Crónicas desde mi inxilio

Comienzo estas líneas invitando al futuro lector de estas crónicas para que me acompañe a meditar sobre la palabra que le da título a mi columna. En la que intento acercarme a la etimología imposible de un vocablo completamente inventado, en esa sonora soledad donde todo creador es como una suerte de Penélope, condenado a hilvanar y deshilvanar infinitamente su propio lenguaje, del mismo modo que la reina de Ítaca, según nos cuenta La Odisea, lo hacía cada noche con su tela mientras escrutaba con incertidumbre el oscuro horizonte mediterráneo.

No son casuales los referentes mitológicos a los que acudo, para con ellos, no sólo expresar la virtud que hay en la fidelidad que todo creador le debe a las palabras, sino a las virtudes mucho menos reconocidas, de la paciencia y la perseverancia. Penélope no sólo fue virtuosa gracias a la lealtad demostrada a su esposo, el astuto Ulises, mientras fuera de sus aposentos rondaban promiscuos los príncipes pretendientes, lo fue también gracias a la paciencia más esmerada. Y del mismo modo que la reina en las noches de su soledad deshebraba agujas, cada autor tiene que enhebrar cada día a la palabra: la hembra más fiel y avasalladora de su expresión.

Así estamos ante la palabra Inxilios. Escrita en plural porque son varios. Cada uno de nosotros puede tener, si lo busca o así lo prefiere, su propio inxilio personal, del mismo modo que abundan las glorias y los infiernos particulares.

Cada comunidad latina ha tenido, aquí en Norteamérica, su propio modo de asumir su presencia nacional. Su propia idea de la asimilación y la adaptación. Su particularísima resistencia. Pero, no es a ese vasto exilio histórico y social al que quiero referirme hoy. Hablo de otra soledad y de otros exilios. El exilio que algunos pensadores contemporáneos han llamado el exilio interior. El exilio donde se refugia nuestra asediada subjetividad individual. Por ende, el más humano y limitado de todos los exilios: el íntimo y adolorido exilio de nuestra conciencia. En fin, el Inxilio.

Singular exilio, mas no por ello carente de vínculos con el exilio populoso, cotidiano y difícil en el cual vivimos la mayoría de los hispanos en ciudades como Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Miami…

El irlandés Jame Joyce acostumbraba a decir que existía un exilio económico y otro espiritual. En mi más reciente artículo yo agregaba: ambos exilios son correlativos. Por lo demás, el debate entre si somos los hispanos en los Estados Unidos exiliados o inmigrantes no pasa de ser en el fondo un debate semántico. Porque lo importante sería llegar alguna vez a definir qué es lo que realmente somos, más allá del debate sobre el significado de cualquier vocablo en uso.

Conversando un día con una escritora dominicana volvimos al símil de Penélope de Ítaca, y mi amiga inteligentemente me comentaba: en América Latina hay, y hubo, infinidad de penélopes. El largo período de La Conquista dejó a muchas de nosotras paradas en el balcón por donde vimos un día partir a los esposos rumbo a Tierra Firme. En los tempranos siglos XVI y XVII nacía así, entre nosotros, la soledad histórica de la mujer antillana, latinoamericana. Y con ella quedaba culturalmente abierto en América el espacio interior donde puede solazarse nuestra íntima subjetividad. Es que para mí resulta insoslayable la raíz femenina de toda subjetividad. En ella es que radica el Yin original y perpetuo de cualquier inxiliada soledad.

Uno de los más grandes problemas que le tocará resolver con justicia al siglo que recién acaba de comenzar, es el de las grandes masas migratorias que se desplazan desorganizadamente desde el sur, buscando como meta países de mucho mayor desarrollo económico situados generalmente al norte. Un problema, que aunque universal y milenario reviste en la actualidad connotaciones muy especiales. Los exilios del mundo portan en todas partes una ineludible raíz socio económica. Cada comunidad inmigrante es una población extrañada de sí misma, la cual debe aprender a sobrevivir en el complejo border line en los que pueden coincidir la asimilación aculturalizada de los valores que les impone la nación extranjera, en la que han alcanzado nuevo domicilio, y la búsqueda allí, no necesariamente fallida, de una progresiva estabilidad económica.

No obstante, lo que hay en nosotros de inxiliados aunque puede ser concreta expresión de una problemática histórica que nos asalta en nuestra frágil individualidad, es, a la vez, del todo correlativa a la particular condición existencial de cada cual. Cuando el escritor franco argelino Albert Camus publicó en 1942 «El extranjero» estaba creando los antecedentes literarios que narran la inadaptación cultural. Camus creó con su obra un postulado existencial el cual no es para nada transitorio. Ser extranjero es una postulación radical imposible de negociar en ninguna de las cancillerías del planeta. Ser extranjero, aunque es, como hemos dicho, una circunstancia cultural que puede muy bien aludir a un exilio real, define mucho más una condición psicológica, una característica intrínseca de nuestro espíritu, que el simple hecho de no haber nacido y no haber sido educado en el país donde se vive. Ser extranjero no es un atributo accidental del ser humano, es por el contrario, una realidad axial de la existencia que describe el hecho de no poder pertenecer a ninguna parte. Se es extranjero como se es judío.

