Salgo del metro por una de sus bocas más cariadas. Alrededor hay un circo de fieras despachurradas. Un vendedor de tostones me incinera el pescuezo con el aliento de su fogón cuando paso entre su brazo extendido, la servilleta y un vendedor de toallas de a mil. Salto un charco nauseabundo que siempre ha estado allí, insondable, grisáceo como la mucosa ventral de un elefante. Debo ejercer de atleta para no mancharme y dejar caer parte de la autoestima. Los autobuses se abalanzan sobre la piara de gente que evade la acera. Un deforme se me acerca con su ojo bueno enfocándome; el otro se le cierra tras una grapa amarillenta. Nada de esto me importa. Avanzo como una columna romana hacia mi cometido. Gano la acera de enfrente y una pequeñuela precoz me asalta con su papelito de Internet, curso de inglés u oferta de celulares en combo. Lo desecho.
Voy a su encuentro. Espero con impaciencia el ingreso de dos personas torpes en el ascensor, me escabullo tras ellas. Son mujeres, una frisa los setenta, la otra es pretenciosa, se le va una mirada fugaz hacia mí y luego finge fijarse en la pantalla de los pisos. Está regular, algo moderna con sus lentes de pasta, cruzando hacia coqueta. Muy soft para mi gusto. Hoy sólo tengo ojos para otra. Olvido rápido a la veinteañera del ascensor. Me bajo y no digo nada en absoluto. Muy pronto la veré. Me abre la puerta tras el atorrante timbre. Sus ojos brillan, su cabello reluce y hoy lo tiene recogido en cola de caballo. Sus labios se abren tenuemente, muy sutil su lengua se columpia entre sus dientes parejos. Me conduce al cuarto de atrás. Veo sus redondeces ceñidas por el pantalón atravesar la galería; nos separan unos centímetros. Ella es sólo mía en aquel momento en que la pasión espera su turno agazapada. Sus curvas traseras son mesuradas, pero no le falta nada; cada movimiento tensa la línea entre sus nalgas y la parte donde comienzan sus piernas, ese divino pliegue que no sé como se llama. Jadeo imperceptiblemente.
Me acuesta en su cama con motivos rosados, me hace sentir cómodo, conversamos casi entre susurros y, de vez en cuando, su risa vibra rápida como un móvil de cerámica. Luego me hace mover para ponerse más cómoda. Su atracción por los aparatos, por los preámbulos me hace sentir un bebé de meses. Siento más que eso, que estoy en sus manos gráciles pero decididas, meticulosas, sabias. Me mima, está pendiente del más mínimo detalle. Acaricia mis labios, untándome algún aceite para el placer. Parece que fuera mayor, pero es una niña de veintisiete. Luego, su predilección más ingrata me hace temblar, algunos instrumentos de tortura que parecen nazis me invitan a pensar en las concesiones del amor, mientras me obligan a verle la cara positiva al maltrato físico. Todo lo bueno de la vida exige sacrificios, o compromiso. ¿Cómo decía aquel refrán montado en esmalte sobre una baldosita, en alguna tasca? Esto no lo pensé ni lo recordé esa tarde, eso fue después. Aunque estar allí encerrado con ella, de espaldas a la tragedia del mundo, me lleva con frecuencia a ciertas ensoñaciones, a parpadeos que tomo como bocanadas para recuperar un vigor que se va agotando en el quieto tiempo de un cuarto.
Ella recuesta sus senos en mi coronilla, le gusta hacerlo y a mí me lleva a un infinito sin planetas. Siento su presión de gamuza, sería imposible para un ingeniero fabricante de cojines reproducir esta textura; el que la haya sentido lo sabe, no habría que explicárselo. Sólo sonreiría, como yo al recordar. Entonces, su perfume delicado pero acentuado, una tintura de sexo, termina de penetrar mis enloquecidas hormonas, me infiltra como un comatoso y ya estoy fuera de mí. Tengo cada parte de su cuerpo muy cerca, me transmite así sus emociones, sus arterias me golpean al latir. Sus ojos ven dentro de mí y su boca se aprieta, se abre, emite un sonido en idioma de sirena. Cómo negarlo, estoy encantado por esta mujer.
Es una intensa jornada, dulce, fuerte, desigual, una montaña rusa o balancín de parque de diversiones en lo que concierne al límite entre las emociones y el aguante físico. Nos sometemos a una prueba peligrosa, al borde del fracaso y, sobre todo yo, me siento vulnerable, aunque a veces me anoto un tanto y ella deja ver más allá en sus expectativas, cuando entre líneas hace notar su interés en mí, preguntándome algo innecesario que la delata. Allí retomo el control de la situación y me siento poderoso, lo que es necesario para el hombre y el equilibrio del combate. En la posdata introducimos la charla casual, el comentario alegre que se mantiene lejos de lo chocante. Intimidad, si saben de qué hablo. Es la celebración por el encuentro que culmina y al mismo tiempo el presagio de una pausa dolorosa. El inútil antídoto para la angustia de los minutos vacíos que nos esperan, armados hasta los dientes de vulgaridad. Pero cuán a menudo recurrimos y recurriremos a la dichosa artimaña. La valentía está peleada con las cosas del corazón y el bajo vientre.
Vuelve a tratarme como un niño, endulzándome los oídos con recomendaciones y usando una hermosa condescendencia para mis nerviosos chistes. Retoma el poder a punta de mohines, vuelve la mujer a hacer masa de maíz con mis gritos silenciosos de desesperado. Fingimos algo, un tanto de indiferencia cuando me conduce a la puerta, caminando lánguida por la tensión liberada en la larga sesión. La detallo en un reojo condensado. Luego, una pregunta inesperada, un adiós con los ojos que tiene algo de eternidad en él. Me siento como dopado. Sólo puedo pensar en la escena de la próxima semana, cuando la veré de nuevo. ¿Será igual?, ¿mejor?, ¿se hará la indiferente para herirme?, ¿me aterrorizará con algo de recato? Antes de saber eso seré un guiñapo contando horas. Aunque mis dientes estarán bien, mejor que nunca; ella es la mejor dentista que conozco. Y mi alma estará tan paralizada como si le hubieran disparado un dardo anestésico, igual que en los documentales sobre leones.
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