Cuando era infeliz e indocumentado

Tras pasar mis primeros tres largos meses en Hoboken, Nueva Jersey, viviendo con 6 compañeros de trabajo en un apartamento de un solo cuarto, una mañana decidí que era imposible que siguiera viviendo en ese chiquero cuando fui incapaz de enfrentarme al campo de guerra que teniamos por baño. No es que mis roommates fueran malas personas, pero el gen del orden y el respeto se les había dañado definitivamente a punta de Coca-Cola y pizza —los alimentos que sus apretados presupuestos imponían como dieta básica. Soló había un pequeño problema: no tenía un centavo. 

En esa época trabajaba como vendedor ambulante. Vendía «servicios de larga distancia» de puerta en puerta a todo lo largo y ancho de la ciudad de Nueva York y la mayoría de las veces el «no» venía antes de que uno pudiera decir a qué se debía la visita.

Ganar dinero haciendo eso era difícil, y así como a veces me redondeaba $600 a la semana, la mayoría de ellas no pasaba de $100.

Yo había sido un abogado en Venezuela. Uno novato y barato pero abogado al fin, y aún me costaba trabajo pensar que estaba haciendo «eso» para vivir. Rara vez le decía a mis conocidos lo que en realidad estaba sucediendo y como mi trabajo requería el uso de traje y corbata muy bien podía mentir y ser creído.

Como a todos los inmigrantes recien llegados, las ilusiones que me había hecho antes de salir de mi país me visitaban en las noches. Acostado en la cama, la estabilidad, trabajo, amigos, familia y dinero que tanto anhelaba me acosaban hasta las lágrimas antes de llevarme de paseo por un mundo de fantasía donde lo tenía todo y era completamente feliz —hasta que sonaba el despertador.

Muchas veces me preguntaba si había sido un error cambiar el «puede ser mejor» por el «no lo es aún», pero tenía ningún sentido el contestarme. Ya me había tirado al agua y lo que tocaba era nadar.

Cuando salí de mi casa ese día estaban recogiendo la basura. Los dos hombres que echaban los pipotes en el camión reían y bromeaban entre sí. Al final del día seguramente irían a sus casas —dondequiera que estuviesen— a tomarse una cerveza y vivir en paz, solos o con sus esposas. No con 6 salvajes. Los envidié.

Ese día no trabajé. Fui a la oficina como siempre y participé en la reunión que teníamos todas las mañanas, la cual servía para compartir nuestras experiencias en las áreas donde trabajábamos. Las reuniones eran amenizadas con cantos y gritos —creados por el fundador de la compañía— para levantar el ánimo y mantener la motivación a todo pedal. Sólo quienes habían hecho más de $150 dólares el día anterior podían hablar en la reunión y la gente se mataba para hacer la cuota. No por el dinero mismo —la menos no del todo— sino para tener la oportunidad de hablar en la mañana. El modelo de la empresa prometía que —si trabajabas duro— en poco tiempo podías pasar de vendedor a líder de una escuadra de vendedores antes de ser promovido a gerente de una sucursal. Allí —según contaban las fotos en las paredes—, te harías multitrillonario antes de pisar los 40.

Esa mañana, una muchacha hindú contó como un cliente potencial le había dicho que «no» tres veces y que con insistencia por fin lo había «ayudado» a bajar su cuenta de teléfono. Otra contó como había visto una casa que parecía abandonada pero decidió entrar igual. Para su sorpresa adentro había un negocio con 10 líneas telefónicas que le habían reportado casi $500. Cada vez que alguien terminaba de hablar todos gritábamos y felicitábamos al susodicho, cuyas experiencias eran usadas por el gerente de sucursal para motivarnos.  Al terminar la reunión todos corríamos a la calle a buscar esos $150 que nos convertirian en «elegidos» al día siguiente.

A pesar de las maravillosas palabras de nuestro líder, ese día me fui directo al Central Park, compré el Daily News y me puse a buscar trabajo y apartamento. El News es un panfleto amarillista de 100 páginas que se vende a punta de primera plana y clasificados que llenan la mitad del periódico. La primera página de ese día era sobre la violación de dos mujeres en el parque. El editorial se preguntaba qué hacían esas dos mujeres a las 3 am paseando a los perros en el parque. Tenía razón. Yo no entraría al parque después de las 8 de la noche —mucho menos a las tres de la madrugada— y una mirada alrededor reveló que el periódico había popularizado mi opinión entre los neoyorquinos. La diferencia entre hombres y mujeres era abismal.

Mientras veía a mi alrededor pensé, «Cómo desearía preocuparme por cosas como estas en vez de qué voy a comer esta noche».

En los clasificados había miles de apartamentos. Todos estaban divididos por precios fuera de mi alcance. De $5000 o más, $3000 a $5000, $1000 a $3000 y menos de $1000. Pasé a la última página de inmediato. La sección de $1000 o menos se dividía en: de $500 a $100 y $100 o menos. En la sección de $100 o menos había sólo un aviso clasificado. Era de una casa en el Bronx donde alquilaban un cuarto en el segundo piso.

En la tarde volví a la oficina y saludé a todos los que habían logrado la meta de $150 y como a las 8 pm tomé el metro hacia el Bronx por primera vez en mi vida.

Yo no tenía idea de cómo era esa zona de Nueva York. Lo único que podía imaginar era a Paul Newman en «Fuerte Apache El Bronx» tirando malhechores desde las azoteas de los edificios y a Charles Bronson quemándolos vivos con un lanzallamas.

