El britart arde en la hoguera de las vanidades

El pasado lunes 24 de mayo un almacén del este de Londres ardió hasta que las mercancías que contenía se convirtieron en cenizas carbonizadas. La cosa no tendría mayor interés público, si no fuera porque el almacén es de la compañía Momart y lo que guardaba eran carísimas colecciones de obras de arte, lo más granado de los últimos años de britart (denominación del arte británico contemporáneo, estéticamente una amalgama que con descarado sentido comercial recicla a patadas y al popurrí postulados del dadaísmo, el arte conceptual y el Pop Art) propiedad de los más importantes coleccionistas británicos, quienes tras pagar cantidades astronómicas por cosas como una tienda de campaña con 100 nombres escritos encima las arrinconaron allí, en la oscuridad, entre polvo y ratones.

Esa cremá (debió ser algo así como la Nit del Foc de las Fallas de Valencia, pero en versión High Design) ha causado grandes pérdidas económicas; se calcula que las compañías aseguradoras tendrán que aflojar unos 75 millones de euros. En cuanto a las pérdidas culturales, muchos discuten que la incineración de un montón de cachivaches creados sin otro propósito que el de satisfacer el capricho, o las ganas de especular, de unos pocos multimillonarios suponga realmente una pérdida para el patrimonio artístico y cultural de la humanidad. En fin, que el incendio ha reavivado las ya antiguas llamas de otro: el de la polémica sobre la relevancia social del arte contemporáneo.

El catálogo exacto de lo perdido en el incendio se desconoce, porque el arte —o al menos ése— es más que nada una inversión económica, y los grandes inversores a menudo prefieren guardar en secreto la cuantía de su patrimonio. Pero ha trascendido que el coleccionista Patrick Herons ha perdido unas 50 obras; Gillian Ayres, 22; Damián Iris, 16, y que el más gravemente damnificado es Charles Saatchi, que ha perdido más de 100 obras. Saatchi, dueño de la poderosa multinacional de la publicidad Saatchi & Saatchi, es uno de los hombres más ricos del mundo, según la revista Forbes, y el que asesoraba a Margaret Tatcher sobre cómo mantenerse en el poder mientras ella masacraba sin piedad el estado del bienestar, los mineros galeses en huelga, los soldados argentinos en las Malvinas y a todo el que oliese a falaz socialdemócrata trasnochado. Mientras, Charles Saatchi iba acumulando obra nueva y manipulando el valor de los jóvenes valores.

Los portavoces del magnate de la publicidad aseguran que está «total y absolutamente destrozado» (no dicen si por la pérdida de las obras o por la pérdida de la inversión), como si a nosotros, humildes mortales, nos tuviera que importar una higa que el señor Saatchi esté destrozado porque se han quemado sus exclusivos y caros símbolos de estatus. A mí, personalmente, imaginarme a Charles Saatchi, asesor de la bruja más neocon (o de la neocon más bruja) y más empecinada defensora de la dictadura de Pinochet, esté «total y absolutamente destrozado» por motivo tan fútil, me llena de júbilo. Posiblemente mañana me avergonzaré de haber albergado sentimientos tan mezquinos, pero de momento, hoy, qué quieren que les diga, me alegro.

Se dan por perdidas obras como Hell, de los hermanos Champan, y Todos aquellos con los que me he acostado 1963-1995, de Tracey Emin; esta última consiste en una tienda de campaña, de las que se pueden comprar en cualquier tienda de deportes, con los nombres de los 100 amantes que tuvo la artista durante el período mencionado escritos encima. Tracey Emin ha cargado contra las irónicas alusiones de algunos medios de comunicación, que argumentaban que bastaba con ir a unos grandes almacenes y comprar otra tienda de campaña para reproducir su obra perdida en la hoguera. Según ella, esa obra era «un momento seminal de mi vida». Si seminal viene de semen, hemos de convenir que tiene toda la razón del mundo.

