Cuando era infeliz e indocumentado Pt. II

Una de las cosas que yo solía hacer con más frecuencia en Venezuela era viajar. Por haber vivido en diferentes estados durante mi juventud tenía familia y amigos regados por todo el país y esto me facilitaba las cosas ya que donde quiera que iba, tenía cama donde dormir y mesa donde comer. No recuerdo haber llamado ni una sola vez por adelantado para decir que iba a la casa de tal o cual tía o cuanta gente iba conmigo. Usualmente éramos un grupo de tres o cuatro muchachos, malas conductas, y mi familia nunca se quejó de este hecho.

Gordon se apareció aquí ayer a las dos de la mañana con 4 amigos y van a pasar un mes en la casa. Era natural. Éramos familia y este tipo de cosas eran de esperarse, yo las asumía garantizadas, mi familia jamás dijo una palabra. Para ellos era una aventura.

Ellos conocían a todos mis amigos y mis amigos conocían a mi familia y de esa forma me gustaban las cosas. En cuanto a familia jamás podré quejarme porque a parte de estas cosas había muchas otras que los hacían los mejores que uno podía tener.

Familia en los cumpleaños, familia en las graduaciones, en las navidades, los carnavales, y hasta cuando uno no quería la familia estaba allí, parada en el medio haciéndonos llorar o reír en una relación de la que no había escapatoria y de la cual tampoco quería escapar. Una relación hecha para durar eternamente.

Cuando uno se convierte en emigrante súbitamente todo ese colchón desaparece. No más tíos donde llegar, o tías con carteras profundas para complacer al sobrino o abuelas con más paciencia que una sombra. Uno esta solo. El libro de teléfonos lleno de números en otro país. Inútiles.

En las noches a veces me caminaba Nueva York hasta entrada la madrugada, con las manos en los bolsillos y fumando cigarritos, y la sensación era siempre la misma. En el fondo de cañones de concreto, entre gentes sin nombre y tiendas incomprables me daba cuenta de que era absolutamente nada. Podía tirarme al tren ese día y nadie suspiraría por eso. Me enjuagarían de los rieles con una manguera y llenarían un reporte. Un tipo se tiró anoche al tren. John Doe. Un extraño, male, hispanic, 6 feet tall, 160 pounds, scar on top right back shoulder…

Una vez lo pensé. Estaba harto. Caminas por la calle y ves gente saliendo de los teatros en Broadway. De a seis, riendo de satisfacción o de lo pésima que fue la obra. O a través de las ventanas de los restaurantes. Gente comiendo, hablando, riendo, abrazándose y uno se siente con ganas de caminar al puente más cercano, trepar al tope y lanzarse al vacío. Morir.

Con mi mala suerte, muy seguramente me rescatarían y me pondrían una multa por intento de suicidio. Una vez lo había intentado, pero eso es otra historia. No hubo multas esa vez, y por lo que ven fracasé en el intento.

El día antes de mudarme caminaba por la quinta avenida. Prácticamente maldecía cuanto veía. Iba al parque donde en los peores momentos corría hasta el Big Lawn y me echaba a dormir hasta la tarde. Siempre soñaba que comía, lo cual no era raro dado que en ese tiempo lo hacía sólo de vez en cuando. En la calle 55 me agarró el semáforo en rojo justo en la acera. Era un día espectacular, cielo azul sin una nube y al bajar la vista del otro lado de la calle había un vagabundo con una bandada de perros agarrado con una correa. Las aceras estaban repletas de gente de lado y lado, casi todos de traje, era casi mediodía y la gente había salido a almorzar, por lo que la imagen del tipo con el perro me llamó la atención de inmediato.

Era un tipo alto, flaco, con el cabello largo liso y dorado, pero sucio, hasta los hombros. La barba le cubría el rostro y los dientes se le veían entre los mechones de pelo como pedazos de carbón. Me veía a la cara sin parpadear. Y cuando el semáforo cambio a Walk, inmediatamente se desvió hacia mí, rodeándome con los perros en medio de la calle y deteniendo mi paso.

