Cuando me desperté el yate se movía. El sol había cambiado de posición, pero no mucho. Sin embargo el cielo estaba completamente azul y sin estrellas. En popa James y los otros se alistaban para echar al agua los señuelos que habíamos recogido el día anterior. Poco a poco el señor M. aceleró, quebrando la tranquilidad del agua y fuimos echando uno a uno los peces de plástico, dándoles línea hasta tenerlos a unos treinta metros del bote.
El barco no viró pero íbamos de regreso.
Todos nos fuimos a la cabina de mando. En la radio se preguntaban si alguien había visto algún cardumen. Aquí, allá. A medianoche, esta mañana. El papá de James escuchó atentamente y le preguntó a Rob y Kevin que pensaban. Decidieron que lo mejor era dirigirse a un punto que estaba camino a casa. Me ordenaron subirme a la torre de observación otra vez. Yes Sir, respondí y escalé con más seguridad que la primera vez.
El día estaba mucho mejor que el día anterior. Había un poco más de olas, pero no muchas. Casi todas causadas por botes que parecían ir en la misma dirección que nosotros.
Me senté, monté los pies sobre el timón auxiliar y observé. Atrás nos seguían los peces verdes saltando como locos entre las olas. Pensé que era inútil, pero deseé que no fuese así. Hacia adelante no había nada sino agua y cielo, subiendo y bajando rítmicamente, tratando de marearme inútilmente. Me quedé dormido.
Al despertarme oí al papá de James hablando por radio lo que me parecieron puras incoherencias. Vi hacia abajo. Kevin y Rob se reían a carcajadas de algún chiste que alguien dijo en la radio. Más abajo James practicaba hacer nudos en la silla de pesca. Volteé hacia adelante. Una aleta inmensa color blanco leche salió del agua a estribor. Me levanté creyendo haberlo imaginado, esperando a verla otra vez antes de avisarle a los otros. La aleta se volvió a levantar detrás de las olas que dejaba un yate a unos cien metros de nosotros. Grité. ¡Fiiiiinnn! El papá de James preguntó que donde y le respondí que a estribor. Inmediatamente bajó la marcha y yo bajé deslizándome por las escaleras con las palmas de las manos.
El bote pasó lentamente al lado del pez. Era beige oscuro y del ancho de una cama matrimonial. Más alto que largo y torpe al nadar. Es un Sunfish, me dijo James, está prohibido pescarlos. Y además saben a demonio. El pez nos pasó al lado. Tenía una boca chiquita y no lucía apetitoso en ningún sentido. Parecía flotar de lado, como si tuviese herido o algo. En la panza tenía una aleta aún más larga que la que tenía en el lomo. OK, eso es todo, gritó Mr. M, la próxima vez trata de ver algo que podamos pescar Gus. Maldije entre dientes y me volví a subir a la torre.
Ahí pasé dos horas viendo aletas donde no había. A punto de gritar otra vez al menos 20 veces, y todas las veces había esperado. No habían más que malditos Sunfish por todas partes. Echados de lado en el como si estuvieran tomando sol. De repente de ahí venia el nombre.
Decidí voltearme y no ver un coño. No sé si el papá de James me caía bien o no y no me interesaba si pasábamos de largo todos los peces del mundo. Me dolían los ojos de enfocar sobre las olas tratando de ver algo que tenía un océano entero para salir a tomar un aire que no necesitaban. El tipo era un hueso duro de roer.
No habían pasado 30 minutos cuando empezó a haber actividad en popa. Donde una vez saltaban los peces verdes, ahora saltaban unos negros gigantescos. Holly shit!, grité. ¡Fiiiiiinnnnn!
¿Dónde?, preguntó Kevin desde abajo. Atrás, le respondí. «¡God damn it!», gritó el papá de James. ¡Buen trabajo Gus¡, remató mientras yo bajaba casi sin sostener la escalera.
