Balance del Aznarato

Aznar cumple su promesa: se retira tras dos legislaturas. Deja en su silla, claro está, un sucesor, Mariano Rajoy, elegido por él mismo y que destaca por ser el más sumiso de sus pretorianos. En el horizonte queda la posibilidad de que Aznar sea procesado en el futuro.

Estas dos legislaturas de aznarato han cambiado muchas cosas, pero sobre todo dos: en lo interno, han supuesto la liquidación del espíritu de la transición; cuando parecía que España se había convertido sin remedio en una democracia burguesa adormilada y ronroneante como un gato gordo junto a la estufa, el PP la ha devuelto a la arena crispada de las peleas de perros. En lo externo, han supuesto el abandono de la vocación europeísta y el arrinconamiento del panarabismo y el panhispanismo, en favor de un alineamiento decidido e inquebrantable, a la inglesa, con los Estados Unidos de América.

Aznar, ese hombre

En un lugar de la Rioja de cuyo nombre no quiero acordarme nació el poco ingenioso hidalgo Don José María Aznar López, nieto del embajador y periodista Manuel Aznar Zubigaray e hijo del que fue director de los servicios informativos de Radio Nacional tras la guerra civil, Manuel Aznar Acedo, ambos hombres fuertes durante la dictadura de Franco. Estudió derecho en Madrid y nunca ejerció de abogado, pues nada más acabar la carrera se presentó a oposiciones para el cuerpo de inspectores de Hacienda, y las aprobó.

De su etapa escolar queda constancia de su militancia en el Frente de Estudiantes Sindicalistas (FES), una organización ultraderechista de impronta católica. También queda constancia de cierta actividad como articulista en prensa local y universitaria, donde, por ejemplo, protestaba porque el primer alcalde electo de su ciudad iba a retirar la estatua ecuestre de Franco del la plaza del ayuntamiento. (recordemos que eran los primeros tiempos de la transición a la democracia). Escribía cosas como «Mal que les pese a algunos, Franco forma parte de nuestra historia».

En Enero de 1979 se afilió a Alianza Popular (AP), el partido derechista constituido por varios antiguos ministros de la dictadura, capitaneados por Manuel Fraga Iribarne. Allí, con un estilo discreto pero firme, emprendió una rápida carrera ascendente: secretario general regional, diputado, presidente de la comunidad autónoma de Castilla y León, presidente del partido tras su refundación como Partido Popular (PP), candidato y, finalmente, presidente del gobierno.

Abandonadas, por obsoletas, las veleidades ultraderechistas y nacionalcatólicas de su primera juventud, encontró una nueva fe en el credo neoliberal de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher. De hecho, durante un tiempo estuvo rodeado por el llamado Clan de Valladolid, cuyo ideario era claramente tatcherista y euroescéptico, (ellos lo llamaban «otro europeísmo»). Quizá esa sea una de las razones de su fervor hacia el también ultraliberal George W. Bush, que es más que amor frenesí, como dice la canción.

Un análisis de su personalidad nos muestra a un hombre serio, hosco y bastante regañón, sin sentido del humor, invariablemente a la defensiva cuando no está «con los suyos». Hay que verle en las entrevistas, siempre con las piernas y las manos firmemente cruzadas, la mandíbula apretada y el cuello rígido, acartonado todo él –ni el labio superior mueve, lo que le da a su voz un deje más bien desagradable-, apuntalando constantemente su discurso mediante repeticiones y muletillas (la expresión «mire usted», que desaparece cuando habla «entre los suyos», precede cada frase cuando habla con algún otro).

Es patéticamente incapaz de entender cuándo le hablan en broma y cuándo no, y no digamos ya de responder a la broma. Cuando intenta sonreír le sale una mueca rígida del tipo «no me he enterado de qué va el chiste, pero no voy a dejar que éstos lo sepan». En suma, responde bastante al tópico del castellano altivo, adusto y un tanto cerril, y no es persona que caiga simpática con facilidad. Curiosamente, la antítesis de su predecesor, el socialista Felipe González, que respondía más bien al tópico del andaluz extrovertido, simpático y seductor, a quien no puedes dejar de encontrar encantador aunque sea manifiesto que te está mintiendo descaradamente (cosa que hacía con cierta frecuencia, pero eso es otro artículo).

