El anticristo

Por un lado, cuando lo hacía siempre temía estar cometiendo múltiples pecados, incluyendo el gozo de placeres terrenales, desperdicio de la semillas de la procreación y, dependiendo de qué estuviera pensando en ese momento, inclusive desear el culo de la mujer de mi vecino. Por otro lado, de no haberlo hecho, pudiera haber muerto. Mi primo Jay siempre estaba hablando acerca de una condición fatal llamada AFE —o Acumulacion Fatal de Esperma— y citaba casos en todo el país donde algunos niños literalmente explotaban.

Por un lado, nada producía placer, fantasía y angustia hacia semejante crescendo existencial. Por otro lado, yo sólo estaba jugando conmigo, y como buen monaguillo que era, sin importar cuán etéreo era el final, mi pequeña sinfonía siempre terminaba en culpa.

Por un lado, era un liberador del estrés. Penthouse recomendaba que lo hiciera antes de cada gran evento de mi vida, como un examen o un juego de basketball. Por otro lado, todavía era ilegal en algunos estados y, hasta no hace mucho, era considerada una enfermedad algunas veces tratada en un manicomio.

Por un lado, era una conducta perversa, cuyos resultados incluían la ceguera, la locura y el crecimiento de pelos en la palma de la mano. Por otro lado, se sentía muy bien…

Así que ahí estaba yo, años después, un católico en recuperación viviendo con mi prometida Katrina, de Cerdeña, en un apartamento más pequeño que mi habitación cuando niño. Y a pesar de una adolescencia llena de culpa y revistas porno, yo era un tipo blanco de 29 años relativamente normal.

Katrina, hija única, no había visto a sus padres en un año, por lo cual estaban tomando su primer vuelo hacia América para visitarnos… durante dos meses. Los dos estaban por los setentas y ninguno hablaba mucho inglés. El Almirante Bruno y yo compartíamos el mismo cumpleaños, excepto que él había nacido al comienzo de la Revolución Comunista y yo al principio de la Sexual. Una vez trató de explicarme el papel de Italia en la Segunda Guerra Mundial, pero en vez de decir «nosotros» dijo «yo», como en: «Primero, yo invadí Etiopía. Entonces hice un pacto con Alemania y me uní al Eje». El parecernos tanto era lo que menos nos gustaba del otro.

Mi suegra, Signora Giuseppina, era un ángel, una santa, una mártir. Sus hombros bien podían estar doblados de años de servir a los demás, pero su postura moral permanecía erecta. Mamá Pina era una católica irascible. En más de una ocasión sentí su bastón de pastor engarzado en mi cuello, tratando de llevarme de vuelta al rebaño.

Su hija y yo estábamos viviendo en pecado, pero no mientras ella estuviera allí. Inclusive si hubiéramos querido, las camitas en donde dormíamos chillaban demasiado; la de ella fue colocada al lado de sus padres y la mía estaba en otro cuarto. Cuatro adultos en un apartamento tipo estudio necesitaban una delicada coreografía. Todos tenían que moverse con cuidado y acostumbrarse al tráfico.

En esa época andaba sin trabajo y, por lo tanto, sin excusas para escapar. Nos fue sorpresivamente bien el primer mes. Después algunas cositas empezaron a crispar los nervios de todos. Cositas como no tener sexo en cuatro semanas. Luego fue el Almirante levantándose en la madrugada a hacerse un cappuccino. Desafortunadamente a las 6 am yo estaba en la cocina…durmiendo.

Los mejores momentos se transformaron en los más fastidiosos y el entendimiento del uso de la puerta del baño estaba en el tope de la lista. Para mí, cuando la puerta estaba cerrada significaba: «No molestar». Tal vez fue un asunto de brecha cultural o mi crianza marginal y el hecho de haberme criado con dos hermanos, pero de donde yo venía, cuando el cuarto de baño estaba disponible la puerta estaba abierta. Esto le permitía saber a todos que nadie estaba allí. Esto fue especialmente problemático ya que la cerradura de la puerta estaba rota y sólo tras ocho o nueve recordatorios amigables de mi novia y mi suegra me dediqué a arreglarla finalmente.

Luego, empezó el enigma de la toallita para la cara. Aquí la usamos para secarnos la cara, allá la utilizan para secarse el culo. Y cuando apretaba mis sonrosadas mejillas contra el suave paño oloroso a culo, tenía tendencia a sobreactuar. No hay nada como una toalla olorosa a culo para que elevar el ánimo.