Aún no había picado ninguno. Pero al menos una veintena de atunes saltaban a la par de los peces verdes. Observamos con atención el espectáculo. Estaban tratando de morder los cebos pero las olas los movían demasiado. Iban en zig-zag siguiéndonos de cerca. Al caer al agua, en vez de devolverse seguían de largo y se abrían por un lado del yate pasándonos a una velocidad que hacía parecer que no nos estuviéramos moviendo. El atún es uno de los animales más rápidos y resistentes del océano había leído en alguna parte. Lo cual era bueno y malo a la vez. Era sumamente débil y un golpe infortunado podía matarlo fácilmente. Estaba hecho para escapar, no para luchar. Entonces uno mordió un anzuelo.
Ese uno que saltaba que era una preciosidad. Era sin exagerar del tamaño de medio Volkswagen. Ahí va un viaje a las Bahamas saltando en el agua, dijo Rob. Le pregunte que quería decir. Me recordó un palafito que había en el club náutico que decía «Se compra atún por la libra». El atún tenia el tamaño para que cada uno de nosotros se embolsillara un par de miles dólares.
El animal saltaba como si estuviera entrenado, pasando entre anillos invisibles flotando sobre el agua. Era imposible no pensar en la imposibilidad de que lo hiciera. El bote iba al menos a 50 kilómetros por horas y este saltaba como si el agua tuviera un metro de profundidad y estuviese impulsándose con piernas. Me imaginé con la plata en el bolsillo y empecé a gritarle. ¡Vamos muchacho, Vamos! ¡TU PUEDES!
Pero no podía. Viajaba un par de segundos debajo del agua, la aleta dorsal apenas asomándose, saltaba como si lo estuvieran disparando con un cañón y caía un par de metros más adelante sin romper el agua como un campeón olímpico. Así lo hizo unas cinco veces más y entonces empezó una carrera hacia nosotros. La aleta cortando el agua en medio de las dos olas que dejaba el bote como una navaja. Estaba apenas a dos metros detrás de nosotros. Lo único que se le veía era la aleta, el resto se confundía con el agua oscura. Deseé tener un rifle y dispararle en la cabeza si eso me iba a dar mil dólares. Pero no había rifle, ni creía que nadie en el bote me iba a dejar usar uno.
Entonces el atún empezó a derivar. Hizo una finta a la derecha después otra a la izquierda y se lanzó a la otra vez derecha violentamente, pasando el bote al doble de la velocidad a la que íbamos. Una nube de reflejos amarillos, verdes y plateados pasó por debajo del agua siguiéndole. El volkswagen era el líder de la tropa. Un atún pequeño salto de agua y pareció que casi iba a caer en nuestro pies, pero paso por encima de una esquina de la bañera sin problemas. El cardumen se alejó rápidamente en lo que parecía un pedazo de mar hirviendo y poco después desapareció dejando una ola que se mantuvo corriendo hasta que las que dejaba el bote la confundió con el resto del océano. Ahí fue cuando vimos que uno de los señuelos se alejaba de nosotros. Uno había picado pero iba tan rápido que ni siquiera había halado de la línea.
Rob agarro la caña y la tensó. Inmediatamente vimos al animal saltar a unos 30 metros. No era el gigantesco que queríamos, pero me alegraba de que fuese cualquiera. El papá de James apagó los motores. El animal era fuerte, halaba de Rob como un demonio pero no con la misma intensidad que el tiburón. La caña nunca se dobló como lo había hecho la noche anterior. Roblo haló con fuerza, bajando el cuerpo, cerrando el carrete y levantándose otra vez, hasta que lo tuvo tan cerca que lo veíamos debajo del agua. Cualquiera que haya peleado con un perro por una media puede imaginarse lo que estábamos viendo. El atún tiraba con fuerza, casi sin moverse, como si estuviera pegado a una pared con un clavo, y Rob hacía lo suyo soltando y halando cuando debía. Kevin agarró la red y la echo al agua. Haciendo palanca sobre la baranda haló hacia arriba y el atún salió del agua. No era muy grande. Media como medio metro pero Kevin estaba pasando trabajo manteniéndolo en el aire. Rob recogió la línea y lo dejó colgando por la boca. Después, lentamente, y con el bote moviéndose lo dejaron nadar en la superficie del agua, cuidando de que no escapase.
