Todo empezó como un juego. Tendría diez años cuando hurté a mi padre un cigarrillo y con inocencia infantil lo prendí en el baño. No tenía mucha gracia, chupaba y escupía el humo de manera sistemática y no me divertía en lo absoluto.
Ansioso por descubrir las bondades que hacían a mis padres depender de dicho elemento, se me ocurrió absorber una bocanada y tragarla. Por supuesto que sin la técnica es imposible, mi idea era tragar el humo cuan pedazo de pan. Pero luego de varios intentos truncos opté por mantener el humo en la boca y empujarlo con un trago de agua. Fue el acabose, tosí de manera incontrolada por más de media hora, mi garganta raspaba y como broche de oro mis padres me descubrieron.
Pero el hombre es hombre y comete errores, cinco años después volví a intentarlo. Me sentía importante con un cigarrillo en la boca, no tragaba el humo pero el placer radicaba en tenerlo entre los dedos.
Ya fuera de la soledad del baño, no faltó un amigo experimentado que me enseño la técnica de tragar el humo, de la posibilidad de sacarlo por la nariz, de hablar con él en los pulmones y, lo que tal vez fue mi perdición, la habilidad de hacer argollitas de humo.
A los quince años considero que me transformé en un dependiente del cigarrillo. Mi padre me dejaba fumar delante de él y mi madre lo mismo, eso sí, si estaban los dos no lo hacía.
A finales del colegio secundario todavía controlaba mis impulsos y no pasaba de los cinco cigarrillos diarios pero con la universidad y las noches de estudio ascendí a un paquete diario. Mi mentalidad austera me impidió superar esa barrera, me parecía un exceso fumar más de 20 cigarrillos en un día, pocas veces lo he hecho. Pero también me ha costado mucho fumar menos de 20, por lo que, según los estadistas, estoy dentro de los que fuman un paquete por día.
Mis primeros diez años de fumador no fueron malos. Por ese entonces podía hacer cosas que hoy el cuerpo me niega. Aguantaba más de un minuto bajo el agua, nadaba distancias importantes sin cansarme, jugaba dos horas al fútbol o al tenis o a lo que sea. No sólo física era mi libertad, por ese entonces tampoco me molestaba la dependencia y ni siquiera me planteaba la posibilidad de dejarlo.
Pero luego de más o menos 73000 cigarrillos en mi pecho, el cuerpo comenzó a resentirse. Primero fue la agitación e hiperventilación posterior a una corrida, luego demoraba cada vez más en cambiar el aire al hacer deporte. Un día en la pileta un dolor en el pecho me impidió seguir nadando y llegar a los dos largos bajo el agua. Otra noche me arremetió una taquicardia impresionante y una sensación que sólo se calmaba subiendo el brazo izquierdo sobre la cabeza.
Así y todo seguí fumando, sintiendo que estaba mal lo que hacía pero convencido de mi debilidad para dejarlo, de mi incapacidad de tranquilidad sin él y sin definir jamás que es lo sabroso que tiene.
Pasaron 51000 cigarrillos más, el dolor en el pecho se hizo crónico, me costaba correr hasta la parada del colectivo y la acidez que provocaba en mi esófago era cada vez menos soportable. Entonces apareció la úlcera y los remedios y la orden del médico de abandonarlo.
Mi mujer me propuso que recurriera a los parches de nicotina o a las pastillas inhibidoras. Me negué rotundamente, es mental, le decía, tengo que poder controlar mi ansiedad.
Decidí esperar a terminar el último paquete existente en casa y luego renunciar. Este último vivió tres días. Deseé que nunca se acabara, pero se terminó y listo.
Los primeros tiempos fueron durísimos, al levantarme sólo pensaba en no fumar y me torturaba de deseo controlado. La necesidad de sentir el humo en la garganta no puede ser suplida con alimento alguno y me invadía una sensación de insaciedad constante.
Mi humor también cambió, mi irritabilidad me volvió hosco y silencioso, mi mujer e hija dudaban antes de hablarme seguras de una mala contestación.
Mis dedos fueron masticados, uñas, cutículas y piel fueron cercenadas, pero la ansiedad seguía firme cuan rulo de estatua. No quería salir, aunque necesitaba imperiosamente la soledad y el aire fresco en mi cara, suponía que las reuniones me generarían más deseo.
La música me daba ganas de fumar, leer me daba ganas de fumar y escribir era imposible sin el cigarrillo. Realmente me sentía estúpido, ¿cómo era posible que abandonar algo que me dañaba tanto me costara tal esfuerzo? Recordé una novia de la adolescencia, pero no era momento de hacer analogías.
El cuerpo también lo sentía, ante la falta de nicotina volvieron las palpitaciones a la hora de dormir, los movimientos bruscos y despertadas innecesarias. La sed me atormentaba por las noches y la tos, suponía que dejarlo me la sacaría, pero sólo se incrementó. Envejecí varios años, convirtiéndome en un viejo cascarrabias que prefiere no hacer el amor pues el cigarrillo posterior resultaría obligatorio.
No es nada fácil, en este momento el deseo me carcome las entrañas, no sé si podré soportarlo más. No, no podré. Me voy al kiosco en busca de tabaco, estas 36 horas sin fumar fueron, indudablemente, las más largas de mi vida.
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