Anécdotas de la decadencia caraqueña

Vicente Ulive, nuestro muy apreciado colaborador, ha publicado su primer libro «Anécdotas de la Decadencia Caraqueña», y aquí le presentamos un extracto del mismo. Atacando con humor y honestidad a la muy particular clase media venezolana, Vicente nos ofrece una radiografía del orden social del país como hemos visto en muy raras ocasiones. Moviéndose entre Easton Ellis y lo Seinfeldiano, la novela revela un mundo de excentricidades que aunque a primera vista puede ser clasificado de humor, un análisis posterior diagnostica un drama. Uno existencialista que apunta hacia las peores características de nuestro gentilicio y la razón de muchos de nuestros problemas.

En el próximo número del Nuevo Cojo Ilustrado publicaremos una entrevista con el autor, pero desde ya puedes conocer más acerca de él leyendo sus artículos en la sección de Venezuela o en su página web personal en la siguiente dirección: http://mapage.noos.fr/krisis/indice.htm

Y para ahorrarte el trabajo de escribirnos preguntando donde puedes comprar el libro; el mismo esta disponible en los siguientes locales:

Librería Lectura (C.C.C.Chacaito); Librería Suma (Sabana Grande); Monteavila Editores (Teatro Teresa Carreño) y, por supuesto, en los pasillos de la Universidad Central de Venezuela.

Anécdotas de la decadencia caraqueña (extracto-Segunda Parte, cap.1)

Fucking despertador. Los caraqueños siempre hablamos con palabras cool norteamericanas. No sé qué hora es (debí haber metido un «fucking» en el medio, para que fuera «qué fucking hora es»). Es de mañana, de eso no cabe la menor duda. Detesto las mañanas. No lo digo igual que todo lo demás, como puedo decir «detesto el hígado encebollado», lo digo en serio. Detesto las mañanas. Me imagino que tendré que pararme, a fin de cuentas, eso es lo que uno hace en las mañanas, ¿no? Debería estudiar de noche, o buscarme un trabajo nocturno o algo. La cosa es que igualmente no me dejarían dormir. Hubo una época muy bonita de mi existencia donde lo que hacía era dormir todo el día. De noche, cuando la gente estaba encerrada en sus casas, cuando todo era paz y tranquilidad, yo vagaba y pensaba y vivía. Todo era tan perfecto, tan calmado… nadie gritaba, nadie corría por las calles mirando su reloj y pensando que llegaría tarde a la oficina. Pero claro, están las convenciones sociales, y éstas me obligaron a afrontar las mañanas despierto. Lo que pasó es que mi madre no veía el asunto de la misma manera en que yo lo hacía, y un día me despertó a escobazos. En serio. Me azotó y me llamó holgazán o algo por el estilo, que su casa no era un hotel y todas esas estupideces que ya conocerán porque, a fin de cuentas, a todos nos ha pasado alguna vez.

Quisiera ser vampiro. Muchas veces he pensado en eso. En lo divertido que debe ser. Nadie te pregunta nada, sólo corren y huyen de ti. Nunca he entendido por qué los tipos en la película siempre rechazan la oferta del vampiro cuando éste les dice que se unan a ellos. Yo no lo pensaría dos veces. Apuesto que si fuera vampiro nadie me estaría levantando a las seis de la madrugada. Y no tendría que escuchar este maldito despertador. Este fucking despertador.

Debería bañarme. ¿Ayer lo hice? A quién le importa. Tal vez si omitía el baño pudiese dormir unos cuantos minutos más. Veinte, al menos. Además, nadie se daría cuenta. Digo, de todos modos todo el mundo me detesta. Voy caminando y nadie me ve ni me mira a la cara. Es como si no existieras. Y eso es bueno. Créanme que lo es. Lo malo es que cuando no me baño, todo el mundo se me queda viendo como si no me hubiese bañado. Supongo que apesto o algo. A mí no me importa, la cosa son las miradas. Es extraño. Si, en cambio, me visto como cualquier imbécil, entonces no me ven. Cada quien anda en su mundillo, en su esfera, encerrado en su coraza de decadencia, sin darse cuenta de los demás, hasta que aparece un apestoso que no se bañó. La última vez que salí sin bañarme me querían llevar preso. No sabía que hubiera una ley que prohibiera salir sin bañarse. Estaba contrabandeada allí en la cosa esta de los «vagos y maleantes». Como si los maleantes no se bañaran. Como si los hampones esos que se robaron todos los fondos de un banco no se hubiesen bañado en champán en algún hotel de Las Vegas.