La actuación de Aznar parece modelada conforme a dos propósitos que no se explican más que desde lo más estrictamente personal: parecerse lo menos posible a Felipe González (a quien detesta con toda su alma) y parecerse lo más posible a George Bush (por el que profesa una devoción sin límites). En este contexto se puede explicar la sorprendente afirmación «España tiene que dejar de ser un país simpático» que pronunciara cuando anunció su adhesión incondicional a la guerra de Irak. Quizá quiso decir: «España tiene que dejar de ser un país simpático como Felipe González, debe volverse antipático como Bush o como yo mismo». Y, haciendo balance, diría que esa meta la ha conseguido plenamente. España es ahora país profundamente antipático. Hasta para muchos de sus ciudadanos.

Relaciones con Europa: España, reserva espiritual de Occidente

Aznar siempre se ha opuesto a la idea de convertir Europa en un contrapoder respecto a Estados Unidos. Justo antes de la guerra de Irak, Aznar salió de la reunión de las Azores, con Bush y Blair, capitaneando la carta de la denominada (Por Donald Rumsfeld) «Nueva Europa», responsable de la actual gran fisura en la UE, con los proamericanos (España, Gran Bretaña, Italia) por un lado y los partidarios del contrapoder (principalmente Francia y Alemania) por el otro.

De nuevo, intuimos las razones personales: el deseo de estar del lado de Bush, y el deseo de diferenciarse todo lo posible de Felipe González, quien solía escoger el bando de Francia y Alemania en cuestión de posturas internacionales. Aznar no heredó las excelentes relaciones personales que González tenía con el canciller alemán Helmut Kohl y con el presidente francés Chirac (actualmente el rencor personal de Aznar hacia Francia, por no haberle secundado en casos como el de la Isla de Perejil o la ampliación de la UE, es muy explícito y notable).

La buena sintonía existente entre Madrid y París o Madrid y Berlín durante el gobierno socialista desaparecieron de pronto sin que al principio hubiera ninguna razón objetiva para ello (De hecho, al principio, en Berlín y en París también mandaban los conservadores), salvo quizá esa escasa capacidad para caer simpático a la que me he referido antes. Con quien sí conectó muy bien fue con Tony Blair. Pero en general se sentía despreciado por los europeos, y andando el tiempo se lo hizo pagar. Primero, torpedeando un posible consenso en política exterior cuando la guerra de Irak –aunque ahí comparte culpabilidad con Blair y Berlusconi– y después –ahí casi en solitario, sólo secundado por Polonia-, torpedeando la posibilidad de promulgar una constitución europea. Todo ello está generando mucha animadversión y muchas ganas de pasarnos factura entre nuestros socios comunitarios.

Relaciones con Hispanoamérica: España, madre de naciones

Me da la impresión de que en América Latina (el actual gobierno español hace activa campaña para sustituir los términos «América Latina» y «latino» por los de «Hispanoamérica» e «hispano«) se nos ve como a unos arribistas que ya no saludan a sus ex compañeros de oficina después de que les hayan puesto el despachito en la planta de los ejecutivos. Si un propósito del gobierno González fue cultivar las relaciones con América Latina para hacer de España el interlocutor privilegiado de la Unión Europea con esa parte del mundo, el gobierno Aznar ve América Latina tan sólo como territorio propicio donde desarrollar una nueva conquista, esta vez económica y no militar, con Telefónica (privatizada, pero con un amiguete de Aznar en la dirección) y el Banco de Santander sustituyendo a Hernán Cortés y a Pizarro.

Cierto que las fuertes inversiones de multinacionales españolas en América Latina no empezaron con el gobierno del PP, pero fue éste el que las convirtió en prácticamente su único motivo de interés en las relaciones con el subcontinente. Cuando la quiebra económica de Argentina, daba vergüenza ajena oír a Aznar y a sus ministros hablando exclusivamente de «proteger las inversiones españolas». No hubo ninguna declaración de solidaridad, ninguna expresión, ni que fuera de boquilla, de ningún propósito de ayudar al país en desgracia.

Curiosamente, las relaciones con Cuba, una de las plazas fuertes de la inversión española en tierras americanas, pasan por su momento histórico más bajo. Los continuos desplantes de Aznar a Fidel parecen responder más a los intereses del lobby anticastrista de Miami, que apoya a Bush, que a los intereses de los inversores españoles.

