Atlántida Terrae

Nuestra montaña legendaria, nuestra mitología caraqueña, nuestro vivo imaginario espacial, ha escupido un odio tremendo, y nos ha sorprendido en la madrugada con un ruido infernal.

Gustavo Valle

Ya lo había dicho ella: que el ambiente estaba feo, que cuando el viento no sopla y lo deja a uno asfixiándose, es porque lo que viene es muerte. Clara era oscura. Tenía demasiadas ideas raras para ser una muchacha tan joven, además de esa bondad anónima que la hacía débil. Cambió su vida caraqueña por ayudar a su hermana a pagar una casa en la que pudiera vivir con sus hijos sin padre. Se mudó a La Guaira con la alegría incandescente del sol que le tostaba la piel, feliz de poder ayudar a Valeria.

Era raro que lloviera en La Guaira. Casi nunca caían gotas sin que fueran evaporadas por el sol, pero aquella trágica noche se cumplían 15 días de lluvias en la zona. El verdadero problema eran los ranchos, las precarias viviendas marginales que, más que casas, parecían ataúdes; el problema era ese bendito turismo del desastre al que se acostumbró el pobre, que cuando la Guardia le tumba la casa, la vuelve a alzar sobre los escombros para seguir retozando en la miseria.

Ese día, Clara estaba intranquila, le faltaba el aire, había más agua que viento en el ambiente y ella estaba poniéndose morada, con esa angustia que pone cosquillas ardientes en los ojos y saca lágrimas después de un rato. Siempre oyó decir que un día El ávila se iba a abrir y que el mar se tragaría a Caracas. Aquel elegante cerro separaba a Caracas de La Guaira y, lejos de custodiar la ciudad, la amenazaba con esas predicciones que fortalecían el reino del terror cristiano; las señoras sólo pedían arrepentimiento en la Catedral, porque el problema siempre fue el descaro del caraqueño, Señor ten Piedad de este pueblo pecador, pero allí estaba Clara, viendo al ávila descascararse e imaginando a su ciudad —a la Caracas pecadora que nunca se arrepintió de nada— del otro lado, con esa nostalgia culpable de quien no se acostumbra a ser del todo bondadosa. Y es que en el fondo le daba rabia que hubiese tenido que dejar de vivir en Caracas por resolverle la vida a su hermana.

La vecina gritaba que todo aquello era culpa del gobierno, tanta lluvia, el barrio se nos viene abajo y ellos sólo transportan a los electores, porque esos sólo sirven para parir muchachos y para dar votos… Estaba harta de la vecina. Ella sólo tenía ganas de tomarse un té muy caliente y dejar desvanecer los síntomas de una gripe mal curada, echándose a la cama a sudar la fiebre. Un rumor terrorífico rasgó su sueño. Se acomodó para espantar la pesadilla y siguió dando vueltas en la cama, arropando su angustia entre las sábanas.

A las tres de la madrugada, Clara tomó el teléfono con desesperación y, todavía dormida y sofocada, marcó el número de Valeria. Siempre se refugió en ella cuando sintió miedo. Al otro lado de la línea, la hermana gritaba dando gracias a Dios y Clara no entendía por qué su pesadilla no era motivo de alarma sino de júbilo. El sonido no cesaba de golpearle el dolor y de tomarle el pulso a la vena que le atravesaba el cráneo. El interruptor no sabía cómo resucitar los bombillos del hogar, no sé qué pasa Valeria, tengo miedo, tranquila Clara, pero por lo que más quieras no salgas de ahí, llueve mucho, Valeria, y no hay luz, ya lo sé Clarita —decía Valeria mientras agradecía que Clara no viera la tele para ahorrarle el trauma—, vamos a mantenernos hablando hasta que pare de llover y te puedas venir a la casa, ¿por qué a la casa? ¿Qué pasa Valeria? ¿Qué pasa? —Y ninguna de las dos sabía que era el ávila se abría por el lado contrario a la predicción— No sé, Clara, es sólo que llueve mucho. La comunicación se cortó y Clara se sintió más sola que nunca. No paraba de llover y, de tanta agua, Clara no paraba de llorar. El cansancio la venció y cayó rendida de nuevo.