La anécdota del incendio ha hecho que se disparen todo tipo de ironías fáciles desde el bando de quienes consideran que el arte contemporáneo en general, y el arte conceptual británico en particular, es una farsa: no falta quien ha pedido que las cenizas del almacén sean presentadas a los premios Turner, esa cita anual del arte británico que basa su éxito en galardonar lo más raro que se presenta: el pasado año fueron unas cerámicas con decoraciones más o menos pornográficas, que no estaban mal, pero como la cerámica decorada debió parecerles a los miembros del jurado una cosa demasiado normal, hicieron que compartieran el premio con un travestido con pinta de secretario de notaría pero vestido con una peluca rubia y un vestidito azul estilo Ricitos de Oro (Claire/Perry Basildon) que había presentado un vestido de satén exquisitamente tachonado de símbolos fálicos.

Otros premios de otros años han ido a parar a una habitación con luces que se encienden y se apagan gracias a un temporizador (premio del año anterior), o a un cadáver o pedazo de cadáver de una persona o animal, plastificado o embalsamado de alguna manera ( es algo muy recurrente entre los artistas del britart; casi todos tienen en su catálogo alguna construcción por el estilo de las que hacía Leatherface en La Matanza de Texas; deben pensar que es el colmo de lo provocativo). Es por eso que cada nueva edición de los premios Turner provocan indefectiblemente la aparición de comentarios más o menos jocosos en la prensa y que se cumpla la máxima de Salvador Dalí: «Lo importante es que se hable de uno, aunque sea bien».

El mundo del arte ha reaccionado con cierto enfado ante las burlas. Jeannette Winterston ha hecho, desde las páginas del Times, elogio de este tipo de arte, que según ella se enfrenta a «tantos idiotas amantes del arte paisajista, que habrían dado dinero por portar la antorcha». Aunque también han surgido voces disidentes: el artista Sebastián Horley ha celebrado la transmutación en humo y cenizas de un arte «que se había convertido en capitalismo», y añade que «los artistas británicos nunca han sido radicales. Son simples capitalistas. Las galerías son para mí cementerios del arte, el lugar al que va el arte cuando está muerto».

Ironizar sobre el arte moderno es, ciertamente, fácil. De mi experiencia como periodista en algunas redacciones recuerdo las carcajadas y las rechiflas cuando había que informar sobre la excentricidad de turno surgida de este mundo; carcajadas y rechiflas que acababan más o menos sutilmente reflejadas en el texto de quien le tocara escribir el artículo. También recuerdo que uno de los profesores de Redacción Periodística que tuve en la Universidad Autónoma de Barcelona, Jacinto Antón, redactor de arte y cultura en el diario El País, nos dijo una vez en clase que escribir en clave irónica sobre estos temas siempre era muy agradecido por el lector, que se siente identificado porque en estas cosas del arte moderno suele tener la impresión de que le están tomando el pelo: y es que hay gente que no acaba de verle el lado artístico a meter una vaca muerta dentro de un bloque de metacrilato, como si fuera una enorme mosca dentro de un enorme pisapapeles de ámbar, o a exhibir un par de muñecas hinchables, de las que se compran en cualquier sex shop, acopladas como si estuvieran haciendo el 69 (ésa fue una de las obras de los hermanos Chapman finalistas a los premios Turner del año pasado). Sí, ironizar sobre el arte moderno es muy fácil. Pero, ¿de quién es la culpa?

