, ese trabajo inmundo lo hacen los imperialistas yanquis. Debido a todo lo que le cuento, los diarios argentinos daban un amplio panorama internacional, yo diría que más extenso que el de los acontecimientos de la vida interna. Todo eso permitió a Teté estar al día con los sucesos más importantes de la política mundial.

Procuré educar a mis hijos de modo que adquirieran noción de todo. Nuestra casa estaba siempre abierta para sus amigos, entre los que habían hijos de familias pudientes de Córdoba, muchachos obreros, y también hijos de comunistas. Teté, por ejemplo, tenía amistad con la Negrita, hija del poeta Cayetano Córdoba Iturburu, que por entonces simpatizaba con los comunistas. Córdoba Iturburu estaba casado con la hermana de Celia.

—¡Mire como son las cosas, don Ernesto! Yo combatí en España en las Brigadas Internacionales. El poeta Rafael Alberti, amigo mío, me presentó en Madrid a principios de 1937 a Córdoba Iturburu, quien había ido a ayudar a la España republicana.

—El mundo es realmente chico. Muy oportunamente recordó a España. La guerra civil española tuvo gran repercusión en la Argentina. Organizamos un Comité de Ayuda a la España Republicana, al que Celia y yo prestamos toda clase de cooperación. Todos mis hijos estaban de cuerpo y alma con los republicanos. Éramos vecinos y muy amigos del doctor Juan González Aguilar, vice-primer ministro de Negrín en el gobierno de la República Española. Cuando cayó la República, emigró a la Argentina y se radicó en Alta Gracia. Mis hijos tenían amistad con los de González, estudiaban en la misma escuela, y después en el mismo Colegio de Córdoba. Celia los llevaba en el coche junto con Teté. Teté era amigo de Fernando Barral, un muchacho español de su edad, cuyo padre, republicano, había muerto luchando contra los fascistas. Recuerdo también al general Jurado, destacado republicano, que fue huésped de González durante algún tiempo. Jurado solía venir con frecuencia a nuestra casa y nos contaba las peripecias de la guerra civil, las atrocidades que cometían los franquistas y sus aliados italianos y alemanes. Todo eso ejerció naturalmente marcada influencia sobre Teté y sobre la formación de sus futuras concepciones políticas.

Después vino la segunda guerra mundial, y toda nuestra familia y nuestros amigos simpatizábamos calurosamente, por supuesto, con los aliados y con Rusia, deseábamos de todo corazón que fueran derrotados los países del «eje» y nos alegrábamos de las victorias del Ejército Rojo. Nos causó enorme impresión la batalla de Stalingrado, en la que la wehrmacht alemana sufrió una derrota demoledora. Entonces el gobierno argentino no ocultaba sus simpatías por Hitler y Mussolini y, a pesar de la presión de los aliados, mantenía relaciones diplomáticas con los países del «eje». Argentina estaba plagada de agentes y de espías del «eje», que disponían de estaciones de radio secretas. Las autoridades, lejos de impedir la actividad subversiva que desplegaban, la encubrían por todos los medios y les daban facilidades. En cambio nosotros, los amigos de los aliados, ayudábamos a descubrir y a denunciar a los agentes fascistas. Yo también participé en esas operaciones. Teté lo sabía y siempre pedía que le dejara ayudarme.

Celia y yo pertenecíamos a los enemigos activos de Perón. A Celia incluso la detuvieron en Córdoba, cuando durante una manifestación gritó consignas anti-peronistas. En 1962, la policía la detuvo otra vez por participar en una manifestación contra el gobierno. Un año más tarde fue encarcelada por varias semanas al regresar de Cuba.

Durante el gobierno de Perón en la Argentina existían muchas organizaciones combativas clandestinas que se pronunciaban contra el régimen imperante. Yo estaba incorporado a una que actuaba en el territorio de Córdoba. En nuestra casa se fabricaban bombas, que se usaban como defensa contra la policía en las manifestaciones anti-peronistas. Nada de eso pasaba por alto para Teté, y un día me dijo: «Papá, si no me dejas que te ayude, empezaré a actuar por mi cuenta e ingresaré a otro grupo de combate». Tuve que permitírselo, para controlar sus actos y, de ese modo, cuidarlo de las represalias policiales.

En aquellos años Teté, que era demócrata y antifascista, no es que estuviera al margen de las batallas políticas de la época, sino, yo diría, se mantenía aparte. Parecía que se estaba preparando para combates futuros más importantes y más decisivos.

Claro que yo, tomando en cuenta su enfermedad, no lo empujaba a una participación más activa en la política, pero tampoco tomaba medidas para impedírselo. Todo lo que hacía Teté en aquellos tiempos lo hacía él solo, decidía por su cuenta cómo debía proceder en uno u otro caso.

Vuelvo a rebuscar en mis apuntes y encuentro la copia de una carta del Che a Femando Barral, fechada en 1959, poco después del derrocamiento de Batista. Leo la carta a don Ernesto:

—»Querido Fernando, sé que tenías dudas sobre mi identidad pero creías que yo era yo, efectivamente aunque no, porque ha pasado mucha agua bajo mis puentes y del ser asmático e individualista que conociste queda el asma. Me enteré que te habías casado, yo también. Tengo dos hijos pero sigo siendo un aventurero, sólo que ahora mis aventuras tienen un fin justo. Saludos a tu familia de este sobreviviente de una época pasada y recibe el abrazo fraterno del Che, que tal es mi nuevo hombre».

Quedó ya lejos la media noche. Se apaciguó el aguacero. Nos despedimos de don Ernesto, hombre tan sincero, franco y resuelto como lo fuera su propio hijo, el Che.

(1) El Che, por su padre, no concedía la menor importancia a su genealogía, y si la recordaba, sólo era en tono de broma. En 1964, en una carta enviada a cierta señora María Rosario de Guevara, de Casablanca, quien le preguntaba de dónde eran sus antepasados, Che le contestó: «Compañera: De verdad que no sé bien de qué parte de España es mi familia. Naturalmente, hace mucho que salieron de allí mis antepasados con una mano atrás y otra adelante; y si yo no las conservo así, es por lo incómodo de la posición. No creo que seamos parientes muy cercanos, pero si Ud. es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es mucho más importante».

(2) Benito Lynch (1885-1951), escritor argentino; sus libros fueron traducidos al ruso y editados en la URSS.

(3) Marx y F. Engels. Obras, 2a ed., t. 14, págs. 176-177 (en ruso)


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