Cuando pudo despertar, tenía el rostro lleno de saliva. Se demoró en incorporarse. Existía una minúscula posibilidad de que todo desapareciera entre las brumas de su sueño, que la vida continuara —como siempre— frente al mar, y que el sol comenzara a despuntar esa madrugada tan gris y epiléptica, como todas las madrugadas en las que la incontinencia de pesadillas se desparramaba sobre su cama. Pero el reloj se dibujó daliniano sobre la pared, y con números derretidos anunció que ya estaba entrada la tarde y que no había parado de llover. A Clara se le habían secado los ojos.

Expertos afirman que una falla geológica ubicada en la zona norte del cerro El ávila y las constantes precipitaciones registradas en los últimos días en el territorio nacional, fueron los factores que ocasionaron el desprendimiento de buena parte de la capa vegetal de la montaña. La saturación de los suelos, las malas planificaciones urbanísticas y el desviamiento de los cauces naturales de los ríos, produjeron las vertiginosas avalanchas que tapiaron gran parte de las zonas residenciales afectadas…

Los vecinos se arremolinaban en los pasillos, tratando de auxiliar a los sobrevivientes de los apartamentos-peceras, subiéndolos al techo del edificio para esperar a las unidades de rescate. En la azotea, la lluvia rebosaba cada rincón, pero ver las cabezas mojadas de gente viva era un consuelo silente para esa tragedia sin nombre. Las nubes vomitaban gotas dejándolas caer sobre las fauces del cataclismo. Un radio era el único contacto con la otra realidad. Con los pocos teléfonos celulares, familias enteras gritaban a las radioemisoras pidiendo ayuda y dando testimonio del creciente diluvio. Tenían las almas empapadas de puro miedo.

Pero una llamada sorprendió a todos: atrapado en el sótano, con su esposa e hijo de cinco años, un sobreviviente pedía a gritos que lo socorrieran cuanto antes. Su madre acababa de morir junto a él y estaba apilada junto al resto de los cadáveres. El hombre presentía el ataque cardíaco y no tenía sus medicamentos a mano. El país entero rezaba por él. Clara rezaba mucho, ese pobre señor, Dios mío, ojalá lo saquen de ahí, se va a morir de claustrofobia. El dolor creció en el alma de la multitud y, de nuevo, cayó la noche negra.

Los saqueos nocturnos no daban tregua para el terror, Clara hacía guardia junto a los demás, empuñando un revólver prestado y tratando que las manos no le siguieran sudando, porque el arma resbalaba de sus manos y ella no sabía en qué momento se podía disparar. Nunca había manoseado tanto la posibilidad del suicidio. Esa noche llovía mucho, sobre todo balas, sobre todo sangre, y el ruido de los coléricos ríos se mezclaba con el de los maleantes asaltando cada reducto de lo que una vez fue una ciudad, cual sedientos piratas de un mar de pobreza enfurecido. Clara rozaba el gatillo y oraba, repasaba las formas del revólver como un perverso rosario y trataba de llorar sin hacer ruido para que los demás pudieran descansar. Pensaba en su abuela, y en lo mucho que le gustaban los días de lluvia, no dejaba de pensar en cuántas abuelas estaban todavía sobre esa azotea, muriendo de frío y de miedo, rezando para vivir… no como ella que rezaba, si acaso, para no morir.

En la madrugada el cielo se abrió y de él descendieron helicópteros de rescate que cargaron con los ancianos y niños. El resto de la gente debía movilizarse hasta las zonas de reunión a pie, para facilitar las labores de desalojo. Los separaban 15 kilómetros de la salvación.

Emprendieron la marcha pidiendo a sus piernas que no flaquearan y a sus ojos que no vieran los cadáveres en el suelo, que atravesaran los ríos y las calles, entre memorias de la que había sido una vida digna y que ahora se tendía, ultrajada, entre rocas y despojos metálicos. El grupo sólo detenía su caminata cuando el señor del sótano llamaba a la radioemisora. Todos escuchaban atentamente y reanudaban el camino rezando por él. Se llamaba Luis Landaeta.

