¿Por qué Hollywood se empeña en adaptar al cine cómics de superhéroes clásicos, poniendo en ello tanto o mayor afán del que antes ponía en adaptar novelas y obras de teatro de éxito? Por los mismos motivos: pereza mental y afán de lucro. Los cómics clásicos, como las novelas y el teatro de éxito, proporcionan una narración ya estructurada y han formado un público, con el que cuenta de entrada la adaptación cinematográfica. Así que, en principio, son una inversión segura (en la realidad no, pero eso es otra historia). Con el público lector de cómics existe además la posibilidad de venderles elementos de merchandising de todas clases: abundan entre ellos los coleccionistas compulsivos.
Pero el cómic tiene un lenguaje propio, diferente del de la literatura, diferente del cinematográfico, y los superhéroes son cómic en estado químicamente puro. La narración en dibujos, con su estilización expresionista, crea menos expectativas de verosimilitud en el lector, y por tanto admite lecturas más simbólicas y menos literales que el cine de imagen real, que es… eso, demasiado real.
Esa capa roja de «Superman», esa capa negra de «Batman», que en el cómic ondean con una solemnidad cargada de significado, en el cine se convierten en sábanas de colores usadas para vestirse de forma ridícula y poco práctica. En el cómic Superman es un arquetipo junguiano, es el übermensch nietzscheano, es el dios solar, es Hércules, es Prometeo, es Gawain… En el cómic, «Batman», (humano, demasiado humano) también huele a Nietzsche y a Jung, es el Dióscuro, es el guerrero imbuido por su animal-tótem, el caballero en ordalía, el espíritu de la venganza, el Señor de las tinieblas…
En pantalla, sin embargo, cuesta ver otra cosa que un cretino enfundado en unas mallas de lycra de colores chillones o un cretino embutido en un incómodo traje de goma que, más que a Nietzsche o a Jung, debe oler a sudor. Del mismo modo que el Padre Zeus, traspasado del relato mitológico (un género con muchas concomitancias con el de los superhéroes) al celuloide pierde toda su simbólica y arquetípica majestad para convertirse en un lamentable sarasa de gimnasio envuelto en una sábana.
En imagen real los dioses míticos, como los superhéroes, sufren un grave problema de falta de credibilidad, creado por las distintas expectativas de literalidad que cada medio impone. Quizá por eso la mejor película de superhéroes hasta la fecha sea «The Incredibles». Las animaciones en 3-D evitan con su estilización la literalidad de la imagen real. Y la segunda mejor quizá sea «X-Men», porque prescinde de la retórica superheroica y las ajustadas mallas coloridas del original para centrarse en lo esencial: los mutantes son individuos genéticamente diferentes a los humanos corrientes, convirtiéndose por ello en blanco de los instintos xenófobos de éstos. Inolvidable la respuesta de Cyclops a Wolverine cuando éste se queja por el traje de cuero negro tipo motorista macarra que le han dado como uniforme de los «X-Men»: «¿Y qué querías? ¿Lycra amarilla?»
En sus dos adaptaciones de «Batman», Tim Burton intentó sortear el problema de la literalidad de la imagen real haciéndola lo más irreal posible: decorados, iluminación, vestuario, maquillajes, todo en «Batman» y «Batman Returns» sugería una atmósfera fantástico-onírica que debía romper las expectativas de verosimilitud del público. Lo consiguió a medias. Los dos Batmans de Burton son estéticamente brillantes y atmosféricamente conseguidos, y poco más. El rígido traje de goma sudada parecía un rígido traje de goma sudada.
La estrategia de Christopher Nolan, otro director de culto, como Burton, y como éste poseedor de un estilo propio y muy personal, ha sido la opuesta: sobresaturar las expectativas de verosimilitud del público acentuando el realismo de todos los elementos de la narración. También lo consigue a medias.
La primera parte de «Batman Begins» es excelente, por momentos magnífica: un film de aventuras cargado de introspección psicológica, ambigüedad moral y unas gotas de reflexión filosófica (la inutilidad de la venganza, el poder del miedo como arma de control social), con un protagonista embarcado en un viaje iniciático en el que trata de exorcizar sus demonios interiores. Aquí el protagonista no es Batman sino Bruce Wayne, un personaje de carne, hueso y neurastenia, interpretado con intensidad y convicción por Christian Bale, y muy bien narrado, mediante un entramado de flashbacks, por Nolan (como ya demostró en Memento, se le dan bien las narraciones no lineales). Aunque el viaje iniciático transcurre en buena parte por el Tíbet y en la escuela de ninjas de una secta oriental, el guión nos ahorra los agudos comentarios filosóficos tipo «Karate Kid». Lo que es muy de agradecer.
Luego viene un intermezzo en que se nos prepara para la llegada de Batman, siempre apelando a la máxima verosimilitud: la máscara sirve para ocultar la verdadera identidad del héroe y asustar a los oponentes, el traje de goma es una armadura de combate para el ejército, el batimóvil es un prototipo de vehículo militar… ¿de dónde saca Wayne esos maravillosos juguetes? Posee una empresa fabricante de alta tecnología. Así, cualquiera.
Las fuerzas del mal contra las que se va a enfrentar no son archivillanos megalómanos obsesionados por dominar el mundo, sino la impía alianza entre el mundo de la política, el del crimen organizado y el de las altas finanzas: jueces, políticos y policías corruptos, capitalistas codiciosos y capos de la mafia. Los archivillanos del mundo real, en lugar de Jokers de opereta.
Y, por fin, llega la segunda parte, donde el protagonista ya no es Bruce Wayne sino «Batman». Pero «Batman» no es un personaje de carne y hueso, sino una máscara de goma, y eso acaba lastrando la película. Al principio, Nolan trata, con éxito, de que el traje de goma no le estropee la película, mediante el mismo truco que usara Jacques Tourneur en «Cat People»: «Batman», como la mujer pantera, es una sombra apenas entrevista entre otras sombras, una voz en la oscuridad, el fugaz revoloteo de una capa negra.
Pero, poco a poco, la lógica del traje de goma, la lógica del cine de acción moderno, con mucha pirotecnia y mucha destrucción de bienes inmuebles, se va imponiendo, la narración olvida las estructuras complicadas para volverse lineal, las consideraciones ético-filosófico-psicológicas quedan aparcadas en beneficio del espectáculo, «Batman» sale de las sombras a la luz —hay que vender juguetes de merchandising, y, ¿cómo los van a comprar si no los han visto en la película?—, y a plena luz no parece un espíritu de venganza, sino… un tipo enfundado en un traje de goma. Y, encima, al final de todo incluso sale un archivillano megalómano obsesionado por dominar el mundo. Se parece un poco a Osama Bin Laden, lo que no deja de tener cierta gracia. Claro que Osama Bin Laden parece un archivillano de cómic: «Fu Manchú» cruzado con el «Doctor Doom».
El toque personal de Christopher Nolan se difumina. La brillante interpretación de Christian Bale baja en calidad. Aunque no es como para reprochárselo. Con lo incómodo que debe ser actuar asándose de calor dentro de ese traje de goma. Y no es que sea una mala película de acción: resulta entretenida, y más inteligente que la mayoría. Lo malo es que al final traiciona todas las expectativas de blockbuster «diferente», «con contenido» y «de autor» que prometía en su primera parte. Pero en el fondo, de lo que se trata no es tanto de hacer buenas películas como de iniciar lucrativas franquicias de merchandising. No sé por qué se empeñan en buscar directores de culto y actores de prestigio intelectual si al final lo que importa no es hacer cine, sino vender juguetes.
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