Aún dentro de la red, Rob levantó al pez, se dio vuelta y lo dejó caer en la cubierta. El animal se auto flageló contra el piso como castigándose por su estupidez. Unos Bam, Bam, Bam como los de la noche anterior nos estremecieron los pies. El pez hacía un sonido como el cerrar de una tijera cada vez que abría y cerraba la boca. Kevin abrió una de las cavas y Rob empujó con el pie al pez vivo dentro de ella. El hielo se había derretido casi por completo y la cava estaba llena de agua hasta la mitad. Con el pez aún moviéndose, agarró un cuchillo y se lo clavó entre las aletas pectorales. El pez dejo de moverse casi inmediatamente.
Una hora más tarde, aún hablando del atún que descansaba en paz en la cava, el papá de James notó actividad en una boya. Nos volteamos hacia ella y vimos un montón de Mahi-Mahis saltando en el aire. Mr. M apagó los motores, dejando el bote a la deriva, moviéndonos con el puro impulso.
En el agua había más Mahi-Mahis de lo que habíamos conseguido la primera vez. Saqué la caña en la que había trabajado la noche anterior y empecé a sacar peces. No sabía si era más fácil o si había aprendido a hacerlo, pero en los primeros 5 minutos saqué 2 y al final traería al barco 3 más. Fui el que menos sacó. Los peces dieron buena lucha también. Saltaban en el agua como unas fieras, y a veces no quería subirlos al bote sino más bien soltarlos y volver a empezar el ritual de engarzarlos. Mr. M gritaba en cubierta agarrando con una red los que jalábamos a cubierta.
El yate se movió con las olas y dejó la boya atrás. Caminé por la carrilera hasta la bañera. Hice un látigo de la caña y lance el anzuelo unos diez metros. Al caer vi un Mahi al lado del bote voltear y salir corriendo hacia él. Sin detenerse lo mordió y se dio a la carrera. El carrete empezó a cliquear con fuerza y tuve que silenciarlo. El Mahi saltó dos veces en el aire sin darse un respiro. Empecé a halarlo hacia el bote. Caminaba de espaldas y me acercaba de nuevo a la baranda mientras enrollaba con el carrete. Repetí esto dos veces y la última vez, cuando halé el pez salió del agua batiéndose con furia. Me di la vuelta y lo dejé caer en el suelo.
El papá de James estaba al timón tratando de poner el barco al lado de la boya. Yo no había manipulado un pez por mi mismo en ningún momento y me di cuenta de que no sabía hacerlo. Lo agarré por la cola y se resbaló fuera de mis manos. Lo volví a recoger asiéndolo por encima de la cabeza. El pez abría y cerraba la boca silenciosamente. Busqué el anzuelo. No se veía en ninguna parte. Con el dedo forcé la boca para que quedara abierta. Veía el mar cada vez que este abría y cerraba las branquias rojas como un tomate. El anzuelo estaba enganchado en la derecha. Traté de halar la línea pero era imposible. La empujé y la saqué por el otro lado. Tenia que meterle el dedo en la boca y no me sentía como haciéndolo. Me daba grima. ¡Por Dios Santo! ¡el animal estaba vivo! Lo cambié de mano.
Trate de halarlo de nuevo. Nada. Lo empuje hacia afuera y la línea cayo a través de la branquia. Traté de ensartarla como a una aguja tratando de que el anzuelo pasara sin engancharse. No tuve suerte y el pez empezó a sangrar profusamente. Lo intenté una y otra vez. El pez parecía hacerlo a propósito. Sentía como si tuviera en las manos una cucaracha gigante. Tenía parados todos los pelos del cuerpo. Me vi a mi mismo y estaba lleno de sangre del pecho a los pies y el suelo era una sola mancha roja que caía al mar por el desagüe.
El papá de James bajó de la cabina.
—¿Qué estas haciendo?
—No puedo —le respondí con un susurro.
—¿No puedes QUÉ? —me grito— Quítale el anzuelo al maldito animal.
Traté de hacerlo pero la mano se me paralizó al llegar a la boca. Simplemente no podía. Sin explicaciones. ¿Qué pasa?, me volvió a preguntar, Quítale el anzuelo y anda a sacar más.
En la proa James Kevin y Rob gritaban como si estuviesen en una montaña rusa. Tragué saliva y tiré el animal al suelo. Desangrado aun se movía el muy maldito. El corazón se me iba a salir por la boca y las manos me temblaban fuera de control.
