Dos falacias venezolanas

Quisiera presentar lo que a mi parecer constituyen dos falacias o engaños del discurso político venezolano, falacias ligadas a la respuesta que se supone debemos dar a la pregunta: ¿Qué opinan de Venezuela en el exterior?

Llegan las fiestas navideñas, aquella época en la cual algunos de nosotros que estamos en el exterior regresamos al país de vacaciones, para compartir con nuestra familia y amigos. Así, tratas de ser amable y atento con todos, llevando regalos para los panas y varios cuentos para amenizar las reuniones. Sin embargo, a la mitad de la reunión familiar de noche buena, cuando estás meneando el segundo güisqui o peleando con el gato «Burbujas» para que deje de montarse en tu pantalón recién planchado, aparece la pregunta fatídica, formulada por la inevitable tía Gertrudis:

—Y dime, Vicente: ¿Qué dicen de Chávez por allá por Francia?

Es allí cuando el inconspicuo viajero, que no quería más que comer hallacas e ir a la playa un fin de semana, es enfrentado a una retahíla de falacias políticas venezolanas que pueden desencadenar una guerra de insultos e improperios, aderezada con platos y vasos volando o causar un pre-infarto al abuelo Cheo. Quiero presentar entonces, lo que constituyen a mi parecer dos falacias o engaños del discurso político venezolano, falacias ligadas a la respuesta que se supone debemos dar a la pregunta de la tía Gertrudis.

Falacia No. 1: «Todo el mundo gira en torno a la horrible dictadura/excelente revolución venezolana»

El problema de responder ésta o cualquier otra pregunta es que la gente no te crea lo que le dices. Cuando digo que en Francia no dicen nada de Chávez, simplemente porque Chávez o Venezuela no son noticia, la tía Gertrudis pone los ojos chinitos, arruga la frente y me dice que no entiende. ¿Cómo es posible —reflexiona ella en voz alta—, que no se hable de los atropellos gubernamentales, del «fraude» electoral, de la ley mordaza? Allí la cosa se pone complicada, ya que a pesar de que le expliques que la prensa francesa publicó la noticia, es decir, «el CNE, el Centro Carter y la OEA avalan el triunfo del No», mi tía Gertrudis sigue empeñada en que Francia, el país de los Derechos Humanos, debería intervenir para destituir al Presidente de Venezuela, planteamiento que le parece sumamente democrático y coherente. Para mi tía, es obvio que cada detalle representa un hecho inaceptable que marca no sólo la historia venezolana sino la historia mundial, de allí que ella no entienda por qué Europa no «se pronuncia» en el caso Venezuela.

En este sentido, mientras en Ucrania están al borde de una guerra civil, en Costa de Marfil están matando franceses, en Irak explotan bombas todos los días y en París se muere Arafat bajo sospechas de envenenamiento; es ridículo que yo tenga que aclararle a la tía que colocar en la primera plana de Le Monde o Le Figaro «se queman las torres de Parque Central» implicaría un boicot tan grande al periódico que mayo del sesenta y ocho parecería una pelea entre estudiantes al lado de la indignación y la sorna general que tal noticia despertaría en la población. Mi tía sigue impertérrita, explicándome que en las torres se encontraban las pruebas del fraude electoral que los chavistas pretendían quemar y que nos encontramos ante una de las estafas políticas más grandes del siglo en Latinoamérica. Yo por mi parte, comienzo a ojear el ponche crema que está tomando la tía, buscando rastros de LSD o ajenjo, en el mejor de los casos.

Inútil explicar, apelando al sentido común, que hace unos meses suspendieron a un periodista en Francia por decir «Alain Juppé se retira de la vida política», cuando lo que Juppé dijo fue «me retiro paulatinamente de la vida política». Este caso fue tan «grave» que obligó a renunciar al presidente de la cadena France 2, aparte de tener que excusarse públicamente. Ahora bien, querido lector, una pregunta estúpida: Si «se retira» en vez de «se retira paulatinamente» conduce a la renuncia del presidente de la televisora, ¿qué sucedería si, como arguye mi tía, la televisora declara que «hubo fraude» en Venezuela, o que «quemaron las pruebas» en Parque Central, etc., etc., etc?

Sin embargo, aparece un tío que, ante la gritería de mi tía, le dice que se calme, que no me «pare bolas», que yo soy «chavista». Esa es, probablemente, otra falacia oculta, algo que podría formularse como: «El que usa el sentido común o algún otro tipo de razonamiento y no se traga nuestros argumentos por más descabellados que sean, es chavista». Como dicen los gringos: for the record, no soy chavista, pero me niego a hipotecar la razón, que es lo último que me (nos) queda.

Falacia No. 2: «Tú no sabes porque tú no estás aquí».