Con todo lo que pasaba tenía muy poca paciencia en ese entonces. Moví un perro hacia un lado jalándolo por la correa y trate de pasar pero me enrede. Vi hacia el semáforo y la luz parpadeaba, iba a cambiar. Me puse paranoico. Excuse me, le dije de mala gana mirándole a la cara. El hombre había sido buen mozo alguna vez y no pasaba los 30 años.

—¿Tienes algo de dinero? —me respondió—. No es para mí, es para los perros.

Continué tratando de zafarme de los animales que estaban sentados en el pavimento con la lengua afuera y en completa calma.

—Por lo menos un dólar, es para comida —insistió el tipo.

—Lo siento —le dije de peor modo y me salté sobre las correas de la ya desierta calle—, ¿por qué no te consigues un trabajo, idiota? —le grité y me alejé de él con paso apresurado. Sentí sus ojos clavándose en mi espalda junto a un escándalo de cornetas que me hicieron voltear para verlo donde mismo lo había dejado. El semáforo había cambiado de nuevo y la gente empezaba a ahogarlo. Por sobre las cabezas me veía con cara de que iba a empezar a llorar. Está loco, pensé. El muy bastardo. Como era posible que fuera un homeless. Yo no tenía trabajo por que no tenía papeles, si terminaba pidiendo plata en las calles tenía excusa, pero él.

—¿Qué pasa contigo? —me grito levantando una mano, los ojos fuera de sus orbitas, el pelo cubriéndole el rostro—, YO SOY JESÚS.

Me volteé y empecé a correr hacia Parque Central y no me detuve hasta que el corazón me suplico por un banco.

A pesar de que obviamente iba a tener problemas para pagar el cuarto el hindú dejó que me quedara. Yo le prometí volver al final de esa semana, le di la mano y me monte en el tren de vuelta lo más contento que había estado en siglos. Soñando con trabajar duro, pagar la renta, adornar mi cuarto, poner afiches en las paredes y todo eso sin una sola persona que me viera a menos que yo quisiera. Entonces llevaba un año y medio en los Estados Unidos y no recordaba la última vez en que había estado solo en una habitación.

Esa semana fue terrible. No hice mucho dinero y mi cheque no pasaría de 50 dólares. Pero como nos pagaban con dos semanas de retraso no me preocupe mucho. Me fui a casa temprano el viernes y me puse a recoger mis cosas.

En el apartamento yo vivía con mi jefe, Mark. Alguien que me había salvado la vida más de las veces que yo lo había aceptado. Mark me quería muchísimo y había hecho todo lo posible por mantenerme motivado durante los peores momentos, regalándome dinero, invitándome a comer, al cine, etc. Su novia Sandra, quien era colombiana creo que influía en esto diciéndole que tal vez yo merecía la ayuda. Pero Mark era quien al final me la daba cuando yo la aceptaba.

Lo conocí cuando empecé a trabajar en Miami. Llevaba tres meses en la ciudad y me había gastado cuanto dinero había traído de Venezuela. Había repartido volantes, llevado comida a domicilio y pintado casas para asegurarme un techo. Y a finales de enero estaba viviendo en casa de Hans un señor que me había ofrecido ayuda tras recibir una trapera de un amigo de la familia que decidió, tras meses de preparación, que no era conveniente que me quedara en su casa el día que llegue a ella.

Había ido a montones de entrevistas, todas para ser mesonero, pero nunca me llamaron de ningún lugar. Una vez me llamaron de una oficina de bienes raíces en Miami y me dijeron que fuese a una segunda entrevista. El sitio se llamaba Gould Properties y quedaba en South Beach.

