Se acababa de ir abril, y con él una vez más, una ilusión amorosa. No puedo asegurar que marzo y abril sean meses evidentemente relacionados a romances, pero sí estoy seguro de haber leído en infinidad de poemas cosas como «en esa lluvia de abril» o «cuando llenábamos los días de marzo de caricias», lo que automáticamente me hace pensar en que existe alguna relación (posiblemente clandestina) entre estos meses y los momentos más traviesos de cupido.
Bueno, a ser sincero, no pretendo comprobar y desenmascarar a ningún mes, por odioso que sea, y en ese caso habría que empezar condenando a diciembre, con toda su sarta de gaiteros, buhoneros y traquitraquis.
Los primeros días de mayo, por tercer año consecutivo, me habían recibido con un despecho más para mi colección, así que sin pensarlo dos veces, acudí a la lista de teléfonos y marqué desesperadamente el de aquella amiga que siempre te apoya en esos momentos difíciles. Para mi desventura, mil ocupaciones brincaban por delante de algún momento en su agenda, por lo que tuve que conformarme con una cita a ciegas que ella me prepararía para mí, con una amiga suya.
La descripción, me la hizo saber de inmediato y sonaba bastante reconfortante, como cualquier vestigio de compañía que aplaque los dejos de soledad característicos de esos días, más allá de eso, era impelable conseguir a la persona en cuestión, ya que me había dado un dato único:
«Bueno chico, ya sabes, ella tiene el cabello así, como medio corto con unas brisas así de lado ¿sabes?, con un aire entre corto y esgrafiado, y lo que sí es característico, es que se lo acaba de pintar de un color violáceo castaño brandy, con mechas blanco luna (en cuarto menguante), eso sí, mate»
Puntualmente estuve en el sitio acordado, aquel cafetín de la facultad de farmacia, sitio nada romántico, pero para un primer encuentro, estaba aceptable. Esperé media hora y ninguna persona se acercó con la descripción anterior, de pronto, como apareciendo de la nada, burbujeante y etérea, una chica cabello rojizo con tonalidades verde oliva y después otra de pisadas sobrias y seguras, con colores más bien siena café con tonos calizas del medioevo. ¡Evidentemente no era ella!
Después de una hora de espera, el hambre y el despecho no me dejaban pensar, así que decidí dejar de balbucear en mi mente las palabras de algún periódico y ordené unos cayos a la madrileña como en mis mejores tiempos de amores con Holga, así se fueron los últimos minutos de espera. Al terminar de comer los cayos en salsa para pizza (plato único de este cafetín), decidí no seguir esperando y más aún, me propuse luchar por la declaración e institucionalización del mes de mayo, como «mes internacional del despecho y el guayabo».
Aunque han pasado ya varias noches desde aquel fallido encuentro, aun celebro no haber encontrado a mi compañera de cita, ya que así puedo disfrutar en pleno mi guayabo, pero no puedo negar que me revuelve la intriga y no alcanzo el buen sueño, imaginándome cada noche en la calma física de mi cuarto y la turbulencia de mis horas aquel color de cabello.
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