Capitalistas megalómanos

Mírame. Tengo dinero. Tengo tanto dinero que tienes que admirarme. Adórame. Deséame. Siente como huelo a billetes. Envídiame. Mis poros sudan oro. Cuando camino, se escucha, «¡ka-ching!». Soy un éxito. Soy un triunfador. Míííírame…

En lo que respecta a los excesos y dislates de nuestro mundo contemporáneo, los capitalistas megalómanos detentan un puesto privilegiado en la sociedad.

Sin embargo, detengámonos un momento: antes de que los admiradores del liberalismo reciclen su cantaleta aburridísima sobre el libre mercado, quiero aclarar que este artículo está lejos de ser un anatema en contra del dinero o una crítica a los medios de producción. Esto se trata de la invasión del espacio público por parte de un puñado de babosos con cuestionables habilidades sociales, «a realazo limpio», como dicen en mi país.

Me refiero a la nueva estirpe de súper-gerentes o dueños de empresas que saturan con sus rostros los anuncios publicitarios y comerciales televisivos del mundo, en un desesperado intento por hacerse famosos mediante la exposición ad nauseum.

Estos «capitalistas megalómanos», aunque también tienen algo suelto, no deben confundirse con los capitalistas simplemente locos como el señor Richard Branson—dueño de la Virgin. Branson me cae hasta bien, gracias a sus intentos de romper récords mundiales de navegación y sus estrafalarias inauguraciones de eventos en las que algo siempre estalla. Branson es tonto, pero un tonto-divertido como Johnny Knoxville y los chicos de Jackass. Por ejemplo, acabó de ver un video de Richard Branson supuestamente rompiendo un récord de kitesurf y no puedo evitar sentir simpatía: es obvio que el viejo se divierte (y que está loco de remate, pero ese es otro tema).

Estos tipos de megalómanos difieren mucho de aquellos cuyo único talento (suponiendo que eso sea un talento) es hacer dinero. Peleles que, en algún momento, descubren que al resto del mundo le importa un bledo si están forrados en pasta mientras sean unos babosos insoportables y entonces deciden tomar acción. Y por acción no me refiero a regalar laptops a niños africanos, sino a invadir todo espacio público a la venta para forrarlo con su jeta e imponerse, manu militari, sobre la sociedad.

flyniki

Un buen ejemplo de esto es el necio de FlyNiki, un austríaco que tras fundar una aerolínea decidió estampar su cara—en una escala digna de Stalin—en todas las vallas publicitarias del primer mundo. Su imagen ridícula de «yo soy como tú» lo hace llevar una gorra roja perennemente sobre la cabeza. Él es como tú, sí…pero multimillonario (diferencia sutil).  A la hora de decorar los aviones lo mejor que se le ocurrió fue escribir «NIKI» en el fuselaje, como un niño problema a quien se le deja solo con un creyón. 

O el magnate francés de la óptica Afflelou, un ectoplasma empeñado en aparecer al final de cada uno de sus comerciales, a pesar de tener el carisma de un brócoli crudo.  Su comercial más famoso—filmado en China—cuenta con decenas de extras que ejecutan espantosas coreografías sin imaginación.  Al final de tal esperpento que acaba (¿cómo adivinaron?) con un derroche de vacío estético sobre la Gran Muralla China, el señor Afflelou se abre paso haciendo aspavientos entre chinos y chinas para explicarnos que él vende gafas cincuenta por ciento más baratas que la competencia.  Esto no estaría tan mal de no ser por su inexistente fotogenia o porque parpadea con una especie de tic que hace suponer que es él quien necesita las gafas.  Vean el comercial, háganse su propia idea y pregúntense cuánto mejor hubiese sido si al final apareciera, por ejemplo, Jude Law.

https://www.youtube.com/watch?v=Gbo0ZrwEIZc

Pero mi favorito es, sin duda alguna, un empresario francés llamado Dupire, que se traduce, literalmente como «lo peor».  Este señor se hizo millonario vendiendo chimeneas y estufas de mentira.  Esos horrorosos aparatos kitsch que «simulan» un fuego en algún rincón de la sala, un fuego imposiblemente rojo que parece el volcán donde Frodo echó el anillo. 

Jean Pierre Dupire
Jean Pierre Dupire.

Aquí debo admitir que el señor «de lo peor» es quien principalmente motivó este texto, ya que no contento con vender sus baratijas de mal gusto (no tengo nada en contra de su negocio, cálmense:  no soy, ni he sido nunca, miembro del partido comunista, señor senador), este personajillo patético decidió retratarse en todos sus anuncios publicitarios.  Lo cual no fuera un problema de no ser porque, à la Mugabe, Dupire forró al metro de París a razón de cinco anuncios por estación.

Ahora bien:  que algún lector condescendiente, experto en semiótica, semiología, imagen y todo eso, tenga por favor la amabilidad de escribirme aunque sea una esquela, para explicar este exabrupto:  El señor Dupire es… Rastafari.  En serio.  Lod-o-mercy, y todo eso.  Personalmente, siempre me han parecido sospechosos los blancos con el cabello en dreadlocks; pero que un magnate multimillonario de Francia sea Rastafari es como que Spike Lee sea del Ku Klux Klan. 

Y como si esto no fuera suficiente, el señor «De lo peor» después decidió manchar aún más su detestable imagen integrando unas chicas (que bien podrían ser sus hijas) a la vomitiva foto.  Por encima de su sonriente cabeza se despliega la frase, «mis estufas las seducen». 

Este triste personajillo, como tantos otros que pululan por allí, son el infeliz producto de nuestra sociedad:  unos megalómanos carentes de atención que esperan poder comprar nuestro interés y nuestra admiración a través del acoso publicitario.

 


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