Cuando el Presidente de la República habló con aquel señor y le juró que sería rescatado, todos sonrieron. Sabían que luego de esos rescates de emergencia comenzarían a sacarlos a ellos, que todavía estaban bien. Faltaban apenas unos 10 kilómetros y la vida sonreía, pero no paraba de llover.

La noche cayó nuevamente y el radio consumió sus últimas baterías en esa noche oscura, dándoles noticias de la vida que se les escapaba con cada centímetro cúbico de lluvia. Apenas alcanzaron las energías para escuchar el adiós del hombre encerrado en el sótano. Un dolor inmenso les cubrió el alma. Y lloraron. Clara rezaba y rezaba, pero con la certeza de que moriría. Y rezaba por las abuelas y por el olvido. Pero esa llamada le cambió la vida. Ya no hubo plegarias ni meditaciones, sólo llanto y desesperanza. Arreció la lluvia.

En esa noche hueca, el ávila terminó de abrirse. Era como si hubiese tenido tanto calor que hubiera decidido recostarse del mar, sin tener piedad de la gente que estaba en sus faldas, ofrendándola al mar para aplacar la furia de Yemayá.

Salió el sol y la ciudad no calentaba. El dolor instalado en los huesos de un pueblo impedía salir del colapso. Ni una casa, ni un edificio, la cara de la ciudad era otra. La tierra se la había tragado. Debajo de tanta piedra quedaban las vidas y el pasado. Debajo de la tierra y frente al mar.

Valeria ya no sabía llorar. No se despegó del televisor, viendo cada lista de aparecidos, rezando porque Clara estuviera en alguna. Pasaron pantallas y con ellas, música trágica y cursi, pero no encontró el nombre de su hermana.

El señor Luis Landaeta, desempleado de profesión, observaba impasible el acontecer de la desgracia en las 13 pulgadas de un televisor blanco y negro. Estaba impresionado, como todos, pero a los dos días empezó a extrañar el béisbol porque el espectáculo de las lluvias estaba acaparando demasiada pantalla. Fue entonces cuando empezaron las donaciones y vio una oportunidad. Porque al final, desde su perspectiva, él también era un desposeído, un damnificado de cincuenta años de democracia, un huérfano de Patria, un pobre, como tantos otros, que merecía donaciones y comida gratis.

Valeria dejó a los niños con la vecina, sus pies no conocían descanso porque su dolor no lo tenía. No hubo un centro de refugiados que no visitara, no hubo lista que no releyera, pero Clara estaba desaparecida.

Landaeta había hecho varias llamadas desde su celular, seco y protegido por el calor de su hogar. En cada llamada pedía ayuda. Nadie sabía que no estaba en un sótano en La Guaira, sino en Caracas. Siempre tuvo el don de la palabra, siempre fue un embaucador. Pedía que lo sacaran de aquel lugar, que lo apartaran de la pila de cadáveres, que borraran el recuerdo de su madre muerta y que lo salvaran del infarto, a él y a su familia. Entre llamada y llamada, se salía del personaje, se tomaba una cervecita y chequeaba en televisión la lista de aparecidos, las declaraciones de autoridades y la cuantía de las donaciones internacionales. Todo marchaba bien, pero debía abandonar su hogar para ir a meterse entre escombros y esperar un final feliz. Al llegar, trató de convencer a los guardias de que lo dejaran bajar al área del desastre, pero fue imposible traspasar la muralla uniformada. Regresó a su casa. El teléfono celular lo dejó entre la basura de la esquina, deshaciéndose de su última oportunidad y, sobre todo, de la evidencia. Nadie se ocupó de investigar el caso, sino de llorar su falso fallecimiento.

Después de tres meses, Valeria por fin aprendió a decir la palabra muerte. No buscó más el cadáver, no recorrió más refugios. Lo dejó así. Enterrado. Dejó que su hermana descansara en la ciudad que la tierra se tragó y rezó por su alma y por el olvido.

Olvido.


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