Era un sábado por la noche. Yo iba a casa de unos amigos a pasar la velada. Entré en el vagón de metro, localicé un asiento libre y me senté de la forma maquinal e inconsciente en que todo urbanita experimentado cumple con esas rutinas. De pronto miré a mi alrededor y me encontré en mitad de un grupo de unas veinte mujeres jóvenes que apenas hablaban —en inglés— entre ellas. Sus conversaciones eran poco más que intercambios de risitas nerviosas. Todas lucían sobre sus cabezas una diadema adornada con un enhiesto, sonrosado y erecto falo de fieltro, con su glande morado apuntando al techo y dos redondos testículos colgando juguetones sobre las frentes respectivas.
El grupito de hembras enfaladas bajó en la estación de Plaza Universidad. Una partida de Cluedo y unas cuantas cervezas era lo más interesante que me esperaba en casa de mis amigos, así que decidí seguirlas un rato. A ver de qué me enteraba. Para empezar me enteré de que eran inglesas de clase obrera: era evidente, dado su idioma y su acento. De Liverpool, creí entender. La mayoría tenía la piel de ese color blanco rosáceo tan anglo, y parecían blandas y fofas a pesar de su evidente juventud. Eso, pensé, es lo que se consigue con una dieta atlántica y proletaria rica en hidratos de carbono, manteca, cortezas de cerdo, bollería, fish’n’chips y pasteles de carne pakistaníes.
Iban ligeramente borrachas, lo que no me extrañó: inglés joven más ciudad española de noche, igual a ocho grados de alcohol en sangre mínimo. La más borracha, la más blanquita (rubia hasta las pestañas; Jesús, esa pobre chica se debía poner roja y humeante como un cangrejo hervido nada más pisar la playa), la más gorda y la que más se reía eran todas la misma, una que andaba en el centro del grupo abrazada a un enorme cojín en forma de lo mismo que adornaba su frente.
Era la novia. Porque aquella comitiva, pronto lo averigüé, era una despedida de soltera. La gordita se casaba la semana siguiente, y ella y sus amigas habían venido a Barcelona a celebrarlo disfrutando de la mítica (para ellas) spanish night y los bajos precios de las bebidas alcohólicas, en especial del vino y la cerveza. A propósito de cerveza, fue la razón por la que mis chicas efectuaron una parada técnica en el famoso y castizo bar Zúrich, en Plaza de Cataluña. Decidí aprovechar la parada para hacerme el encontradizo con alguna de ellas, y sonsacarla discretamente.
Su peculiar tocado me proporcionó una buena excusa para romper el hielo. «Eh, lleváis unas diademas muy originales. ¿Sois de alguna especie de secta fálica?» eso, o alguna tontería por el estilo, le dije a la que mi instinto de predador periodístico había elegido como víctima, una cervatilla (una cervatilla unicornia) que se había distanciado un poco de la manada. La cervatilla me confirmó que sí, eran un grupo de amigas celebrando la despedida de soltera de la gordita de las pestañas rubias. Habían llegado ayer viernes por la tarde en un avión desde Liverpool (¡ajá!), y mañana domingo un avión las devolvería, a ellas y a su resaca, a las grises y frías calles de su ciudad y al quizá también gris y frío destino matrimonial de la gordita, que se consumaría el fin de semana siguiente. Todo aquello se lo había organizado una agencia especializada: el viaje en avión, las cenas, la ruta nocturna, el hotel.
