Del tsunami de imágenes impactantes que, acerca del tsunami de verdad, nos inundaron los periódicos, la televisión e Internet, la que más me impresionó fue esta de dos bien cebados puercos pedófilos tomándo cerveza mientras disfrutaban del sol en la playa de Patong el día después de la catástrofe, los destructivos efectos evidentes al fondo, tras sus obscenas barrigas.
No es la única. Inmediatamente después del tsunami la prensa publicó muchas fotos en las que turistas occidentales exponían sus recién bronceadas panzas tumbados en una hamaca, mientras equipos de rescate y limpieza se afanaban alrededor. Y ningún artículo, ningún editorial, ningún pie de foto se molestó en maldecir sus fofos culos. Nadie gritó «¡hay que tener cuajo!». El único comentario que suscitaban las imágenes era: «industria turística vuelve a la normalidad tras el desastre». Había miles de muertos bajo los escombros, millones de vivos sin hogar ni alimento, provincias enteras arrasadas y varias alarmas sanitarias en puerta, pero, gracias a Dios, los turistas podían continuar sus vacaciones. Al fin y al cabo ya las tenían pagadas ¿no?
No ha de sorprender la aparente falta de sensibilidad de estos turistas. Al fin y al cabo son eso, turistas. Su mentalidad resumida admirablemente en una canción de los Sex Pistols: holiday in other people»s misery! Se trata de salir de tu país, donde eres uno más, para ir a otro donde puedas tratar a la gente desde la superioridad de tu mayor renta per cápita. Donde puedes vestirte con ridículas camisas hawaianas y bermudas fosforescentes que no te pones nunca por miedo a que los vecinos se partan de la risa al verte, y puedas comportarte despreocupadamente, ser tu mismo. Que en la mayoría de los casos significa ser un cretino sin modales. Los alemanes tienen hasta una frase para esta actitud: «sacar el cerdo de dentro». Ellos mismos suelen hacer esto en las costas mediterráneas de España y Grecia, para después volver a sus serias y respetables vidas en la seria y respetable Alemania. Después de todo, si lo que haces es vomitar en las esquinas cuando estás tan lejos de casa, ¿quién se va a enterar? Sólo los indígenas, y esos no importan. No los tratas con superioridad para demostrarles que tu superioridad radica en que no te sientes -aunque te sepas- superior a ellos. Pero das por supuesto que están ahí para servirte, para sonreír mientras llevan tus maletas a cambio de un crujiente billete de dólar o de euro y unas palmaditas en la cabeza. Al fin y al cabo vienes a dejarles tu dinero. Pasando las vacaciones en su país contribuyes a su economía. Lo menos que pueden hacer es tratarte como te mereces (o mejor no: como decía Hamlet, si se tratara a todos como se merecen, nadie se libraría de los bastonazos).
Lo malo, o lo peor, es que desde el otro lado las cosas se ven exactamente igual: el turismo se ha convertido en la principal industria de muchos países, su principal fuente de ingresos y puestos de trabajo. Por eso todo se le consiente al turista. Las antiguas ceremonias y festividades se transforman en lindos espectáculos estilo Disneylandia, nuestra herencia artística en souvenirs y nuestras ciudades en parques temáticos de sí mismas. Los que antes vivían dedicados a oficios productivos en las fabricas, el campo o la pesca, ahora ejercen de lacayos al servicio del turismo, como esos individuos disfrazados de gladiador o centurión que infestan el Coliseo de Roma a mayor diversión de los turistas, dándo a un solemne monumento de la antigüedad el aire de una atracción de Eurodisney. Como camareros, botones, taxistas, guías, intérpretes y vendedores de artesanía típica fabricada en China. O como prostitutas.
Junto con sol y la playa, el sexo es otro gran señuelo del turismo masivo. Quizá, lector, le haya parecido temerario de mi parte haber calificado de pedófilos a los dos gordos de la foto mencionada al principio. Cierto, no tengo evidencia de que lo sean. Pero vamos, ¿dos occidentales, varones de mediana edad, solos, de turismo por Tailandia? Hay más de un 80% de probabilidad de que haya dado en el clavo. La prostitución infantil es uno de los grandes atractivos turísticos de Tailandia. También de Brasil: los meninhos da rúa son complacientes y baratos, con la miseria y el hambre haciéndolos capaces de casi cualquier cosa por un dólar, o de cualquier cosa sin el casi.
