Cerdinas en lata

Es tan difícil ser normal en el Trópico cuando siempre hay frutas en los árboles. Hasta en verano puede llover copiosamente, aliviando temporalmente la sequía de los pastizales. Un día dura aquí casi una semana, entre derroches estrafalarios de sol y brisa, como si fueran ofrendas a los dioses ya extintos. Es tan facil mirar cualquier colina al atardecer e imaginar que una carreta doblará la esquina de un momento a otro. Aun con las colinas rebosantes de ranchos, se puede recordar lo que fue Caracas hace 500 años. Un gran valle lleno de cientos de lomas verdes. Los tatarabuelos a caballo yendo de La Floresta hasta El Paraiso a visitar sus tierritas. Ay, qué nostalgia me producen los placeres simples.

Apenas hace 30 años que existe El Cafetal, y los caraqueños ya dicen que es una urbanizacion vieja. ¿Qué clase de idea del tiempo se tiene en un país que sigue quemando sus chabonos cuando ya no son necesarios? Un botón de esta muestra es el Parque Tolón. ¿Realmente necesitamos más lugares para comprar porque los que hay no son suficientes?

En Caracas hay tan poco que hacer. Que me maten los que se llenan la boca diciendo que está el Parque del Este y El Avila. ¿Acaso ellos van los fines de semana a acostarse en una sábana a besuquearse con su novia? Además no conozco a ninguna mujer que suba al Pico Oriental sola. Por una mera cuestión de prejuicios —que no siempre me animo a sortear— no se puede cenar sola en un restaurant, caminar sola en la calle, sentarse en una barra sola y ni hablar de ir a bailar sola. Y la situación es bastante similar para los hombres, sólo que la posibilidad de una nalgada cuando camina en la calle disminuye un poco.

Con una ciudad tan verde es irónico que no se tengan más espacios conservados para echarse a leer un libro o pasear un perro, sin tener a 300 scouts por un lado, 20 personas haciendo taichi, una piñata con Olga Tañón a todo volumen, 3 parejitas revolcándose al compás de la campana del heladero y las jaulas de las —ya ancianas— nutrias enjauladas. En Caracas hasta los parques tienen reja. Básicamente la ciudad no es segura. Ni siquiera del lado Este, que ya de por sí es un oasis un poquito mejor planificado.

En la epoca del Paro, me convertí en ciclista como la mayoría de los escuálidos cafetaleros aburridos. Pero la afición me duró hasta el día en que un tipo en una moto BMW con cara de gavilán pollero me persiguió a lo largo de 4 cuadras tratando de sacarme el teléfono (y posiblemente las pantaletas).

Aquí no hay cultura de la soledad y por eso cualquier lugar que se inaugure está destinado al fracaso inmediato o al abarrote -y también luego al fracaso-. Por eso, los indestructibles lugares de esparcimiento están condenados a ser: El Tolón, Plaza Las Américas, El Sambil y cualquier otra jaula con aire acondicionado que pueda contener a miles de personas que cargan una bolsita y se sienten «felices» de poder «pasear» un domingo junto a 500 cretinos más, cual sardinitas en lata, ejerciendo su derecho al gregarismo latino y al olvido de las penas del trabajo, en una nueva versión de las películas de a centavo de principios del siglo XX.


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