Dile adiós al descargue de música y películas

Finalmente nos alcanzaron los gordos capitalistas de las corporaciones de «entretenimiento»: el 28 de junio de 2005, los usuarios de los sistemas peertopeer perdimos el juicio que le hacía la industria de cine a los sistemas Grokster y StreamCast Networks, ya que la Corte Suprema de los U.S.A. determinó que estos programas «promocionan la violación del derecho de autor» al colocar en manos de los internautas los medios para descargar películas y discos.

Hay varias cosas en esta decisión que llaman la atención, pero antes de lanzarme en mi defensa contra viento y marea del intercambio de archivos, veamos de dónde sale dicha jurisprudencia. El affaire «MGM versus Grokster«, como se le conoce a esta demanda que agrupa a la Metro Goldwyn Mayer y 27 casas disqueras y estudios cinematográficos, comenzó en Octubre de 2001. En primera instancia y luego en apelación, fuimos nosotros, los internautas, y no el lado oscuro de la fuerza, quien obtuvo veredicto favorable: apoyados en las demandas anteriores hechas en 1984 a los aparatos Betamax se declaró que, a pesar de que estos sistemas permiten la violación de derecho de autor (copyright), poseen muchos usos legales más y por tanto no era responsabilidad del producto sino de los usuarios el infringir o no el derecho de autor. Los usuarios podían intercambiar cortes de películas o publicidades, videos de noticias u obras de dominio público como Shakespeare o Molière, en vez del último disco de la diva pop del momento. Esta derrota legal dio paso a una ruleta rusa motorizada por los hambrientos mercenarios de las majors, quienes estimaron que era justo perseguir a 11 mil desafortunados en Estados Unidos y unos cuantos centenares en Europa. Sin embargo, como en este mundo la justicia la dictan los que tienen dinero, la famosa Corte Suprema declaró que la jurisprudencia pasada de la Betamax no podía dar un freepass a la violación masiva del derecho de autor, vía los servicios P2P. Por supuesto que es sólo una victoria simbólica que ahora será apelada en una Corte Federal que determinará si Grokster y demás «incitaban» a los usuarios a infringir el derecho de autor. De hecho, a pesar de que el futuro parece augurarnos una lluvia de procesos y demandas hechas a otros servicios, algunos de ellos, como el popular eMule, se encuentran fuera de la jurisprudencia americana y sólo podrán ser perseguidos por otras vías legales.

Descargar en Internet: ¿Quién pierde y quién gana?

I

Ahora bien, le debo a los lectores una aclaratoria en cuanto a mis puntos de vista —que asumo y no pretendo encubrir en una «objetividad» que no es tal— frente a la utilización de estos servicios en línea. Déjenme empezar diciendo que siempre es extraño cuando el que demanda no está siendo afectado directamente por el «daño» que se sufre. En este sentido, resalta el hecho de que todas estas artimañas legales se lleven a cabo por los estudios o las casas disqueras en vez de los artistas: en los últimos años, obviando los avariciosos rockerospop como Lars Ullrich de Metallica o el productor de rap Dr. Dre, poco son los artistas que se quejan del intercambio de música en Internet. De hecho, los sondeos de opinión muestran que dos tercios de los artistas consideran el intercambio de archivos en Internet como una amenaza «mínima» o «inexistente» para ellos y su profesión.

No podía ser de otra manera, cuando vemos la cantidad de centavos que gana un músico con la venta de uno de sus discos. Todos sabemos que los derechos de autor por venta de disco se sitúan alrededor del 13% de la ganancia neta del disco (es decir, una vez que restamos a los 20 dólares de costo real la producción, publicidad y distribución del CD), lo cual lleva a un artista a cotizar la suma liliputense de (máximo) ocho dólares por unidad. Sin embargo, no es como que la gente no compra discos. Cuando vemos las estadísticas de la industria disquera de los EE.UU. (RIAA) constatamos que las ganancias se cuentan en miles de millones de dólares, y que los sectores que dan pérdida son los casetes y sobre todo los sencillos. Según ellos, esto se debe a que la gente descarga sencillos en Internet, ¿pero tendrá que ver el hecho de que el consumidor se dio cuenta de que pagar 4 o 5 dólares por canción es una estafa? Mejor culpemos a Napster.

La verdad es que los argumentos de las disqueras resultan algo extraños. Si la baja en las ventas se debía hace dos años a Napster, ¿por qué es que la venta de discos sufrió una fuerte baja después de que Napster fuese enjuiciado y sacado de Internet? Cuando hablamos de una economía global lenta y prácticamente en recesión, ¿representa la caída de 4% en ventas en el 2002 un factor ligado solamente a la piratería? Por supuesto que el hecho de que las disqueras aumentaran el precio de los discos, prometiesen proteger todo contra la copia y perseguir a los internautas, aparte de abocarse a despedazar Napster como una jauría desesperada, nada tuvo que ver en la percepción del consumidor.