El capítulo con mi tía lo borro de mi memoria y lo atribuyo a un grado elevado de senilidad (o al LSD que no encontré), y busco refugio en los panas, siempre comprensivos, siempre solidarios. A nivel de la tercera birra y la segunda mano de dominó, vuelve a aparecer un jetón que dice: «¿Qué opinas de Venezuela?», con un «¿aaaah?» alargado al final de la pregunta que te alerta que tienes que tener cuidado para no decir otra burrada. Trato de «irme por la tangente», como dicen, respondiendo que el ron es mejor en Venezuela que allá pero el paté no; o alguna otra estupidez que se me ocurre en el momento.

Sin embargo, el viajero vuelve a chocar con la sociedad venezolana cuando aplica la sensatez o la experiencia en el exterior a lo que sucede en el país. Como cuando, honestamente y sin ánimos de ofender a quien fuera, exclamé en casa ajena que habría que ser estúpido para creer el reportaje que pretendían pasar comparando a Augusto Pinochet con Chávez en Globovisión. Repentinamente, se apagaron las gaitas y hasta el perro de la casa me estaba mirando feo.

—Pero, Vicente, si es lo mismo —replicó la doña de la casa.

¿Qué podía hacer? ¿Qué se le dice a alguien que afirma —como lo escuché— que el gobierno de Venezuela es igual al gobierno islámico de Irán? Bueno, como no tenía muchas ganas de caerme a disparates, me callé y fui a la cocina a buscar rastros de LSD en el pan de jamón, la única explicación a la conversación que acabábamos de llevar a cabo.

Luego aparecen los problemas de afirmación, como cuando dices que si en Francia a alguien se le ocurre siquiera remotamente la brillante idea de secuestrar un barco petrolero «hasta que se vaya el presidente», lo mínimo que le dan son veinte años de cárcel, si es que llega a sobrevivir al asalto donde hasta el S.S. De Gaulle le tiran encima. O señalas el contrasentido sin precedente en la historia mundial de afirmar «en el país no hay libertad de expresión», valiéndote justamente de dicha libertad para hacerlo. Se acaban los argumentos, se hipoteca la razón y aparece la segunda falacia: «Lo que pasa es que tú no estás aquí, por eso no entiendes». Debe ser eso, debe ser que hay que «estar ahí» y derretirse el cerebro a punta de telenovelas para entender lo democrático de trancar una calle a la fuerza o cerrar locales comerciales. Exclamo mi indignación, y me responden que «no estoy allí». Igualmente me pasa con mis amigos chavistas, quienes me explican que no entiendo «la arrechera» que les dio el paro petrolero y que se supone entonces que debo alegrarme cada vez que botan a un ingeniero o empleado de PDVSA porque firmó o dijo que opinaba de otra manera. Lamentablemente, cada vez los chavistas me aíslan más y se cierran sobre sí mismos, simplemente porque el «pueblo» no se va a Francia a estudiar Filosofía. Cosas de la vida.

Quisiera terminar entonces con una pregunta a todos aquellos que creen que «hay que estar allí» para entender las cosas, aquellos que creen que los franceses no opinan sobre Venezuela porque «no están allí» para ver los abusos del gobierno, en vez de pensar que tal vez, por primera vez en la vida, sea el resto del mundo el que tiene la razón y la sensatez y los venezolanos los que estamos delirando. Mi pregunta es, ¿dónde exactamente es que «tengo» que estar? ¿En Altamira, con mis amigos de oposición? ¿Es allí donde se ve la verdad de las cosas? ¿En Cotiza, en la mitad del barrio? ¿En Mamera? ¿Dónde exactamente es que «tengo» que estar para que lo que diga suene razonable? ¿Quién conoce la verdad de Venezuela, «lo que pasa» que yo no veo? ¿Mi amigo que va de Prados del Este a la Católica y de allí a Las Mercedes? ¿Él «entiende» al país?

Que yo sepa, la última vez que revisé, los argumentos y las opiniones eran independientes del «sitio» donde se emitan, sobre todo si se trata de algo tan objetivo como discutir una ley o un derecho a marchar, a manifestar, a hacer política. La única «verdad» de todo es que si seguimos así y nos ponemos necios (algo de lo cual sé bastante), nadie podría opinar de nada, ni del conflicto en Palestina, ni de la guerra en Irak, ni de la Seguridad Social en Los Estados Unidos de Norteamérica. La ridiculez no tiene límite, sigo empeñado en ser necio y decir que incluso alguien de New York no «sabe» lo que pasa en California y por lo tanto tampoco debería opinar. A fin de cuentas, ¿qué sé yo de algo? La segunda falacia me obliga a admitir que de lo único de lo cual puedo discutir es de mi casa, de mi calle y de mi trayecto de Metro, en el mejor de los casos.

Los venezolanos hemos logrado llegar a tal grado de estupidez discursiva que ya no existe ningún tipo de discusión. La gente se pone de acuerdo en una lógica consensual para ratificar sus obsesiones y delirios políticos. Apenas aparece alguien quien hace una pregunta sensata, se le acusa de pertenecer al otro bando, o cuando esto es imposible, se recurre a las falacias antes mencionadas para no aceptar, al igual que el cuento de las ropas del Rey, que estamos equivocados.

Esta es la traba política más importante a la cual se enfrenta la sociedad venezolana actualmente.


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