El papá de James agarró el pez, le metió dos dedos por la boca y esta se abrió como si se iba a partir pero no lo hizo. Haló el anzuelo con fuerza trayéndose las branquias pegadas del mismo. Vamos, ya está, ve a sacar más. Me fui corriendo a la proa, pero ya era muy tarde. Todos miraban hacia el agua tratando de ver a donde se habían ido los peces. Ahí nos quedamos por quince minutos pero no volvieron a aparecer. Sin decir nada el papá de James prendió el bote, dio retroceso y salió de frente, pasando al lado de la boya hundiéndola casi por completo en el agua.
Pusimos todos los peces en la cava vacía. Kevin sacó la tabla de cortar que habíamos usado con las sardinas. Uno a uno los empezó filetear. Le dije que me enseñara y los últimos 5 los hice yo sin su supervisión. Era fácil. Se corta perpendicularmente en la cola y se pasea el cuchillo hasta debajo de las agallas por la panza. Se levanta la piel y se tiran por la borda las entrañas. Después de cortar pegando el cuchillo de la columna vertebral, se separa el filete. Terminé y me fui a proa. Me bañe con el agua que saltaba al golpear el casco.
Había montones de barcos alrededor. Todos yendo en nuestra dirección, aunque unos pocos parecían dirigirse hacia mar abierto. El papá de James bajó la marcha. Pensé que pescaríamos de nuevo. Caminé hacia popa, pero no llegue. Al lado del bote un animal inmenso se levantó del agua y echó un manguerazo de agua y gas por encima del bote. Era una ballena. Gus, corre por tu cámara, me grito el papá de James. Busque mi cámara y tome fotos de las ballenas azules que parecían tomar sol en la superficie del agua. No se movían mucho y con el subir y bajar de las olas aparecían muchas más como pequeñas islas vivientes.
Alrededor había al menos quince ballenas y el papá de James pasaba entre ellas como si fuese un camino de obstáculos. Todos los botes parecían hacer lo mismo. A ellas parecía no importarle mucho. Flotaban a la deriva, subiendo y bajando sin pensar, sabiéndose sin enemigos naturales, excepto por nosotros. Y nosotros ya no las cazábamos.
James, mira esto, dijo Mr. M. Nos salio zoólogo el muchacho. Kevin, Rob y james explotaron en risas. Yo también lo hice. Tomé fotos hasta que se me acabo el rollo y el papá de James me preguntó si estaba listo. Le dije que si. Le dio media vuelta al bote y tras pasar al lado de la última ballena aceleró al máximo.
El horizonte ero lo mismo en todos lados. Sólo una línea curva que terminaba en nada. Pensé en los antiguos fenicios y sus ideas del final del mundo. Tenían toda la razón en haber creído esto. Eso era lo que parecía, que el mundo llegaba a su fin donde el agua se separaba del aire como si fuera aceite.
Nadie hablaba en la cabina. Todos estábamos y parecíamos y estábamos agotados. Yo no había agarrado sol en un año y a pesar de mi piel morena, ahora brillaba con un rojo intenso. Se sentía bien cuando le pegaba la brisa. En la radio voces preguntaban ansiosas si alguien había avistado algún cardumen. El papá de James les respondió y les dio coordenadas. Me pareció inútil. A la velocidad que iban esos atunes ya estaban por lo menos en las costas de New Jersey. Bajé y me senté en la silla de pesca. El aire olía a gasoil pero se sentía bien estar sentado allí. Cerré los ojos y pensé en el final del mundo de los fenicios otra vez y me imagine el bote cayendo por una catarata gigante para siempre. Muriendo de inanición en la caída. Me quede dormido.
Al despertar la costa corría en sentido contrario al lado del bote. Me sentí desilusionado. Sentí ganas de no llegar nunca. Que el bote siguiera su carrera para siempre y que el sol me pegara en la cara exactamente con la misma intensidad que lo estaba haciendo en ese momento. Estaba en nirvana, pero lamentablemente no duraría mucho. Nueva York estaba a la vuelta de la esquina. Para nosotros el final del mundo si estaba al llegar al horizonte.
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