En España, muchas agencias de viajes ofrecen, disimulando apenas, el turismo sexual como uno de los grandes atractivos de Cuba. Llenando aviones de puercos españoles, todos varones, sonriendo ante la perspectiva de tirarse por pocos euros a una mulata adolescente en su propia habitación, mientras la familia ve el discurso de Fidel por la tele en la pieza contigua. ¿Cuál es el problema? Al fin y al cabo toda la familia vive de la nena, les estoy haciendo un favor tirándomela. Y sin problemas legales, las autoridades en los países objeto de turismo sexual se hacen la vista gorda con tal de atraer turistas que gasten sus divisas en el país.
En general, y aunque diga lo contrario, al turista medio le importa un carajo conocer otras culturas o formas de vida. El viaje solo sirve de entretenimiento o anécdota para aburrir familiares a la vuelta mostrándoles fotografías o baratijas compradas en algún mercadillo, con el turista medio norteamericano siendo el paradigma: donde va come en el MacDonald»s local y toma Budweiser en el Hard Rock Café, que es igual a cualquier otro Hard Rock Café de cualquier otra ciudad del mundo. ¿Qué gracia tiene recorrer miles de kilómetros, cruzar océanos y/o continentes, para ir a comer un Whopper doble con queso exactamente igual al que puedes encontrar en la esquina de tu casa?
Y no son sólo los norteamericanos: hay lugares en la Costa Brava de España, donde todos los restaurantes y cafeterías están decorados a la alemana, tienen la carta en alemán, y ofrecen platos alemanes servidos en horarios alemanes. Los kioskos venden periódicos alemanes y en los hoteles se puede ver la televisión alemana. En verano, puedes pasarte días en Calella de la Costa sin oír hablar otra cosa que alemán y sin ver a nadie que no sea alemán. De no ser porque el clima es más soleado y los policías más canijos, uno podría pensar que está en Alemania.
En las afueras de algunos pueblos costeros de las islas Baleares suele haber dos urbanizaciones turísticas, a pie de playa, estrictamente separadas por una verja metálica: una para turistas alemanes y otra para ingleses. Cuando un contingente de los susodichos aterriza en el aeropuerto local, los está esperando un autobús para llevarlos directamente a su urbanización de destino, de donde no saldrán en todas las vacaciones. Allí tienen de todo: la playa, las habitaciones, un duty-free bien provisto de bebidas alcohólicas (mucho más baratas en España que en ningún otro país de la Unión Europea), restaurantes de comida-basura en abundancia y un par de discotecas con un programa exhaustivo de fiestas rave y concursos de miss camiseta mojada.
El programa vacacional consiste básicamente en playa, borrachera, rave, más borrachera y más playa, hasta que el último día los ingleses/alemanes suben tambaleantes al autobús de vuelta al aeropuerto, sin haber visto más que el trozo de playa anexo a la urbanización, patrullada por los policías locales cuyo cometido básico es evitar que nadie muera asfixiado en su propio vómito mientras duerme la mona sobre la arena.
Algo similar pasa en Tijuana, México, una población convertida en parque de atracciones de Sodoma y Gomorra para los norteamericanos que acuden allí atraídos por la trilogía tequila-sexo-marihuana y el miedo a perder respetabilidad en su vecindario, porque, según reza la consigna, lo que pasa en México se queda en México.
No voy a analizar qué efectos sociales y culturales tiene esta clase de turismo en la población receptora, porque sería alargarme demasiado. Pero no es difícil intuirlo. Este turismo no es sólo una amenaza social y cultural, sino también ecológica, y una de las peores. Cual moderno ejército de Atila, se extiende por el mundo arrasando todo a su paso, dejando tras de sí tierra agostada cubierta de huellas de sandalias, envoltorios de helado, carretes de fotos usados y cascos de cerveza vacíos. La naturaleza se modifica para complacerlo: las selvas se convierten en parques, las fieras se enjaulan para que no molesten y se les enseña a hacer gracias para que distraigan. Los manglares se secan para hacer playas, las costas desaparecen tras murallas de hormigón hechas de hoteles y los arrecifes de coral se destruyen para dejar pasar los yates. Pero, sin turismo, ¿de qué va a comer tanta gente?
Tras el Tsunami, los ministerios de turismo de todos los países afectados se apresuraron a lanzar campañas publicitarias en los países del primer mundo. Es una lástima que tanta gente dependa de los turistas para dar de comer a sus familias. Quizá sería bueno resucitar esa antigua y entrañable tradición de los indios caribes de tirar al puchero a todo extranjero que llegaba a sus costas. Sería una excelente manera de sacar buen provecho de tanto turista bien cebado, preservando la dignidad nacional, protegiendo a la infancia y cuidando del ecosistema al mismo tiempo. Eso sí, antes de ponerlos al fuego habría que quitarles las estúpidas camisas hawaianas. Seguro que amargan.
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