Conucos en la azotea

Una de las conclusiones que pueden sacarse de todo lo que ha sucedido en Venezuela en los últimos años, es que como pueblo probablemente todavía no tenemos lo que se necesita para dar ese paso que tanto queremos hacia el desarrollo. ¿Las razones? Muchas. Desunión, falta de amor por nuestra identidad y gente. Pero por sobre todas las cosas nuestra incapacidad de aceptar el estado en que nos encontramos y de comprender que no vamos salir de allí sin sacrificios.

Es fácil engañarse y hablar de un desarrollo sin sacrificios. Sin embargo no hay nada más alejado de la realidad. Inglaterra, Alemania y sobre todo los Estados Unidos gobiernan el mundo hoy desde su trono en el primer mundo gracias a esos tragos amargos históricos que de una forma a otra los llevaron a madurar y más tarde a desarrollarse.

A mí siempre me ha gustado comparar el desarrollo en Venezuela simplemente como una etapa a la que no hemos llegado en el tiempo. Un desfase que nos pone directamente en los años veinte y treinta de las naciones del primer mundo.

Estas décadas fueron la madre del mundo que conocemos hoy en día.

Conuco en un techo londinense.
Conuco en un techo londinense.

Entonces el mundo acababa de salir de la primera guerra mundial. Francia, Italia, los Estados Unidos y Gran Bretaña se habían repartido el mundo en Versalles castigando a Alemania con unas reparaciones de guerra que nunca sería capaz de pagar. Pero esta aparente tranquilidad no duraría mucho y distinguirse como líder mundial tomaría algo más que ganar una guerra.

La situación era bien complicada y para sobrevivir estos países tuvieron que aprender a enfrentar las más rudas condiciones con la frente en alto y sin quejarse mucho. Quejarse es signo de debilidad, y cuando llevamos esto al panorama mundial, ¿Quién va a respetar a una nación de llorones?

En Alemania en 1923, se necesitaban 130 000 000 000 marcos para comprar un dólar. El desempleo superaba el 60% y la mayoría de la población subsistía de las sopas que el gobierno repartía en las aceras. La única función permitida al ejercito, era vigilar los camiones de sopa para que no fueran vandalizados por las multitudes. En Rusia, la revolución apenas entraba en contacto con la realidad del país, y los millones que morían de hambre bajo el gobierno del zar, ahora debían ser alimentados. La guerra civil no tardó en aparecer.

Repartiendo sopa en Alemania en 1918.

En los Estados Unidos, la inestabilidad europea llevó al mercado de valores a caer a niveles que aún hoy no han sido superados ni ajustando la inflación. En las principales ciudades del país, ranchos aparecieron donde quiera que hubiese un terreno libre.

Y esto era lo que muchos llamarían poco después los buenos tiempos. Apenas veinte años después del tratado de Versalles, el hombre que había prometido eliminar dicho pacto, llevaría Alemania a niveles de prosperidad nunca vistos, y al resto del mundo a la guerra.

Y es justo aquí en que los países desarrollados nos dan una lección que debemos estudiar. Para sobrevivir, hay que hacer lo haya que hacer. Que no hay lugar a quejas u oposición cuando la vida como nación esta en juego. Que cuando hablamos de dejarle un legado a nuestros hijos, quizás estamos hablando de perder nuestra vida en el intento.

Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, no hay ninguna duda que el conflicto tomaría más que soldados para ganarla. Se necesitaría el apoyo de la población, de cada uno de sus ciudadanos.

Ranchos en Central Park, Nueva York.

La guerra pronto se extendió más de lo esperado, consumiendo recursos y gente a ritmos nunca vistos. Y el enemigo sólo parecía extenderse con cada día que pasaba. De Italia a Alemania a España a Japón. Entonces las clases más bajas de las sociedades aliadas empezaron a ser golpeadas por la crisis y el gobierno no iba a tener como sacarla de ahí. En uno de los más bellos ejemplos de solidaridad de la historia, el pueblo americano, inglés y francés oyeron a sus gobernantes y su promesa de obtener la paz y la prosperidad algún día.

El gobierno americano, que ya racionaba gasolina y alimentos a través de estampillas, pidió sin limites. A las mujeres, las medias de nylon y el trabajo de sus hombres en el frente. A los hombres su sangre. Hasta los niños debieron entregar sus juguetes de lata para convertirlos en menajes de campaña y otras cosas más esenciales.

La idea pronto se extendió a la mesa, con un plan para eliminar el desabastecimiento alimenticio que el gobierno norteamericano bautizó como Victory Gardens.

La idea: que cada familia fuese capaz de alimentarse por si misma. Que cada comunidad fuese capaz de ayudar a quienes más lo necesitaban. Que cada ciudad organizara esta experiencia hasta donde fuese necesario.

Una nueva materia fue incluida en los programas escolares, agricultura. Los niños eran enseñados a sembrar y como tarea debían hacerlo en los patios de sus casa. Los campos de fútbol se convirtieron en siembras de lo que fuese necesario para alimentar a la comunidad y hasta en la Casa Blanca se instaló un conuco donde se sembraban los vegetales que se comían a diario. Una vaca amarrada en patio daba leche fresca a la familia presidencial. En Londres, sin espacio para sembrar, los techos fueron cubiertos de abono y los Victory Gardens tomaron una nueva altura.

Para 1943 la 45% de los vegetales consumidos por los estadounidenses eran producidos en los conucos personales y lo que no era consumido por sus productores era vendidos en mercados comunitarios o simplemente eran adquiridos por el gobierno para mandárselo a las tropas en Europa.

Alemanes buscan comida y colillas de cigarrillos en la basura en 1946.

No todo, sin embargo, fue color de rosa. Con el desabasteciendo el mercado negro hizo su aparición. Mafias inescrupulosas empezaron a traer productos que habían dejado de ser producidos para concentrarse en el esfuerzo de la guerra. Vegetales, cosméticos e hidrocarburos eran pasados por la frontera mexicana para venderse a espaldas del gobierno. Aparte de propaganda en contra del mercado negro, poco se necesitó para que el mercado negro no floreciera como se esperaba. El pueblo estaba unido en un esfuerzo común, y la identificación del enemigo era fácil. El enemigo no solo hablaba alemán, italiano y japonés. El enemigo era la desunión fuese cual fuese el idioma.

Aunque la comparación es jalada por los cabellos, las necesidades de Venezuela en medio de la crisis que vive, puede que necesite de medidas tan desesperadas como estas.

¿Tendremos los venezolanos lo que toma madurar y vencer la adversidad? ¿O no podemos vivir sin caer en las tentaciones de las superficialidades dispensables? De la critica balurda y malintencionada.

Seremos capaces de hacer de nuestro país el que queremos dejarle a nuestros hijos o seguiremos deseando esto para siempre sin hacer nada al respecto. Si somos capaces más vale que comencemos pronto, cada día que pasa, es un día más sumidos en nuestra miseria.


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