Mas regresando de nuevo a la palabra misma. Inxilio pudiera ser traducido del mismo modo que se entiende en inglés el vocablo «inside» con su sufijo in. Hacia dentro, en el interior. Pues obviamente la palabra inxilio es un término aculturado. Es casi un anglicismo más creado por el ocio de algún intelectual inmigrante. Debo admitir que el término no es de creación mía. Lo pude ver alguna vez citado en El Nuevo Herald por una crítica de arte de paso. En La Habana me aseguran que fue creado allí. Inxilio a domicilio. Inxilio dentro del exilio. Escritor exiliado de su propio exilio. Exiliado en sí mismo. Acuclillado en el rincón de su inxiliada autoconciencia. Exiliado en el inside de myself.

Algo ha fracasado en todos los exilios. Algo incluso fracasa siempre en el soterrado interior de nuestra conciencia. Cuando el filósofo español Ortega y Gassete quiso explicarnos, en unos de sus mejores libros, el concepto de modernidad, la tradujo al lenguaje de la historia como pérdida progresiva de legitimidad. Han existido varios momentos de la historia en que el hombre ha sido contemporáneo de su propia modernidad, de su propia deslegítimidad. La encontramos en la época de la diáspora helenística, y la encontramos en el período final del Imperio Romano de Occidente. Esos dos anteriores momentos —pudieron existir otros— han sido correlativos a una gran crisis civilizatoria, que en el orden espiritual sacudía a las instituciones culturales y religiosas, y en el orden humano provocaba una enorme dispersión social, la cual ponía en entredicho el sentido de la vida y el papel del individuo en la comunidad. En ambos momentos se asistió a oleadas migratorias y a la constante interacción, muchas veces traumática, de disimilares culturas.

En la época actual el llamado inxilio nuestro de cada día conforma una entidad nada especulativa porque parte de la vívida experiencia de un exilio real. Máxime un exilio tan singular como el de los Estados Unidos. Un país donde ni siquiera se puede ser considerado un extranjero. Lo que sería un término separativo y a la vez compensativo, ya que sería como delimitar y a la vez reconocer una singularidad real en cada inmigrante. Por el contrario, el término inmigrante estandariza. Niega paradójicamente toda singularidad real: el de ser alguien que esencialmente no es de aquí. El término inmigrante busca implicarnos en una concepción globalizada de lo que muchas veces no somos, o no queremos ni necesitamos ser.

Y desde esa macro concepción se imponen gustos, apetencias y razones para explicar por qué estamos aquí. Pues esa macro concepción sabe operar como una imperativa ideología silente. Cada inmigrante se convierte así en la práctica, en activo expositor de supuestas verdades pasteurizadas. Cualquier argumentación de peso frente a esto no puede ser tomada en cuenta. Entre otras cosas porque no hay tiempo.

Para decirlo con palabras de Albert Camus pero, haciéndolas extensivas a nuestra contemporánea y dolorosa modernidad: «Si un hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo».

Para casi finalizar este artículo: El inxilio, como toda condición de la conciencia, presupone una medida propia del tiempo. En nuestros países de origen, el tiempo y las mareas no esperan a nadie, sin embargo aquí en los Estados Unidos el tiempo posee para el inmigrante otra unidad de medida. No es que sea más corto o más rápido que el tiempo habitual, lo que en realidad ocurre es que tiene otra forma de manifestarse en nuestras vidas. El Inxilio, como el mundo, es ancho y ajeno. Y a quienes les ha sido dado habitar su tiempo, oscilan dramáticamente en él como quienes van, sin solución de continuidad, de la esperanza al cinismo.

El tiempo humano, el tiempo psicológico de todos los días, devino en materia de reflexión filosófica desde la época de los primeros cristianos. Fue para ellos entendido como una intuición y una actitud de paciente espera. De esperanzadora soledad que había que ir llenando de alguna forma. El oficio del escritor que quiere habitar su lenguaje como se habitan las patrias originales del hombre, es uno de los tantos modos en que puede llenarse y colmar de esperanza al vacío existencial que muchas veces irrumpe con fuerza en nosotros. Por eso la interminable tarea de desenehebrar y volver a enhebrar cada palabra, cada fijeza, cada humana perseverancia, siempre en pos de un sentido. En pos de la belleza que nos aporta el sentido. Intentando aquél punto numinoso en que toda lengua, en que toda patria, se vuelven humanamente habitables, universales, únicas y del todo concomitantes con otras patrias, con otras lenguas…

Exilio, inxilio, desenxilio, todos los exilios; cada inxilio, cada palabra, cada cuestión this is the cuestion.


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