Es más, el espíritu mercantilista de las disqueras demuestra su incomprensión del nuevo mercado discográfico y el rechazo del público a pagar sumas exorbitantes por un disco hecho de manera mediocre. La inconsistencia de los discos se suponía salvada por las iniciativas de «99 cents a song download«, donde podrías bajar una sola canción de 50 Cent y evitar la portada llena de agujeros de bala y pistolas o los agradecimientos a «my momma» y todo eso. Sin embargo, el Wall Street Journal informa que las compañías creen que esto es «muy barato», y que el precio debería situarse entre un dólar veinticinco (1,25) y tres dólares.

La verdad de la venta de discos salta a los ojos, a pesar de toda la publicidad que quieran hacerle: es un producto barato y de sospechosa calidad. No hablo de los artistas, cada quien con sus gustos, hablo del pedacito de plástico que se supone «imposible de rayar» pero que siempre se raya, vendido en una cajetilla de plástico horroroso a la bicoca de veinte dólares. Por otro lado, las disqueras suelen pegarle calcomanías del tipo «¡incluye el single Thriller!» encima, lo cual, pasada la fiebre de la moda, te deja un pegostón horroroso en la carátula cuando le retiras la calcomanía. Además, las cajas parecen diseñadas como para que se le rompan los dienticos de plástico que aguantan el disco, lo cual explica más tarde por qué se te rayó. Finalmente, ¿soy sólo yo o alguien más tiene la impresión de que las cajetillas están hechas para saltar de las manos y romper la triste bisagra de plástico que las sostiene? Si esto es lo que creen las disqueras que significa un producto de «calidad», seguirán asombrándose de que la gente rechace sus porquerías y baje música gratis.

II

En lo que a películas respecta, el resultado económico es más o menos parecido. Es mentira que los estudios cinematográficos estén perdiendo dinero, o más bien que tal pérdida se debe a la descarga de películas en Internet. Cuando un estudio invierte doscientos millones en la producción de un episodio de Spiderman, es cierto que arriesga el futuro de la empresa entera, pero también es cierto que poco tenemos que ver los espectadores en el fracaso de bodrios mal hechos como «Catwoman«. La lógica mercantilista dice que al invertir 20 a 40 millones en la publicidad de un blockbuster se consigue desplazar al público, como si el valor y la calidad de la película no importasen para nada. En un sitio Internet conseguimos el récord de las películas con mayores pérdidas en la historia, y a las pruebas me remito: Si alguien cree que producciones como «Jossie and the Pussycats«, «Dungeons and Dragons» o «Van Helsing» merecen ir a parar a otro sitio que no sea el tobo de la basura, está siendo cínico y nada más; son ganas de llevar la contraria o argumentar tonterías. En todo caso, algo está claro: sólo un gordo capitalista-tabaco-en-la-mano puede estar tan alienado como para creer que los espectadores vamos a asistir a una función de «Rollerball» simplemente porque le inyectaron millones de dólares en publicidad. La verdad es que el problema está allí: en la publicidad y la construcción de conglomerados transnacionales que más que producir películas de calidad, buscan imponer un producto que ataca al menos cinco mercados: la película «Batman» va acompañada del juego de video, los muñecos de plástico, los combos de McDonald y pare de contar. La tendencia global obliga a los grandes conglomerados a comerse a los pequeños; Sony domina el mercado y va avanzando cada vez en diferentes aspectos, comprando pequeñas, medianas y grandes compañías que pasan a engordar sus filas. La diferencia es obvia. Cuando una pequeña empresa que trabaja con dedicación en el desarrollo de ideas propias para algún mercado pierde su independencia, lo que vende es más que su potencial creativo o productivo; se alinea en una estrategia de marketing global donde pierde su personalidad y funciona dentro de una macro estructura comercial.

Poco a poco, se van perdiendo las pequeñas iniciativas para dar paso a planes mundiales de uniformización cultural, es por eso que el resultado es un producto sin forma que, de tanto pretender funcionar en todos los mercados, termina siendo insípido.

En fin, el intercambio en Internet no es el mal que genera esto sino todo lo opuesto: una alternativa válida de democratización donde los usuarios podemos finalmente ser los dueños del sistema y escoger lo que queremos comprar, en vez de ser unas cajas transparentes víctimas de la publicidad y del capitalismo salvaje.

Tal vez sea exactamente eso lo que tiene enojados a los capitalistas culturales: que finalmente el usuario pueda pasar por encima del producto de mercadeo y acceder a la obra, al disco, a la película antes de decidir si desea gastar sus veinte dólares en ello.


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