El despertador seguía sonando. Bueno, la verdad es que no suena, sino que es uno de estos modelos de despertador que sintoniza la radio a la hora que quieras que te despierte. Es lo único que logra levantarme. Los despertadores normales, los que suenan «bip-bip» o qué sé yo, no me pueden levantar. Son muy básicos. Me despabilan, pero no logran hacerme despegar de la cama. En cambio éstos, con su radio sintonizada en la peor emisora juvenil, me levantan de un solo golpe. Me despiertan con un solo objetivo: apagar el maldito aparato. ¿Será que soy masoquista? La verdad es que estas emisoras juveniles me sacan de mis sueños donde más o menos algo de tranquilidad puedo conseguir, y me recuerdan lo horripilante de la existencia. De la existencia en Caracas.

¿Cuál será el problema de estos locutores? Creo que tienen una especie de complejo de superioridad. Todos se imaginan como los grandes baluartes de la sociedad. Verdaderamente, en nuestra Caracas decadente, hay un resurgimiento de la radio-locución como carrera a tomar. Yo diría que la radio-locución (disfrazada de Comunicación Social) y las carreras empresariales son las que más se cotizan. Por lo menos los que estudian las carreras empresariales demuestran algo de conocimiento. Digo, repiten libros de manera estúpida y sin pensar seriamente qué es lo que están diciendo, pero al menos demuestran que algo leyeron. Que no hayan pensado sobre eso es otra cosa (he llegado a creer que mientras menos pienses más cabida tienes en las empresas). En fin, se forman como obreros de clase media. El problema con esto es que de verdad se creen unos realizados en la vida y no se dan cuenta de que lo que son es una simple pieza (muy pequeña) en un engranaje muy grande que no tiene el más mínimo interés ni aprecio por sus individualidades. El carro no se preocupa por las tuercas, por así decirlo. El carro sólo se preocupa por andar. Resultado: una capa de gente medio-estúpida, repite libros, que se cree mejor que los demás simplemente porque le toca usar flux todos los días. Resultado dos: escuchan pura música basura de «adulto contemporáneo», etiqueta usada para denominar a los que no tienen tiempo para escuchar música y por tanto compran cualquier porquería industrializada de balada, R&B o pop que los «relaje» de lo estresante de la oficina.

Paradójicamente, del otro lado de la ecuación están los radio-locutores, que son los que envenenan a estos pobres empresariólogos con el pasticho de acordes prefabricados y letras de «mi amor, te quiero» o «tus ojos son piedras preciosas y tu piel huele a rosas» o algo por el estilo. Parece ser el reino de los más mediocres: los radio-locutores, pardon, «comunicadores sociales» controlan el medio musical sobre los empresariados, cuando los empresariados ostentan al menos algo de conocimiento en algún área (repito, por más que sea escupirte los libros que ya leyeron) mientras los radio-locutores profesan el mal gusto y la imbecilidad como carta de presentación.

¿Qué les enseñan en las escuelas de «Comunicación Social»? No comunican nada más allá de su estupidez, y no saben nada acerca de lo social, cuestión que interpretan como «yo en mi grupito caminando por el Sambil». Es increíble. Algunos incluso pretenden hacer una crítica política o algo, y ni siquiera saben el nombre del Presidente del Congreso. Pero los peores son los que hacen el programa en pareja, o sea, de a dos imbéciles. Éstos se deleitan en chistes personales que el radio-escucha no entiende: «mirale la cara al entrevistado, tiene una arruga aquí» a lo que el brillante sidekick se desternilla de la risa y comenta algo de la arruga que hasta ahora ni se han molestado en describir. Francamente estoy cansado de que los radio-locutores no lean periódico. Eso es lo «social»: colocar a alguien totalmente desinformado del acontecer nacional para mostrarte lo desorientado que está cuando comenta política, economía o incluso deportes. Porque eso sí, estos tipos tienen que ser unos expertos en todo, no pueden limitarse a un solo aspecto de «lo social». Si se muere Tito Puente, ellos tienen que comentarlo haciendo alusión a su historia personal como si hubiesen sido fanáticos de Tito toda la vida. Si Galarraga pega el hit dos mil, tienen que explicar lo brillante de la hazaña. Y si los Estados Unidos invade Kosovo también tienen que decir algo al respecto. Todo esto sin la más remota idea de cómo utilizar el lenguaje, omitir los «fuéranos» o los «habían muchos» en aras de difundir algo digno de aprenderse.

