Decepciones

Siendo un niño de diez años, mi padre me hizo un regalo muy especial: un flamante juego de química. Era una inmensa caja con decenas de frasquitos llenos de coloridos compuestos y etiquetados con llamativas fórmulas, exóticas botellitas, paletas, tubitos, etc. Yo temblaba de emoción, mi corazón latía violentamente mientras me regocijaba viendo y tocando cada frasquito de mi adorado regalo.

Como cualquier niño normal me imaginaba mezclando y calentando diferentes compuestos, creando así mortíferas bombas, extraordinarios ácidos capaces de corroer cualquier cosa. Me veía alimentando moscas, arañas y cualquier bicho raro con extrañas pócimas para ver que nueva criatura podía crear.

Después de acariciar cada frasquito tomé finalmente el manual de instrucciones que había apartado bruscamente desde un principio. Cuando abrí la primera página, en grandes letras gruesas se leía lo siguiente: «Atención: ninguno de estos materiales ni sus mezclas producirán compuestos explosivos, ácidos corrosivos ni gases tóxicos que puedan poner en peligro a quien los utilice».

Me sentí vilmente engañado, burlado y humillado. Recuerdo haber llorado mi desilusión amargamente, desconsolado y en silencio en el encierro de mi habitación. Desde ese día comencé a aborrecer la química, y de hecho, estoy casi seguro que la humanidad perdió un flamante y respetado investigador de la industria armamentista (o un vulgar terrorista, según como se mire) y en su lugar obtuvo otro de esos inofensivos físicos teóricos.

Ya adolescente y luego de ver mis primeras clases de física, se me atravesó la loca idea de querer hacer bombas nucleares, pero finalmente maduré y frente a la orientadora dije que quería ser astronauta.

Prefiero no recordar su reacción, pero sí la de mi profesora de biología, una testigo de Jehová que me respondió «tienes que entrar en la Fuerza Aérea o ser un gran científico, mira que ya hay un cubano cosmonauta». Pero como siempre le he tenido alergia a los milicos, me decidí por la física. Entre huelgas y molotov fui avanzando rápidamente, y de hecho logré convencer a un par de amigos para inscribir una materia del ciclo profesional. Éramos cinco estudiantes inscritos, todo un record. Recuerdo haber comprado el libro guía y haber pasado la noche casi sin poder dormir por la emoción. Iba a ver clases con los grandes profesores, seguro con todo un Ph.D egresado de una reconocida universidad.

Y efectivamente así fue. Un Ph.D egresado de una reconocida universidad. A los quince minutos de comenzada la clase no entendía que había pasado. El imaginado intelectual se había transformado en un real y vulgar personaje de comedia, cuya forma de expresarse era tan burda y estéril como la de cualquier diputado de pacotilla. Recuerdo haberlo descifrado con una fórmula que lamentablemente me ha sido útil en demasiados casos: Profesor = Ignorantón con título de Ph.D.

Y al igual que frente a aquel manual, en esa primera clase me sentí nuevamente burlado y estafado; y entonces eché de menos mi solitaria habitación, en donde podía llorar desconsolado y en silencio.


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