Yo no me había traído mucha ropa de Venezuela. Al salir del país llevaba una maleta con un par de jeans, todas mis camisas, unas 6, ropa interior, algunos libros y mis papeles de la universidad. Hans me llevó a un K-Mart la noche anterior y me compró unos pantalones de vestir de pana. Al otro día me presente a la entrevista con ellos. El dueño era un tipo joven, judío y súper energético. Me senté en su oficina y hablamos de esto y aquello. Y de último me preguntó si me gustaba trabajar. Ansioso, mentí. Le dije que sí. Que trabajar era mi gran pasión. El tipo se rió y me dijo que no podía trabajar con él por deshonesto. Que él odiaba trabajar y todo el mundo era igual. Que como él todos trabajaban para procurarse lo que tenían pero que de tener otra opción, no lo harían. Me despachó y me dijo que me llamaría. Nunca supe de él otra vez.

Entonces vi un aviso en el periódico. Buscaban gente para ayudar en un depósito. Con ganas de superarse y aprovechar una oportunidad y ascender rápidamente. El titulo en negritas decía 50 dólares la hora. Inmediatamente supe de que se trataba, pero aun así llamé.

En Caracas había montones de estos avisos. Siempre las reuniones eran entre tal y tal fecha y en el salón de reunión de algún hotel. Al final era alguien queriendo vender algo a comisión. Yo había ido a varias y siempre salía tan rápido como había entrado, pero sin la misma ilusión.

Pero ahora mi situación era desesperada. En ese momento repartía volantes en Hialeah. Un peruano amigo de Hans había abierto una tienda de descuento dentro de un galpón y buscaba publicitar el sitio así que por 5 dólares la hora me caminaba los alrededores dándole un volante a cada persona que veía o dejando uno en cada parabrisa que se me atravesaba. Eran 1500 volantes así que no era fácil. El hecho de que la ropa en el galpón era de lo peor y cara ayudaba muchísimo menos.

El día se hace largo cuando uno camina repartiendo volantes y es increíble la cantidad de gente que te dice no gracias. Ya entonces no tenía dinero y me llevaba un sándwich de la casa para comer durante el día. Me paraba a mediodía en alguna acera, lo comía y seguía caminando casi enseguida.

Un día descubrí una tienda de carros con unos 300 de ellos en un estacionamiento. Ya había pensado que la mejor forma de hacer lo que hacía era tirar los volantes en algún drenaje irme a un Mcdonalds a hacer crucigramas todo el día y volver en la tarde a cobrar mi día entero. Pero quería ser honesto y no pude hacerlo. Por lo que los carros en venta se convirtieron en la trampa que utilicé para darle vuelta al asunto.

Esa era mi primera parada todos los días. Entraba y como quien no quiere le ponía un volante a cada carro debajo del limpiaparabrisas. De ahí me iba a pasear por el resto del día y me devolvía en la tarde a buscar mis 40 dólares. Hice esto por tres semanas y el peruano jamás tuvo un solo cliente en la tienda por lo que un día me dijo que no volviera. Hans, quien me llevaba y me traía, me había comprado el periódico y ahí vi el anuncio que mencione antes.

Llame por teléfono y una muchacha me dio una cita para el día siguiente, pero no fui. Me quedé en la casa y no hice nada. Seguí buscando en el periódico por trabajo pero todos especificaban que querían gente con papeles, legales. Siempre seguía leyendo y siempre llegaba al mismo clasificado. 50 dólares la hora.

En esa época había empezado a considerar el devolverme. Pero muchas razones me lo evitaban. Yo siempre había querido venir a los EE.UU., y en Caracas no me había estando yendo particularmente bien.