—¡Ja, ja, ja! ¡A pararrrrse! —Gritaba el maldito por la radio. Qué insoportable. Pero bueno, era la única forma de pararme en realidad. Llegué al punto en el cual estás consciente de que estás despierto, pero aún no te puedes mover. Sentí que mi cara reposaba sobre un charquito de baba en la almohada, pero no podía hacer nada para cambiar esto. Finalmente logré mover mi cara unos centímetros para despegarme de la saliva. Disfruté por unos momentos el hilo de saliva que unía mi labio a la almohada. Mientras me entretenía en esto pude separarme de la realidad que me amenazaba a través del locutor. Pero luego el energúmeno ése, no contento con gritar por el parlante que me levantara, decidió rematar su labor con un disco de Heavy Metal. Era Metallica, o una porquería de esas. Odio el Heavy Metal.

En dos segundos estaba en pie y estirándome para alcanzar el despertador y poner fin a la tortura. Listo. Me senté al borde de la cama viendo hacia el piso y debatiendo el sentido de ponerme en marcha o no. Ni modo, lo que tenía que hacer era ir al baño para alistarme, después todo se desenvolvería solo. Estaba a punto de ir al baño, lo juro, a punto de levantarme para hacerlo, cuando escuché que el viejo entraba antes que yo. Esto iba a ser un problema. Cuando vives en una casa con baño compartido, es un verdadero problema el ponerte de acuerdo respecto a los horarios de uso. Caminé hasta el baño y me encontré con la puerta cerrada. Toqué varias veces.

—¿Qué?

—Oye, necesito el baño. Tengo que bañarme.

—Pues te esperas unos minutos. ¡Justo cuando acabo de entrar! ¡Qué precisión!

—Bueno. Pero dale rápido de todos modos.

Regresé a mi cuarto, simplemente a esperar. No había más nada que hacer: no me gustaba bajar a desayunar sin haberme lavado los dientes y no me podía vestir tampoco. Me acosté otra vez, pero ahora sobre las sábanas para no dormirme. Decidí oír un disquito suave para poder despertarme. Puse algo de Pink Floyd y me acosté a ver el techo. A veces, en situaciones como éstas, me pongo a pensar qué pasaría si el techo se cae sobre mí cuando estoy durmiendo o algo. Pienso cuáles serían las probabilidades de quedar con vida luego de algo así. El techo marrón, Pink Floyd de fondo… morirse en ese momento no sería ni mala idea. ¿Qué era lo que tenía que hacer hoy? Ah, sí, ir a la Universidad, sentarme allí unas horas a hacer algo que llaman «aprender» y luego volver a la casa. Escuché la puerta del baño abriéndose. Me levanté y fui al baño. Dejé el aparato de sonido andando, no me gustaba cortar las canciones por la mitad. Además, así el ambiente se llenaría de Pink Floyd.

—¿Qué carajo haces? —Me preguntó el viejo.

—¿Hmm? —Yo todavía estaba medio dormido.

—¿Tú te crees Rockefeller, acaso? —No entendía absolutamente nada de lo que me decía el viejo. Estas generaciones pasadas son muy difíciles de comprender. No dije nada.

—Claro, como el musiú no paga la luz, entonces, ¡viva! ¡Dejemos todo encendido todo el tiempo!

—No te entiendo. Discúlpame, pero tengo que bañarme que voy tarde.

—¡Coño! Lo que digo es que apagues el aparato de sonido. ¿No te diste cuenta que lo dejaste encendido? Pon más atención, vale, que esto no es una mansión —no tenía sentido explicarle que sí me había dado cuenta pero que quería dejarlo encendido a pesar de que nadie lo escuchara. Que si un árbol se cae en la mitad de un bosque sí hace ruido a pesar de que nadie lo escuche. Que acomodaba el cuarto. Preferí no decir nada al respecto:

—Bueno, apágalo tú.

—Está bien, pero sólo por el gasto. Sabes que no debería, que debería devolverte a que lo apagues tú, pero voy a hacerlo porque soy un buen padre…

—Sí, sí, lo que sea —dije, y tranqué la puerta del baño tras de mí.

Me habrá llevado unos veinte minutos el bañarme. Cuando estoy retrasado me baño y cepillo los dientes a la vez. O sea, me llevo el cepillo y me lavo los dientes en la ducha. Así ahorro tiempo. Lo que me confundía bastante era que mi vieja había llenado el baño de productos y cremas de diferente índole, que nunca entendí buen para que servían. Me costaba imaginar que pudiesen existir tantas pomadas y cosas para la piel y el pelo: que si cremas humectantes, rejuvenecedoras, de suavidad, etc. También compraba jabones y cremas extrañísimas, cualquier que saliera en la televisión, ella la compraba. Lo peor era que mi vieja no era tan fea, no era como que necesitara embellecerse o desenfearse. Yo siempre me limito a lo tradicional, jabón y champú si hace falta. Nada de baños de crema ni enjuagues ni qué sé yo.