El tren —que tomé en la parte baja de Manhattan— fue vaciándose a medida que el mismo cruzaba hacia el Norte de la isla, cuya última estación —en la calle 125— estaba completamente vacía excepto por unos gemelos en ropas gigantescas a quienes parecí no gustarles mucho. Dándome cuenta el deterioro que las ropas y accesorios sufrían en los pasajeros a medida que avanzábamos me cambié de vagón en varias ocasiones para no llamar mucho la atención.

El tren era el 6, y mi parada Castle Hill, el vecindario de donde salió Jennifer López. Cuando por fin llegué al lugar lo único que quería era devolverme y darle un beso mis roommates. Entonces recordé el baño y me llené de valor para continuar.

Eran alrededor de las 9 pm y en Castle Hill Avenue el color local era rojo y azul. La policía y las ambulancias no dejaban de verse y oírse, y cual Quinta Avenida, decenas de personas caminaban viendo vitrinas de tiendas pintadas de spray desde el techo hasta el piso.

La casa que buscaba estaba a una corta L de la estación del tren en una calle sin un solo poste de luz en funcionamiento y ni una casa con las luces encendidas. Sin embargo, en la esquina había un Citibank por lo que pensé que tampoco podía ser tan malo.

4116 de Newbold Avenue tenía una casa de dos pisos como las que uno ve en las películas, con exteriores de madera pintada y un pequeño patio en el frente. Estaba en perfecto estado de mantenimiento como el resto de la calle y las aceras lo cual me hizo sentir bien. Si esta iba a ser mi futura residencia —me dije— al menos se veía bien. Subí los seis escalones que llevaban hasta el portal y toqué la puerta. Adentro estaba oscuro, como si no viviera nadie.

Parado con el recorte de periódico en la mano, volví a tocar y enseguida respondió una voz: —Who is it?— preguntó.

—Vengo por el aviso de periódico —respondí alzando la voz.

—¿Traes referencias? —preguntó la voz otra vez, sin abrir la puerta y sin encender la luz.

—Sí —respondí, sacándolas del maletín.

Sólo había llevado las mejores y más nuevas planillas de pago. La mejor no pasaba de 100 dólares.

La puerta se entreabrió dos dedos y un dedo índice me pidió que se las diera. Así lo hice y la puerta se volvió a cerrar. Por varios minutos nada pasó. Se oyeron voces en un idioma incomprensible —que más tarde supe que era hindú— y pasos bajando y subiendo una escalera.

—Serán gatos —me dije. Y ni una luz para ver las referencias…

La puerta se abrió justo cuando me disponía a tocar de nuevo. El señor Brignanan salió sin camisa y con unos pantalones de kaki. Su figura era de alrededor de un metro 1,60 de alto, por 1 metro de ancho. Los ojos estaban rojos como si hubiese estado fumando marihuana. Poco a poco un vaho cayó sobre mí como un tsunami y me hizo toser. El causante no era el «monte», sino un agrio olor a curry frito que aguanté cortésmente.

—No ganas lo suficiente como para pagar la renta —me dijo.

—Claro que sí —le respondí y traté de mostrarle el recibo rosado, pero él ni vio mis manos deslizándose sobre los números. Sólo mi cara y lentamente mi cuerpo, de pies a cabeza.

—No sé —me dijo—, hemos tenido muchos problemas últimamente. Y si no puedes pagar la renta, mejor será que te vayas a otra parte.

Por un momento me dio la impresión de que me veía asombrado por el hecho de que, vestido como estaba de traje, ganara la miseria que trataba de pasar como referencia.

—Mr. Bridge —le dije—, no tengo dónde vivir y no será por mucho. Yo tengo cómo pagarle en el banco —mentí—, déme la oportunidad y no se arrepentirá.

Bridge me vio a los ojos como tratando de leer mis antecedentes penales con alguna clase de poder mental, se dio la vuelta y cerró la puerta en mi cara. Se me aguaron los ojos.

Metí los papeles en mi maletín y empecé a bajar las escaleras para irme. Pero inmediatamente escuché a alguien bajando detrás de mí y un manojo de llaves repicando en alguna parte de su humanidad.

El cuarto que alquilaba quedaba en la casa de al lado; prácticamente idéntica a la suya. La puerta de entrada estaba a un lado y apenas entramos, me di cuenta que aunque por fuera era como una casa normal, por dentro era una pensión, con cada cuarto convertido en una habitación. Subimos las escaleras al segundo piso y me mostró el cuarto que alquilaba. Era del tamaño de mi cuarto en Caracas, con un closet de un metro por un metro y ventanas en todas las paredes, menos la que daba a la puerta, que era una división con un cuarto más pequeño y que alguna vez había sido parte del mismo. Cuando la casa había sido de una familia, este había sido el comedor o el estudio.

—Lo tomo —le dije.

-¿Seguro? —me preguntó.

—No hay música después de las ocho, ni escándalos, ni peleas y no me gustan los borrachos ni los drogadictos.

—Nada de eso señor Bridge —le di el deposito que pedía de dos semanas y me fui.

Una semana después me mudaría en Metro con un carrito de supermercado; cosa que sólo es comparable a subir el Everest en patineta. Sería la parte más fácil del siguiente año y medio.

Próximo capítulo: Cuando era infeliz e indocumentado Pt. 2. Disponible a partir del 31/07/03.


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