Y es que el otro gran cambio en la política exterior española respecto de América Latina es el haber hecho causa común con los Estados Unidos, el otro gran inversor económico en el territorio. Hasta tal punto, que Aznar se ha convertido en una especie de embajador volante de Bush para el mundo de habla hispana: cuando el Consejo de Seguridad de la ONU tenía que pronunciarse sobre la conveniencia o no de la invasión de Irak, Aznar fue el encargado de viajar a Chile y a México, a la sazón miembros del consejo, para convencerlos de que votaran a favor de la postura norteamericana. Tras su fracaso en esta misión (una prueba más de su escasa capacidad de seducción; sé que me estoy repitiendo, pero insisto: el tipo no cae bien, es antipático por naturaleza) Estados Unidos decidió pasarse la ONU por el forro e invadir Irak de forma unilateral.

Relaciones con el mundo árabe: ¡Santiago y cierra España!

El cultivo de los vínculos históricos y culturales con el mundo árabe también fue cultivado por el gobierno socialista (y la mayoría de gobiernos anteriores, incluyendo los de la etapa franquista) para conseguir ventajas diplomáticas. Pero tras el 11-s, el gabinete Aznar se apuntó inmediatamente al antiarabismo irracional que emergió en Estados Unidos. Aznar se ha vestido con entusiasmo la cota de malla de Santiago Matamoros. En Irak, antes de la guerra, teníamos relaciones diplomáticas y comerciales de preferencia. Para lo que ha servido.

Las relaciones con Marruecos pasan, como las relaciones con Cuba, por su momento más bajo, con retiradas de embajadores y todo. Lo ilustra muy bien el ridículo episodio de la isla de Perejil, un peñasco minúsculo situado a pocos metros de la costa, habitado de día por una docena de cabras y de noche por nadie, porque la dueña de las cabras, una campesina marroquí, se las lleva en barca al atardecer, para que pasen la noche bajo techo. Nadie sabía con seguridad si el peñasco en cuestión, cercano a Melilla pero sin ningún valor estratégico, era marroquí o español, y a nadie le importaba un carajo, de hecho en los mapas militares españoles figuraba como territorio marroquí. Hasta que al rey de Marruecos no se le ocurrió otra cosa que enviar un pelotón para que izasen la bandera en el peñasco y reivindicasen su territorialidad. Y al gobierno español tampoco se le ocurrió otra cosa que montar una aparatosa operación militar «a la gringa» para invadir el peñasco. Las cabras se quedaron sin poder ir a pastar durante unos cuantos días.

Relaciones con Estados Unidos: Qué buen vasallo si tuviera buen señor

Aznar lo ha dicho claramente en más de una ocasión, y con estas mismas palabras: Ahora le toca a Estados Unidos mandar en el mundo. También ha dicho que aspira a una «relación especial» con Washington al estilo de la que tiene Gran Bretaña (Esa isla que dicen que es el mayor portaaviones de la armada estadounidense en el Atlántico). Aznar sueña con un nuevo orden internacional convertido en una película de cowboys con Bush en el papel del Llanero Solitario, Blair en el del caballo Silver y él mismo en el del indio Tonto.

Estados Unidos es la tercera nación en número de ciudadanos hispanohablantes, tras México y la propia España, y eso obliga, según Aznar, a concederle una atención especial. Hay que decir que este proamericanismo no resultaba nada evidente cuando el inquilino de la Casa Blanca era Bill Clinton. Todo cambió tras la victoria de Bush. Desde entonces, Aznar ha hecho no menos de 15 viajes oficiales, y en uno de ellos incluso hizo discursos pidiendo el voto hispano para reelegir a Bush, según él el candidato que más podía favorecer la causa de los hispanos dentro de Estados Unidos.

La conexión con Bush es absoluta. Si con los líderes europeos suele mostrarse distante y seco como un hidalgo castellano, cuando está con Bush corretea a su alrededor meneando el rabo como un perrito que pide una caricia. Ambos comparten criterios de política económica ultraliberales; ambos mantienen posiciones religiosas similares (de cristiano renacido Bush, de católico tradicionalista Aznar). A la barrera invisible que le separa de los europeos puede contribuir que Aznar sea poco ducho en idiomas (al contrario que Felipe González, que habla perfectamente francés, algo de inglés y algo de alemán), pero para su gran alivio Bush habla bien el español, con lo que la comunicación es más personal, más cálida. En las fotos siempre se ve a Bush rodeando con el brazo los hombros de Aznar, como un novio besucón.