Así que en realidad no tenía unas memorias agradables que me hiciesen volver. De hecho solo estaba igual. No tenía dinero, ni carro, ni nada. La única diferencia era mi familia. Mi mamá, mis hermanos, mis amigos. ¿Pero era correcto seguir contando con ellos para siempre? Siempre había tenido la teoría de que los problemas de la Latinoamérica eran culpa de las mamás y la fortaleza familiar. Las familias no dejan que los países se desarrollen por que no permiten al hombre o a la mujer tomar los riesgos, a veces de muerte, que traen consigo los adelantos que eventualmente sacan un país adelante. Si esto era cierto, jamás iba a tener ni casa, así que decidí quedarme y que fuera lo que dios quisiera. Mientras tanto, les seguía contando de lo bien que me iba y de como muy pronto estaría tan estable como cualquier americano. Mi pobre madre no se creía una palabra. Yo tampoco.

El dichoso galpón quedaba en North Miami Beach, no muy lejos del Aventura Mall. Como esperaba trabajo duro cargando cajas o algo por el estilo me fui en jeans y franelilla. Pero el sitio no era un galpón sino una oficina. Hans me llevó temprano por lo que fui el primero en llegar al sitio. Antes que me atendieran llegarían otras 30 personas, vestidas de corbata. La secretaria era una mujer espectacular y la oficina no estaba mal. Me sentí incomodo, como si hubiese perdido algo por falta de precaución.

En el fondo se oían unos gritos que no eran normales, y de unas cornetas salía música a un volumen más alto del que esperarías en una oficina. Los gritos parecían los cánticos que se hacen en el ejército. Deseé el trabajo. Llené una forma que me dieron con mis datos y en el sitio donde decía número de seguridad social, escribí los primeros 9 números que me vinieron a la cabeza.

La entrevista duró 5 minutos. A eso de las nueve y media una muchacha salida de Cosmopolitan me llamó por mi nombre. Su nombre era Julie Edmunds. Adentro un caballero estaba sentado detrás de un escritorio. No recuerdo su nombre pero el que habló fue él. Tenía unos 50 años y estaba bien gastado, con grandes bolsas debajo de los ojos y arrugas en toda la cara. La corbata no sólo estaba mal anudada sino que fuera de lugar. Enseguida me empezó a hacer preguntas. Si yo era feliz, si había alcanzado lo que quería, ¿qué era lo que yo más quería en esta vida? No respondí nada, todo era demasiado rápido. Lo que sea que es, me dijo, lo puedes conseguir aquí. Te vamos a dar la oportunidad de que cumplas tus sueños y más pero para hacerlo debes cumplir con ciertos requisitos. ¿Te gusta trabajar? Me preguntó. Lo pensé. Mentí de nuevo. Si, le dije. Trabajar es mi pasión. Bien, me respondió. Por que para tener todo lo que tú quieras aquí, sólo hace falta eso. Ser un gran trabajador. Me sonreí.

¿Cuándo puedes comenzar?, me preguntó. Le dije que en ese momento. Se levantó me dio la mano, y me dijo que iba a revisar todas las aplicaciones de ese día. Que mucha gente quería trabajar para él y que la revisión sería exhaustiva. En caso de ser elegido me llamarían a casa. ¿Tienes alguna pregunta?

Durante toda la conversación, Julie había estado sentada a mi lado viendo fijamente como si fuese una psiquiatra, haciendo notas en una libretita. Yo pensé que no volvía así que le pregunté que quien era ella. Julie me respondió por sí misma. Yo soy la dueña de la empresa.

Al salir me encendí un cigarro y me fumé la mitad de un solo jalón. Afuera había una línea larguísima de gente buscando trabajo. Casi todos eran muchachos negros vestidos improvisadamente de corbata. Muchos de ellos en zapatos de goma. Pensaba en esto cuando Hans tocó la corneta. Me había esperado afuera todo el tiempo. En el piso al lado del carro seis colillas eran prueba de su nerviosismo. ¿Qué pasó? me preguntó. ¿Te lo dieron? Yo creo que si, le dije y me monté en el carro. De lo contento me llevó a comer en un restaurante argentino en Collins y la 163 donde le pagaban parte de la publicidad que les hacía en un periódico con comida. Comí pasticho, una ensalada césar y un helado de chocolate y fresa. Lloraba por dentro de pensar que ese trabajo no era para mí y de que muy pronto debía hacer algo drástico antes que Hans se cansara de mí.