Mi ex profesor Jacinto Antón, por aquellas fechas en que no era mi ex profesor aún, había publicado un sarcástico artículo acerca de los inusitados problemas de conservación y limpieza que este tipo de obras de arte plantean, a diferencia de las antiguas estatuas de metal o piedra, que con un manguerazo o una pasada de gamuza van que arden (inoportuna frase hecha para usar en este contexto, pardiez), o los antiguos óleos, que con una capa de barniz transparente quedan la mar de bien. El artículo estaba motivado porque al pintor Antoni Tàpies le habían rechazado un proyecto de «escultura» destinado a adornar unas dependencias públicas. Consistía en un calcetín gigante, tejido de verdad con hilo de lana gigante, con un agujero en el dedo gordo por el que se podía entrar y ver un calcetín idéntico, de tamaño real, sobre una mesita. Era un calcetín feísimo, blanco, viejo y agujereado, ése que te sueles encontrar, desparejo y olvidado, entre las pelusas de debajo de la cama. El propio Tàpies dijo que estaba pensando en qué rayos hacer para cumplir el encargo cuando se encontró con el calcetín de marras perdido en el armario, y OH, gran idea. El proyecto se desestimó ante los elevados costes que planteaba precisamente su limpieza y mantenimiento (¿Habría que construir una lavadora gigante para meter dentro el calcetín gigante? ¿Habría que construir un telar gigante para tejer con hilo gigante el calcetín gigante?).

Pero de haberse construido, el calcetín de Tàpies, y al margen de la opinión que cada uno pudiera tener de él, habría cumplido, expuesto al público en el vestíbulo al que iba destinado, con la función que debe cumplir toda obra de arte: enriquecer o herir la sensibilidad ética y estética de la sociedad de su época, de la humanidad de su época, y quedar como reflejo y testimonio, en positivo o en negativo, de esa misma sensibilidad (admirable o deleznable, da igual) para las futuras generaciones. El calcetín ahora tan sólo subsiste como anécdota, pero es que buena parte de las obras del arte moderno en general, y del britart en particular, son sólo eso: pura anécdota. Y como obra de arte se agotan en su anécdota.

Y eso es porque los artistas como los hermanos Chapman o Tracey Emin construyen obras sin valor en cuanto obra en sí, sino únicamente en función de la anécdota que generan. Una pintura de Francis Bacon, un dibujo de Picasso o una fotografía serigrafiada de Andy Warhol tienen valor por sí mismos, por el hecho de existir como objeto, al margen de las explicaciones que cualquiera pueda dar sobre su significado dentro o fuera de la historia del arte; eso es algo que les está vedado (o a lo que han renunciado) a las muñecas hinchables practicando el sexo oral de los Chapman, la tienda de campaña comprada en las rebajas de Sears por Tracey Emin o las flores marchitas de Anya Gallaccio. En su caso lo importante no es la obra, fútil y perecedera, sino lo que se cuenta sobre ella. Y la verdad es que muchas veces nada se cuenta sobre ella, salvo a la oreja del comprador que la va a guardar en un almacén bajo siete llaves.

Son creaciones artísticas que nada aportan y en nada contribuyen a su época, cultura y sociedad, porque viven al margen de ellas, encerradas en el elitista parnaso del mercado del arte, existiendo sólo para satisfacer el capricho de unos cuantos millonarios vanidosos y el bolsillo de los no menos vanidosos galeristas y críticos de artes, esotéricos sacerdotes de un culto cada vez más secreto y por el que el gran público cada vez se siente menos interesado; supongo que de ahí la obsesión por la excentricidad, a ver si esos malditos periodistas se dan cuenta de que existimos.

Pocos artistas se dedican ya a lo que antes era tan común en su gremio: la búsqueda obsesiva de la perfección formal de la obra en sí misma, como Antonio López, que tarda un año en pintar un cuadro y siete en realizar una escultura; o a ejercer de antena receptora-emisora de la sensibilidad de su sociedad y su tiempo, como Botero con su colección de pinturas sobre la violencia en Colombia, tan semejantes en sus planteamientos a Los Desastres de la Guerra de Goya. Las obras que dormían en ese almacén acumulando polvo y que ahora se han convertido en ceniza no eran nada; algunas, como mucho, fueron material para un parrafito zumbón en las páginas de curiosidades de algún periódico, antes de desaparecer dentro de una caja de embalaje olvidada en un rincón. Eran obras que nada habían aportado, y en nada se han convertido. Polvo al polvo, y cenizas a las cenizas.


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