Al domingo siguiente, una rápida investigación por Internet me revelaría la existencia de un par de agencias que organizan esas despedidas de soltero en Barcelona, que, según parece, se han convertido en toda una moda en la Gran Bretaña. ¿Creían que, en estos tiempos en que se casa quien quiere y no todo el mundo por obligación como antes, lo de las despedidas de soltero como ritual de paso estaba destinado a desaparecer? Pues no, señores. Los jóvenes británicos que se deciden a pasar por la vicaría dedican una generosa parte del presupuesto total del acto, además de al banquete, al vestido blanco y al viaje de luna de miel, a correrse una buena juerga con los amigotes en Barcelona. Concretamente, entre 2.000 y 4.000 Euros se gastan en eso, depende de lo grande que sea el grupo de juerguistas (alrededor de diez personas, normalmente) y lo rumboso que sea el novio o la novia. ¿Y por qué precisamente en Barcelona? «Es una ciudad que está de moda; además, tiene un excelente clima, sol y playa, y la inexistencia de fronteras dentro de Europa y los vuelos baratos la hacen muy apetecible para ese tipo de actividades», declara el sonriente responsable de una de esas agencias, Barcelona Travel, un rubicundo y sonriente inglés afincado en la ciudad condal desde hace varios años. Más tarde reconoce que la vida nocturna y los precios de las bebidas alcohólicas, respectivamente mucho más intensa y mucho más bajos que en Gran Bretaña, son determinantes para que tantos mozos y mozas británicos elijan Barcelona para echar oficialmente la última canita al aire antes de entrar en la vereda del santo matrimonio.
Pero de todo eso me enteraría después. De momento estaba interrogando discretamente a la chica con la polla en la frente.
—Aquí tenéis una cerveza estupenda —me dice, alzando su jarra llena de Estrella Dorada.
—Se deja beber —respondo, displicente.
—En Inglaterra te la sirven más aguada. Y es carísima. Ésta me ha costado menos de tres euros. En Inglaterra me habrían cobrado el doble. Bueno, en Inglaterra ni siquiera podría pedir una cerveza en un pub a esta hora. En cambio, aquí, parece que la noche empiece ahora. En Barcelona tenéis un ambiente nocturno fantástico.
—El de Madrid es mucho mejor.
—¡Ah! ¿Eres madrileño?
—No, sólo envidioso.
La unicornia me informó someramente de sus actividades del día anterior: habían comido en un restaurante de la Barceloneta. Un pescado buenísimo. Una paella excelente (las paellas que preparan en la Barceloneta para los turistas incautos suelen ser cualquier cosa menos excelentes, pero eso no se lo dije. No quería desilusionar a la pobre chica). Y les habían servido vino. Varias botellas. «en Inglaterra, el vino es un artículo de lujo, ¿sabes? Te sirven una copa o dos como mucho, no toda la botella». También me informó de sus planes más inmediatos: ir a un sitio llamado la Sala Bagdad. En la taquilla les aguardaban sus reservas. Me preguntó que si conozco la Sala Bagdad.
Cómo haber vivido aquí toda la vida y no conocer la Sala Bagdad, ni que sea por la fama. Quintaesencia de la Barcelona más míticamente canalla, con una decoración que parece plagiada de una película sobre Las Mil Y Una Noches filmada en Hollywood en los años cincuenta y en Technicolor y una clientela que abunda en marineros estilo Jean Genet y gángsters estilo Marsella. Su especialidad son los espectáculos eróticos en vivo. Allá por los años setenta se comentaba mucho cierto número en el que intervenían una mujer y un asno muy bien dotado. Aunque duró poco, porque las autoridades pronto obligaron a retirar el asno, quizá por hacer cumplir la recién inaugurada ley de protección a los animales. Últimamente sus números estelares eran un matrimonio filipino que consumaba su vida marital sobre el escenario en el acrobático estilo Kama Sutra, y un individuo flacucho que salía a escena vestido de fakir, o mejor dicho desvestido de fakir, capaz de hacerle nudos a sus casi treinta centímetros de pene fláccido. Los nudos le servían para sujetar en el aire piedras de varios kilos de peso, sujetas por la argolla que las piedras tenían a tal efecto.
