Arde París

París es una de las ciudades más bellas, elegantes y civilizadas que conozco. Si no la que más. Da gusto pasear por sus calles, entre toda esa agradable arquitectura. En semejante decorado, parece que por fuerza los parisinos deben ser abiertos, cultivados, cosmopolitas, bonvivants, chics, amantes de los buenos vinos, la buena literatura y las canciones de Serge Gainsbourg. Y, efectivamente, lo son.

Los barrios del extrarradio, por el contrario, son feos y deprimentes, formados por sórdidos bloques de apartamentos con el encanto arquitectónico de una prisión soviética, donde se intercalan plazas desoladas donde remolonean grupos de jóvenes desocupados, vestidos con ropa deportiva de marca, varias tallas mayor que la suya: Adidas, Nike, Reebok, Converse, Kangaroo. Se entretienen escuchando Raps de Afrika Bambaata o Supréme NTM, o räi franco-argelino de Cheb Khaled, Cheikha Rimitti o Idir. El nivel de desempleo es enorme, hay pocas oportunidades de trabajo, fuera de la compraventa de Crack o heroína.

A los parisinos, tan abiertos, cultos y cosmopolitas como son, les gustan los extranjeros. Les gustan, en especial, los latinoamericanos; los del tipo Julio Cortázar, para entendernos. En París ves también muchos africanos negros y magrebíes: casi todos los barrenderos, poceros y mozos de cuerda que te encuentras lo son. Curiosamente, los camareros no: o son franceses  blancos o son europeos del sur: españoles, italianos y griegos. Pero esos africanos que trabajan en la bella cité no viven en ella, sino en el feo extrarradio. Cada día van y vienen del cielo al infierno en los trenes de cercanías.

Francia fue el país donde se redactó la primera declaración universal de derechos humanos, la primera en la que se afirmaba que todos los hombres nacen libres e iguales, son titulares de los mismos derechos y obligaciones, y etcétera etcétera.  Los conceptos de Libertad, igualdad y fraternidad son una parte arraigada y seminal de su identidad colectiva. Por eso Francia ha sido, tradicionalmene, un país de acogida para exiliados de todo tipo. Pero en su identidad colectiva también está muy arraigado el chauvinismo. Por eso Jean-Marie Le Pen, con su discurso racista y xenófobo, ha conseguido en Francia mejores resultados electorales que ningún otro líder de la extrema derecha xenófoba en ningún otro país de la Unión Europea.

El feo extrarradio se construyó para acoger las oleadas de inmigrantes que vinieron en los años 60 y 70 de las antiguas colonias francesas: de Argelia, de Marruecos, de Camerún, Chad, Sudán. Esos inmigrantes se quedaron con los trabajos más sucios, más duros y peor pagados. Pero estos inmigrantes no son conflictivos. Por el contrario, son discretos y emprendedores. Y no suelen quejarse mucho. Por mala que sea su situación en Francia, ellos la ven como una mejora respecto a la situación que sufrían en sus países de origen.

Pero sus hijos y sus nietos nacieron en Francia y crecieron sabiéndose y sintiéndose franceses, con derecho a ser tan cosmopolitas y bonvivants como el resto de sus compatriotas. Pero en vez de ello, se encuentran relegados a la condición de ciudadanos de segunda categoría, recluidos en esos feos barrios del extrarradio, atrapados en unas expectativas vitales y laborales que tienden a cero. Y para ellos, al contrario de para sus padres o abuelos, esos feos barrios no suponen ninguna mejora respecto a nada. Ellos no pueden compararlos con lo que dejaron atrás en sus países de origen, porque para ellos su país de origen es Francia. Si han de compararla con algo, comparan su situación con la de los privilegiados franceses blancos que viven en la cité. Y en esa comparación sienten que salen perdiendo. Y deambulan sin nada que hacer por sus deprimentes barrios, con el resentimiento acumulándose en su interior como el vapor dentro de una caldera.