Hans era un tipo excelente. Uno de esos ángeles que Dios te pone en el camino para darte la mano cuando llega ese momento en que decide dejar de apretar para cumplir con el dicho. Era peruano y se había asilado en los Estados Unidos durante el gobierno de Fujimori aludiendo ser perseguido por periodista. Lo había visto por primera vez en el restaurante de Humberto. El amigo de mi familia que me había echado de su casa. Humberto me trataba muy mal. El tío tenía muchos problemas y siempre estaba detrás de mí diciéndome cosas como que cuando me iba, que qué iba a hacer y cuanto tiempo más iba estar en su casa. Usualmente delante de otras personas. Entre ellas Hans. Humberto hablaba mal de Hans todo el tiempo. Hans le vendía la publicidad del restaurante a un periódico peruano llamado Golazo que editaban en Fort Lauderdale. Y Humberto le pagaba mitad en comida y mitad en dinero. Como Hans era muy conocido en la comunidad peruana de Miami y Humberto pensaba que le podía reportar clientes, lo trataba bien de frente, pero por la espalda lo crucificaba.

Yo siempre lo veía comiendo y lo saludaba al verlo. Un día lo saludé y se me acercó. Me preguntó acerca de como me iba, que qué hacía, etc., y ya me costaba mucho decir que bien sin que me temblaran los ojos de las ganas de llorar. Mira chico, me dijo viendo al piso, yo he visto como Humberto te trata. Lo hace malísimo y a mi no gusta ver estas cosas. Te ves como un muchacho decente y te puedo echar una mano.

—Yo vivo solo y si te quieres ir de su casa sólo dime y yo te busco. Nadie se me merece que lo traten así. Se me aguaron los ojos.

—Y no te sientas mal por eso. Tranquilo que cuando me lo digas vemos como hacemos y consigues un trabajo y todo lo demás. Le di la mano y le dije que lo pensaría.

Entonces yo usaba un carro de Humberto. Era un Toyota Corolla de los setentas tipo sedan con asientos de piel de cebra y huecos en suelo por donde una vez se me cayeron unos vivieres cuando venía del supermercado. Menos mal que no me vio ningún policía. Yo hablaba con mi novia casi todos los días. Me había hecho con una pequeña fuente de ingreso pero segura vendiendo corbatas en Venezuela. Las compraba en tiendas de descuento y las vendía a pilotos venezolanos por el triple o cuádruple. Las corbatas eran de marca, Tommy Hilfigger, Oscar de la Renta, Hugo Boss y me salían en unos 5 o 6 dólares y las vendía en 30 o 40. En Venezuela ellos las vendían a 100 y se iban como pan caliente por que en las tiendas costaban al menos 200. Con este dinero compraba cigarrillos, echaba gasolina y demás. También ahorraba un poquito para cuando lo necesitara, que fue cuando mi novia me dijo que quería venir a visitarme.

Melina y yo nos habíamos separado a regañadientes. Y me torturaba a diario la imagen de ella en el aeropuerto llorando y preguntándome que por que le hacía esto. Era la primera que nos veíamos por lo que agarré todos mis ahorros, unos 400 dólares y me puse a buscar un hotel. Su mamá trabajaba en Avensa y le había conseguido el pasaje gratis por lo que no tenía que gastar en eso.

Justo antes del viaje, las cosas empeoraron con Humberto. Lo primero que quería era su carro de vuelta. Lo había usado apenas unas tres semanas desde que su esposa me dijo que lo usara para buscar trabajo. Ellos tenían uno cada uno y este estaba usualmente parado frente a la casa sin uso. Melina llegaba en un par de días, por lo que me dije, fuck him, fui a buscar a Melina al aeropuerto y me desaparecí por el fin de semana que pasó en la ciudad. Después le entregaría su pote y vería que haría.