En su excelente novela La muerte del héroe y otros sueños fascistas, el escritor y exfascista Juan Carlos Castillón escribe que él (o su alter ego J.R.) emigró a El Salvador… huyendo de la justicia española, pero sobre todo buscando entre los cabecillas de los paramilitares un líder al que servir. Porque, dice, la ambición de todo buen fascista es tener un buen líder al que seguir. Castillón encontró su líder en Roberto D»Aubuisson, poco antes de desengañarse del fascismo. No estoy diciendo que Aznar sea un fascista, ni mucho menos, pero diría que sí comparte esa necesidad visceral de tener un buen líder a quien seguir. Antes de ser presidente fue Fraga; ahora parece que lo ha encontrado en Bush. «Entusiasmo» es el adjetivo que mejor describe la forma en que Aznar suscribe la política internacional del actual presidente norteamericano.

Si Aznar metió a España en la guerra de Irak fue exclusivamente porque Bush se lo pidió: los informes del servicio secreto español, ahora ha trascendido, negaban tanto la posibilidad de existencia de armas de destrucción masiva como la necesidad de efectuar una operación militar a gran escala. Aznar tomó la decisión en contra de esos informes, de la opinión de buena parte de su gabinete (que después callaron por no minar su liderazgo) y de la inmensa mayoría de la opinión pública (alrededor de un 90%, de la población, según las encuestas del propio gobierno, era contraria a la guerra).

Aznar ha sido el único presidente de gobierno español en hablar en el Congreso de los Estados Unidos. Lo hizo hace poco, en febrero, y allí hizo lo que se ha negado sistemáticamente a hacer en el Congreso de su propio país: dar explicaciones de por qué se sumó a la invasión militar de Irak. Ni Bush ni Blair se han librado de dar esas mismas explicaciones ante sus compatriotas parlamentarios. Lo que da una idea del talante con que Aznar se comporta dentro de casa.

Relaciones interiores: Aznar, Caudillo de España por la gracia de Dios

En sus 8 años en la moncloa, Aznar ha consolidado al PP como el partido que representa lo esencial del ideario, los valores y los intereses del franquismo, adaptados a una situación de democracia formal. Esta es al menos la tesis que sostiene La Aznaridad, el libro póstumo de Manuel Vazquez Montalbán, un verdadero panfleto anti-Aznar.

De hecho, Aznar accedió a la dirección del PP después de la operación de lavado de cara que debía reconvertirlo en un partido de centro-derecha moderno, un partido de «derecha civilizada», según término acuñado durante la transición, que llenara el hueco dejado por la desaparecida Unión de Centro Democrático, el partido de Adolfo Suárez, el primer presidente electo tras el cambio de régimen. El joven Aznar podía encarnar esa derecha moderna y democrática mejor que el ex ministro de Franco Manuel Fraga, cuya biografía política estaba demasiado manchada de muertos por Dios y por España.

Como estrategia para llegar al poder, el PP realizó un pertinaz acoso mediático al PSOE y una constante denuncia de los abusos de la guerra sucia contra el terrorismo de ETA y los escándalos por corrupción. En eso tenían razón, y las urnas se la dieron en las elecciones de 1996, aunque sin mayoría absoluta, por lo que tuvo que recurrir a pactos con los nacionalistas conservadores: el Partido Nacionalista Vasco y Convergencia Democrática de Cataluña. El presidente Aznar empezó a aplicar una política de perfil ideológico bajo (no convenía sacar a pasear el cadáver del caudillo: estaba demostrado que eso quitaba votos) y perfil económico fuertemente liberal: reducción del gasto público, privatizaciones en masa, desregulación del mercado de trabajo, bajada de los tipos de interés.

Las cosas cambiaron mucho tras la victoria por mayoría absoluta en la siguiente legislatura. La política interna del gobierno del PP pasó a estructurarse sobre dos líneas de ataque: la lucha contra ETA y la preservación de la unidad de España frente a nacionalismos disgregadores (sus aliados de ayer mismo). O sea, el patriotismo a ultranza y la guerra contra el terrorismo como justificador de cualquier desmán. Efectivamente, la misma estrategia seguida por el gobierno de Bush tras el 11-s. La táctica le ha salido estupendamente, hasta el punto de que el PSOE no ha sabido hacer ninguna oposición digna de tal nombre, paralizado por el temor de ser considerado poco patriota o demasiado tibio con el terrorismo.