Y un buen día la caldera recibe un golpecito de nada y bang, estalla provocando terribles estragos. Y la gente primero se sorprende de la explosión, luego la encuentra incomprensible y al final le echan la culpa al integrismo islámico. En otra época le habrían echado la culpa a la subversión comunista. O a la violencia en televisión. Cualquier cosa menos admitir que todo ese tiempo tuvimos la caldera debajo de las narices, acumulando presión, y hacíamos como si no existiera.

En 1995 se estrenó una excelente película francesa, La Haine (el odio), escrita y dirigida por Mathieu Kassovitz. Su argumento: Abdel, un joven árabe, vecino de un barrio del extrarradio de París, se debate entre la vida y la muerte en un hospital, tras ser brutalmente golpeado por la policía en un interrogatorio. Aquella misma noche estallan los motines en los barrios del extrarradio. Los jóvenes incendian coches, apedrean escaparates, se enfrentan a la policía. Un joven judío, Vinz, le quita la pistola a un policía durante la batalla. Vinz es amigo de Abdel, como Said (otro árabe) y Hubert (un negro). Los tres, el judío, el árabe y el negro no tienen nada que hacer, salvo coger un tren de cercanías e ir a matar el tiempo a París, esperando a ver si Abdel vive o muere. Y Vinz ha prometido que, si muere, él matará a un policía con la pistola robada.

Vista hoy, la película parece toda una profecía. Pero hace cosa de cinco años, durante un viaje a París, mencioné lo mucho que me había gustado esa película a unos amigos parisinos. Todos ellos muy progresistas y cosmopolitas. Su reacción fue de cortés desdén. Todos ellos me respondieron, más o menos, que la película exageraba mucho y practicaba un tremendismo gratuito. París no era así. Francia no era así.

Mis amigos franceses se comportaban como el protagonista del chiste que una voz en off cuenta al principio y al final de La Haine: un hombre cae desde la cima de un edificio de veinte pisos. Mientras cae, cada vez que pasa por delante de una ventana, le grita a la gente: “todo va bien, llevo cayendo tantos pisos y aún no me he hecho nada”. Pero claro, lo que importa no es cuánto tiempo tardes en caer, lo que importa es lo que pasará cuando llegues al suelo. En París parece que han llegado.

Pero hay que decir que éste no es un problema exclusivamente francés.  Londres, y otras ciudades británicas, también tienen su cinturón de barrios suburbiales  feos como presidios soviéticos, donde viven relegados los inmigrantes de las antiguas colonias,  sus hijos y sus nietos,  y la situación es prácticamente idéntica. De uno de esos barrios del Londonistán, salieron, precisamente, los terroristas suicidas que pusieron las bombas en el metro de Londres. También ellos eran británicos de nacimiento, hijos y nietos de inmigrantes, amargados por el resentimiento provocado por la falta de expectativas.

Situaciones parecidas se pueden encontrar en Holanda o Bélgica, punto de destino de inmigrantes de sus antiguas colonias. Hay una especie de justicia poética en ello: la miseria de la que huyen esos inmigrantes la provocó el saqueo colonial, y ahora ellos emigran a los países donde  fue a parar la riqueza saqueada a los suyos.

En Alemania el problema es algo menor, porque apenas tenía colonias en África. Allí la mayoría de los inmigrantes son del Este de Europa,  y por tanto blancos y cristianos. En Italia y en España, que tampoco tenían muchas colonias africanas, los contingentes de inmigrantes africanos aún son mayoritariamente de primera generación, y por tanto poco conflictivos. Lo que no quiere decir que la situación no se vaya a volver como la francesa o la británica. Posiblemente, mucho antes de lo que todo el mundo se imagina. Y ahora por fin, ahora que los automóviles arden todas las noches,  pero los europeos siguen sin darse cuenta de que existe una caldera y está acumulando demasiada presión, y de que  los energúmenos como Le Pen se acercan a pescar en ese río revuelto. La actitud general sigue siendo la del que se caía del rascacielos: “todo va bien, llevo cayendo veinte pisos y aún no me he hecho nada”.

Y mientras tanto, arde París.


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