Los sábados, tras una larga semana, todos parecían estar despiertos a las 5:30 de la mañana listos para nuestro planeado día de amor familiar, que incluía una marcha forzada hasta el Museo de Ciencias. A pesar de las almohadas en mi cabeza podía escuchar el cappuccino hirviente del almirante y puedo jurar que lo hacía extra-fuerte sólo para molestarme. La tensión crecía. Temiendo una explosión y ya asustado por las historias del primo Jay, contrabandeé una Modern Bride dentro del baño —el único lugar donde podía tener algo de privacidad. Cerré la puerta y la retranqué tres veces para estar seguro.

Las cosas iban bien —ya saben, etéreas. Semanas de acumulacion mortal de esperma alimentaban un fuego iracundo que yo trataba de apagar frenéticamente ayudado por el potecito del mantecoso removedor de maquillaje de mi novia. Cuando mi corazón estaba latiendo como un millón de bongos y la falta de oxígeno en el cerebro casi me había hecho olvidar quién era, Signora Giuseppina abrió la puerta completamente y se me quedó viendo.

Fue como si ella me hubiera echado una cubeta de agua helada encima. Todo empezó a moverse en cámara lenta. En el estado idiótico en que me encontraba, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, sentí como me tomó horas articular la palabra: «MMMIIIIIIIIEEEEERRRRRDDDDDAAAAAA»

No computaba: mi futura suegra italiana y católica estaba en el mismo cuarto que yo, pero en vez de estar vestido, mis pijamas estaban en el suelo y yo estaba estrangulando mi pene con removedor de maquillaje. A través de los ojos de Signora Giuseppina recordé quién era yo: Yo era el loco pervertido, ciego, orate de manos peludas que quería casarse con su hija. Yo era el Anticristo, y después de que muriera en una cárcel para corruptores de menores, iría directo al infierno.

Alargué mi extra-humectada mano para cerrar la puerta. Mamá Pina se quedó congelada como un venado viendo las luces de un carro, mirándome, anhelando el pasado. «Suegra Sorprende A Su Yerno Tocándosela». Mi alma gritó y finalmente se liberó del cuerpo, para cerrar la puerta con fuerza de voluntad.

Un largo instante de silencio… Terminó la fiesta… El fuego se apagó… removedor por todas partes…

Sólo pensar en verla de nuevo, era como prepararme para saltar desde una montaña. A pesar de eso, como cuatro minutos más tarde, salí y la vi arreglando la mesa para el desayuno. Evitamos cualquier contacto visual. Ella era una suegra buena y leal así que quizás no le diría al Almirante. ¿Pero qué de sus amigas, sus hermanas, sus primas? El silencio era insoportable. Ella parecía inquieta y estaba enredada con un tenedor cuando súbitamente levantó la vista y me miró. Nuestros ojos se encontraron —Oh por Dios, iba a decir a algo.

«Todos a la mesa», dijo en italiano.

No podía creer que esto estuviera pasando. ¡Iba a hacerme confesar! ¡Iba a hacerme un exorcismo!

Pero en vez de eso, todo lo que dijo fue, «Ora di mangiare». Hora de comer.

¿Comer? Sí, comer ¡vamos todos a comer, mangia todo el mundo!

Se convirtió en nuestro oscuro secretito. Signora Pina era una mujer fuerte, había sobrevivido las bombas y el hambre de la Segunda Guerra Mundial y sobreviviría esto también, olvidando lo debido, por el bien de la familia. Ella ya lo había visto todo; ella había lavado montañas de ropa sucia.

Aun así, me atormentaba el momento en que había abierto la puerta y me había mirado. La vergüenza se había solidificado. Como una penitencia, deje de masturbarme durante la Cuaresma, pero no pude resistir hasta la Pascua.

Años más tarde, en nuestra boda, vi a Mamá Pina y al Almirante justo antes de besar a su hija, y en lo único que pude pensar fue en removedor de maquillaje.

Han pasado dos años desde que nos casamos y no han hablado ni una vez acerca de volver a visitarnos.

Jake Cooney es un escritor estadounidense cuyo trabajo ha aparecido en varios periódicos de los Estados Unidos incluyendo The New York Press donde este artículo fue publicado originalmente.


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