Tengo el gusto de conocer al individuo en cuestión, y no porque haya ido nunca a la Sala Bagdad, que no he ido (de verdad, no he entrado nunca). Yo tenía una novia estudiando en la Universidad Autónoma y viviendo en la contigua Villa Universitaria, a donde, como ya se pueden imaginar, iba a visitarla de vez en cuando. Pues bien, su vecino de dos apartamentos más allá era el individuo en cuestión, que estaba preparando un doctorado en ciencias sobre no sé qué materia de biología. Mi novia me lo explicó, pero entre que yo estudié letras y las ciencias como que no las entiendo mucho, y entre que a renglón seguido me explicó cómo se ganaba la vida su vecino, un recuerdo me borró el otro. Desde entonces nunca he vuelto a mirar a un biólogo sin pensar en un pene del tamaño de una maroma de amarrar barcos anudado a una cuerda atada a una piedra de diez kilos.
Pero no le cuento nada de eso a la chica de la polla en la frente, por no asustarla, pobrecilla. Me limito a decir:
—Ah, sí, la Sala Bagdad. Me suena. Muy pintoresca. Muy sexy.
—Eso nos han dicho.
La chica de la polla en la frente me abandona, porque las otras chicas con la polla en la frente han reanudado la marcha, Ramblas abajo, entre kioscos de prensa abiertos toda la noche, estatuas vivientes, vendedores de hachís y loros enjaulados. Por el camino colisionan con otro grupo de británicos en plena despedida de soltero, éste compuesto sólo por hombres, también blancuzcos y adiposos. Gracias a Dios éstos no lucen el peculiar tocado fálico, aunque muchos de ellos vayan vestidos con camisetas del Manchester United. Y, algunos, con camisetas del F.C. Barcelona. Hay uno que acarrea una tosca y medio desinflada muñeca hinchable y luce en la camiseta azulgrana el número y el nombre de Ronaldinho. Las agencias que organizan estas salidas ofrecen en el programa actividades diversas: a decir del responsable de Barcelona Travel, la que tiene más éxito es visitar el Nou Camp y el museo del Barça que hay instalado en él. Los ingleses, ya se sabe, son devotos del fútbol, quizá porque lo inventaron ellos. Probablemente, las camisetas sean souvenirs comprados en la tienda del museo.
Los dos grupos colisionan. Se reconocen como compatriotas. «Estamos celebrando la despedida de soltera de nuestra amiga», dicen las unas. «Nosotros también», dicen los otros. Chillidos y risas. Abrazos y hasta besos. La rubia gordita parece que intima con el mocetón con la camiseta de Ronaldinho. ¿Será él el novio del otro grupo? Fantaseo argumentos de comedia romántica: se encuentran en Barcelona celebrando sus respectivas despedidas de soltero, se lían y plantan a sus respectivas parejas a pocos días de la boda.
«¿A dónde vais ahora?» «A la sala Bagdad» «¡Nosotras también!» Más jaleo y más alborozo. Alguien lleva una botella de litro de cerveza, comprada en el chiringuito de algún pakistaní «no os imagináis lo que me ha costado esto: ¡Dos euros!». La botella pasa de mano en mano. Las dos comitivas de despedida de soltero/a bajan juntas por Las Ramblas, rumbo a su destino común en la Sala Bagdad. Será mejor que cojan el metro en la estación de Liceo, o les espera una larga caminata. Yo, por mi parte, vuelvo a meterme bajo tierra en la estación de Plaza Cataluña, y prosigo mi interrumpido viaje a casa de mis amigos. Cuando llego ya se han comido casi toda la tortilla de patatas y el pan con tomate que habían preparado para cenar. «Llegas tarde», me dicen.
—No os creeréis lo que me ha pasado —respondo— He encontrado un grupo de mujeres que andaban por ahí con una polla en la cabeza.
—No tiene nada de extraño. Las mujeres siempre tienen una polla en la cabeza —responde Jordi, el anfitrión y su novia Ana, la anfitriona, le arreó un pescozón.
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