Blindado tras una mayoría absoluta que le ha permitido gobernar por decreto, o casi, elaborando leyes «a la carta» fuertemente restrictivas de libertades fundamentales, especialmente la libertad de expresión, con cierres de periódicos (el diario vasco Egunkaria), acoso a medios de comunicación (el juicio fallido contra el grupo PRISA, propietario del diario El País y Canal Plus España, y considerado como prosocialista) e ilegalizaciones de partidos políticos (Herri Batasuna) incluidos.

Rodeado por un grupo de incondicionales acríticos y serviles, bautizados por la prensa como Los Pretorianos (álvarez Cascos, Federico Trillo, Mariano Rajoy, Loyola de Palacio…), Aznar se ha convertido en líder indiscutible e indiscutido de la derecha, el caudillo que les ha devuelto el orgullo de ser derecha sin complejos, la derecha carpetovetónica de toda la vida, la derechona de militarotes chusqueros, curas de torta y olla, aristócratas rancios y terratenientes caciques, bien que aún vistiendo la piel de la oveja liberal-centrista.

No se pueden interpretar sino como un resabio de los modos de la derecha de toda la vida los recientes comentarios pronunciados por Aznar ante generales del ejército el pasado día de las fuerzas armadas, afirmando que una eventual victoria del PSOE en las próximas elecciones sería «una desgracia para España, y pondría en grave peligro la unidad nacional», o las declaraciones aún más recientes de Manuel Fraga, su anciano mentor, recordando, a propósito del gobierno de coalición de los socialistas con los nacionalistas de izquierda de Esquerra Republicana en el gobierno autónomo de Cataluña que «la constitución otorga al ejército las prerrogativas de conservar la unidad del territorio nacional». Este tipo de afirmaciones, en un país con tanta tradición de golpes de estado llevados a cabo por militares salvapatrias, no tienen ninguna gracia.

Estas, y otras afirmaciones, tienen además la discutible virtud de irritar sin necesidad las sensibilidades nacionalistas de los diferentes territorios del estado, algo que no se debería tomar a la ligera en un estado con cuatro lenguas oficiales, un estado que en el pasado fue un manojo de reinos medievales independientes y lógicamente diferentes. Para soslayar el posible efecto disgregador de los nacionalismos, durante la transición se diseñó un sistema de gobiernos autónomos que satisficiera en parte los deseos de los nacionalistas, empujándolos a la moderación. Irritando innecesariamente a los nacionalismos, el PP hacia donde los empuja es a colocarse en la situación de peligro para la unidad territorial de que el mismo PP los acusa.

Por el lado izquierdo del espectro político, Aznar también está siendo un catalizador de unidad. De repente España se encuentra dividida entre partidarios del PP (acérrimos) y opositores al PP (igual de acérrimos), prácticamente sin posturas intermedias. La alternancia o no en el poder por parte de un partido u otro también ha dejado de verse como un azar coyuntural de las democracias representativas para pasar a ser casi cuestión de vida o muerte.

«El objetivo prioritario de cualquier demócrata es que el PP pierda la mayoría absoluta» (Carod-Rovira, «conseller en cap» del gobierno autónomo catalán) «Sería fatal para España que el PP renovase mayoría absoluta» (Javier Tusell, historiador, autor del libro «El aznarato»). «Pienso que en España tendríamos que unirnos los que no queremos que gobiernen ni Aznar ni sus sucesores: lo que sea menos ése» ( ángel González, académico de la lengua). Cada día aparece alguna nueva declaración por el estilo en la prensa o en la radio. Y desde antes de que empezara el periodo electoral.

La última es la denuncia presentada contra Aznar, en cuanto que presidente del gobierno del Estado Español, ante el fiscal de la corte penal internacional por la Asociación de Actores, la ONG Payasos sin Fronteras, la Plataforma de Cultura y Espectáculos y otras entidades por el estilo, por la comisión de un crimen internacional de agresión, definido por la Resolución 3.314, de 14 de diciembre de 1974, de la Asamblea de las Naciones Unidas. Hasta en eso viene a parecerse a su querido Bush, que también fue denunciado ante el mismo organismo por los mismos crímenes. Aunque me temo que, como entonces, ahora la denuncia también quedará en papel mojado.


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