Salí del baño luego de ponerme los lentes de contacto (¿se acuerdan que les dije que los usaba?). Me vestí rápidamente, eso nunca me lleva tiempo pues siempre me visto más o menos igual. No me gusta perder tiempo pensando qué es lo que se ve mejor, como si de verdad importaran las apariencias. Soy muy poco caraqueño en ese respecto. Al caraqueño le encanta vestirse como si fuera a una fiesta todos los días. Perfume, cabello engominado, cadenas y anillos, ropa a la moda, ese tipo de estupideces. Nunca distinguirás al tipo los días de fiesta cuando se arregla de los días normales, pues el tipo siempre va a estar arreglado. ¿Por qué habría alguien de arreglarse para ir a la Universidad? Yo siempre me visto con franela o camisa cómoda, cualquier pantalón y zapatos de goma. A fin de cuentas, me la paso tirado en los pasillos de la Facultad, cualquier cosa que use se va a ensuciar de todos modos. Mi vestimenta cambia en función de la temperatura: si hace mucho frío llevo una chaqueta, sino no. Eso es todo lo que tengo que pensar.

Bajé a la cocina a ver qué desayunaba. Ya era un poco tarde. Vi el reloj y daba las seis y media. Tenía clase a las siete, pero si salía a un cuarto-para podía llegar. Por eso es que odio los relojes, porque te hacen planear y programar lo que vas a hacer. No te dejan hacer las cosas porque quieres, o porque te entretienen, te obligan a dejar de hacer lo que haces para, valga la redundancia, hacer las «obligaciones». Me preparé un café, que era lo único que desayunaba, y me senté en el sofá a leer periódico. No sé si era que los domingos no ocurría nada en el país, pero el periódico de los lunes no pasaba de ser un pasquín de cuatro folios. Además, ponían a los peores escritores de opinión los lunes, como para que nadie los leyera. El único que servía era este tipo Garmendia. Lo mejor era leer las cartas, porque son cortas y el escritor no se cree gran cosa sino que sabe que es un simple escritor de cartas de veinte líneas. Leí las cartas y me di cuenta de que yo debería escribir alguna en el futuro. Probablemente no me publicarían de todos modos.

Leí poco, pues de verdad había poco que leer en el periódico del lunes. Di una pasada por deportes, farándula —a ver cual de las hijas Cisneros seguía soltera todavía—, cine, «cultura» (no me hagan reír) y política. Sucesos es la parte más divertida, incluso más que las comiquitas. Lo cómico era que había una especie de «guerra contra el hampa» en Caracas, y uno de los factores que «medían» este fenómeno era la cantidad de muertos por fin de semana. El fin de semana pasado había habido sesenta y dos muertos, cifra nada alarmante, era normal. Luego, este fin de semana sólo hubo veinte muertes. Por lo tanto, todos los cuerpos policiales se regocijaban en como «habían logrado controlar el crimen», sin darse cuenta de que era un número totalmente aleatorio y sin base. Es que nuestra Caracas es como un pequeño teatro. Todos debemos jugar nuestro papel.

En nuestra ciudad había cobrado fuerza la teoría de las estadísticas. Según los nuevos Nostradamus sociales, la estadística predecía fielmente todo lo que acontecía en la sociedad, desde la alimentación de la familia hasta la intención de emigrar por parte de la clase media. Quisiera ver qué iba a decir el comisario éste que defendía su reducción del crimen cuando el fin de semana que viene las cifras llegasen a cien o doscientos muertos en un solo fin de semana. Claro, ahora todos podían aludir a la «teoría del caos» que era como la salida elegante cuando los pronósticos fallaban. El clima variaba erráticamente por «teoría del caos», las encuestas electorales no predecían nada por «teoría del caos» y los muertos ascenderían seguramente, por la misma teoría. Me imagino que eso era lo que les enseñaban en las escuelas de Comunicación Social: «cuando erren sus pronósticos, aludan a la teorías del Cao (sic)».