Cuando Melina salió del terminal se me derritieron las piernas. No había pasado mucho, pero me estaba volviendo loco por verla. Yo estaba flaco y bronceado. El hambre se me podía ver en la cara pero disimulé bien. Igual, ella lo notó. En una gasolinera me pare a echar gasolina y del otro lado de la bomba un Mercedes Benz del año hacía lo mismo. Fui a tomar dinero del cenicero y entonces note que se había puesto a llorar. Le pregunté que qué pasaba, y me dijo que nada, que todo estaba bien.

—Es solo que…mira a este carro y estos asientos. Tenía toda la razón. Eran como salidos de una película. Mientras lloraba sostenía los piecitos de un lado para que no se le fuesen por el hueco debajo de la alfombra.

Terminé de echar gasolina y nos fuimos a un hotel que había conseguido en Pompano Beach. Era el sitio más barato y limpio que había conseguido. Estaba en la orilla del mar y cerca de Collins, de donde podíamos movernos rápido a cualquier parte sin muchos problemas. Por primera dejaba de preocuparme. Estaba cansado y todos esos días dormí como un enfermo, aunque a veces nos acostábamos temprano. Pasábamos todo el día caminando. Yendo a los sitios que yo había anotado en un cuadernito como baratos, especialmente un cine de 2.50 que había en Sunrise y donde nos coleábamos de película en película hasta que nos cansábamos de hacerlo. Con cada hora que pasaba quería más y más hacer mi maleta y devolverme, pero ¿para qué? Melina era la única razón fuerte para hacerlo, pero ella era también la única razón fuerte para quedarme. Hacer una vida aquí no sería fácil pero si lo lograba sería positivo para ambos.

El último día, de regreso al aeropuerto ella lloró todo el camino. Nos paramos en un «mall» a comprar algo de última hora para su mamá a pesar que íbamos tarde. Al llegar al aeropuerto el avión se había ido. Por primera vez en su historia Avensa había salido antes de tiempo. Melina se histerizó. Comenzó a gritarme y todas sus opiniones empezaron a salir a flote. Tenía razón en todas y me herían como si me estuvieran atravesando el estomago con una cabilla.

En medio de la discusión yo también descargue mis frustraciones y pronto empezamos a discutir y sin querer aceleré el carro. En la entrada a la I-95 pase a 130 millas por hora al lado de dos patrullas de la policía del condado y casi inmediatamente nos rodearon.

Lo que me faltaba, me dije. Melina empezó a llorar histérica. El policía me pidió todos los papeles que eran posibles mientras veía con asombro los asientos del carro. Melina siguió llorando. Con cada cálmate que decía, ella lloraba más fuerte y al final el policía me hizo bajarme del carro.

La única razón por la que te voy a dejar ir es por que tu esposa esta llorando, me dijo. Pero este carro es una amenaza pública. La próxima vez no seremos tan suaves contigo. Desarmado, le dije gracias mil veces y corrí al carro.

Buscamos un hotel por lo que parecieron horas. Necesitábamos uno barato. Ya no tenía sino un repele de plata, y al final tuvimos que rendirnos y pagar uno al lado del aeropuerto con su tarjeta de crédito, que gracias Dios, pasó sin problemas.

Melina se iría al día siguiente dejándome destruido. Confundido acerca de mi presente y mi futuro. Cuando había tomado el avión en la Guaira para venir a Miami mi meta era eventualmente mudarme a Manhattan. Siempre había soñado con vivir allí.

Desde niño soñaba que volaba de noche sobre Nueva York. Pasaba al lado de la Estatua de la Libertad y me impulsaba con los pies en su busto, haciéndome volar a toda velocidad entre los rascacielos de Manhattan. Siempre me despertaba desilusionado de estar donde estaba, que ahora era en los Estados Unidos, quizás más lejos que nunca de pisar el estado de Nueva York.

Próximo capítulo: Cuando era infeliz e indocumentado Pt. 3


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