Uno creería que el ser humano es un organismo pensante, que tiene la capacidad de aprender con el tiempo. El biólogo que afirmó esto obviamente no conocía al caraqueño. Era el único ente vivo que podía tropezarse infinitas veces con la misma piedra/palo/pared sin aprender absolutamente nada. Hace un año, las compañías encuestadoras anunciaban un fraudulento «empate técnico» en las elecciones decembrinas, sólo para producir el vapuleo electoral más risible en la historia de Venezuela. Se ve que eran de la idea de que manipulando las encuestas cambiaría la forma de actuar de las personas. Tal lógica se parece a la psicología inversa que aplica el conejo Bugs Bunny: «tu no te vas a tirar por ese barranco». Luego del rotundo fracaso de esta estrategia infantil —e ingenua—, seguían pensando que los números eran la salida a los problemas. Nuestros famosos «comunicadores sociales» —ahora no solamente los de la radio— comunicaban la realidad a la sociedad en términos borrascosos y confusos como «índice de deterioro», «conformismo político» y otros inventos que servían para legitimar la «teoría» sociológica de estos brillantes comentaristas de que «habrá golpe de estado/no habrá golpe de estado» o quién sabe cuántas cosas más. Y ahora este mediocre quería convencerme de que había controlado mágicamente el crímen simplemente porque se publicó un número menor al de la semana pasada. Supongo que ése es uno de nuestros mayores problemas: mientras la gente siga pensando que somos todos una manga de imbéciles, nunca podrá exigirse nada. Pero bueno, la única dificultad con esta aproximación no es que la gente siga pensando que somos unos imbéciles, sino que de verdad lo somos. Por alguna extraña razón, no somos lo suficientemente imbéciles como para elegir por la lógica de Hipódromo de votar por el que vaya de primero en las encuestas, como si fuera una carrera a caballo ganador.

Ya me había tomado el café, y la columna de sucesos no estuvo tan buena esta vez. Puros asesinatos de pandilla. Me paré del sofá pues ahora si era hora de irme. Dejé la taza en la cocina y salí con mi pequeño bolso que sólo contenía un cuaderno para anotar —cuestión que no había hecho desde hacía semanas, los profesores sólo me repetían el libro— y un libro que quería leer si me daba oportunidad entre clases.

Tuve que calentar el carro unos minutos. Mi dedo índice se estiro para encender el reproductor, y se detuvo a medio camino. ¿Qué disco había dejado puesto? No podía sorprenderme musicalmente, eso era un sacrilegio. Recordé que era un disco de jazz ochentoso, y de verdad no me provocaba escuchar eso ahora. En esta mañana necesitaba algo estruendoso, que me despabilara de una vez. Ni modo que escuchase las emisoras juveniles, venía huyendo de eso hace una hora. Mejor era colocar el radio en AM, donde las emisoras populares tendrían una descarga salsera que funcionaría. Eso hice. Luego de mover el dial un poco, conseguí una pieza de la orquesta Fania con Rubén Blades cantando. Perfecto. Luego de escuchar el tema y cerciorarme de que el radio-locutor no destruyera lo que había construido con una pieza malísima, pude salir de la casa, oyendo otra salsita y sobre la hora a las seis y cuarenta y cinco. Lo interesante de Caracas es que es una ciudad totalmente impredecible (y esto no se debe a la teoría del Caos): puedes salir de tu casa una hora antes y llegar a tu destino en cinco minutos, así como también puedes salir una hora antes y llegar una hora y media después. Había señales claras, si llovía, por ejemplo, era bueno considerar el quedarte en tu casa y no salir en primer lugar. Pero a veces se interponían otros factores sólo atribuibles al destino, como que se volteó un camión en la mitad de la vía, había una marcha de barrenderos o caucheros que decidieron trancar toda la vía para exigir reivindicaciones sociales, se dañó un semáforo y eso afectaba tres cuadras a la redonda, o un sinfín de cosas más que sería ocioso nombrar. Este día en particular el Dios del tráfico estaba conmigo, y no sólo me permitió salvarme de todos los contratiempos posibles, sino que sincronizó los semáforos para que yo pudiera pasar en verde y no hacer cola en ninguno. Incluso en la vuelta ilegal que tengo que dar no me puso trabas. Hay una parte en la que debo girar a la izquierda para bajar hacia la Universidad, pero ese cruce no está permitido y siempre genera trancas y desesperos que se transforman en la voz irritada de una corneta que te azota desde atrás. Hoy crucé suavemente y sin oposición, bueno, sí me gané un insulto por allí de parte de un conductor que todavía creía en las señales de tránsito, pero nada más allá de eso. Podemos decir entonces, que hasta ahora había sido un día medianamente decente. Cualquier día en el que no pienso demasiado en matarme es bueno. Y llevaba más o menos hora y media. Un récord. Pero claro, tampoco soy optimista. Acepto mi destino con resignación.


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